El pasado sábado a las cuatro de la mañana, en las costas de las islas Turks & Caicos, un bote con alrededor de 150 balseros haitianos (ayisien) se hundió mientras era remolcado por una embarcación policial que les había descubierto en aguas territoriales de aquella colonia británica del Caribe. Hasta el momento, se sabe que […]
El pasado sábado a las cuatro de la mañana, en las costas de las islas Turks & Caicos, un bote con alrededor de 150 balseros haitianos (ayisien) se hundió mientras era remolcado por una embarcación policial que les había descubierto en aguas territoriales de aquella colonia británica del Caribe. Hasta el momento, se sabe que 73 de sus desafortunados tripulantes sobrevivieron. Además, se han recuperado 20 cadáveres, mientras que los otros 58 permanecen desaparecidos y sin ninguna posibilidad razonable de aparecer con vida.
La prensa internacional ha derramado sus tradicionales lágrimas de cocodrilo ante esta nueva «tragedia», antes este «desastre» humano con el que nos amanecimos. Pero lo que hemos presenciado hoy no se trata sencillamente de una «tragedia», de un «desastre», es decir, un suceso lamentable, pero fortuito, que era imposible de evitar. Lo que hemos presenciado hoy se trata de un auténtico crimen político en que las víctimas son los mismos de siempre y en que los victimarios saldrán, como siempre, libres de polvo y paja.
Para entender el real significado de esta «tragedia» debemos entender primero cuáles son las causas que llevan a miles de ayisien a enfrentar, a riesgo de su propia vida, la peligrosa travesía en balsa que les lleve lejos de su existencia de miseria y desesperación en Haití (Ayití). Para nadie son un secreto las condiciones desesperantemente miserables de vida que imperan en Ayití: un desempleo desorbitante, desnutrición a todos los niveles etarios, la falta absoluta de las más mínimas condiciones sanitarias y de higiene públicas, falta de los servicios más básicos, etc. Este panorama que convertiría la vida de cualquier persona en un infierno, es moneda corriente para cerca de nueve millones de seres humanos brutalizados, oprimidos y explotados más allá de lo que uno pudiera imaginar. A lo que, encima, cabe sumar el hecho de que Ayití es un país bajo ocupación militar desde el 2004, año en que un golpe apoyado por la CIA derrocó al presidente Aristide para poner en su lugar a agentes más aceptables para Washington y para la reducida pero poderosa oligarquía haitiana.
Estas condiciones de existencia miserables no son, en absoluto, ni naturales ni casuales. En general, estas condiciones son el producto lógico y esperable de:
-Un desarrollo capitalista dependiente y deformado por las imposiciones del imperialismo que ha caracterizado a la República de Haití durante más de dos siglos;
-Los siglos de extracción de cada centavo del erario público haitiano mediante deudas externas, compensaciones y toda clase de chantajes por parte de Francia, EEUU y las agencias financieras internacionales (amen de la corrupción de los títeres y tiranuelos de turno);
-Una formación social caracterizada por una burguesía absolutamente parasitaria, improductiva, que ha extraído hasta la última gota de sangre a los obreros y campesinos, y que mantiene su hegemonía solamente mediante el terror y el tutelaje yanqui;
-Una institucionalidad política igualmente deformada, que se ha expresado en gobiernos títeres y dictaduras brutales, que aún carga con un pesado legado autoritario y burocrático heredado de la colonia;
Pero en lo particular, estas condiciones no son sino el fruto de décadas de aplicación dogmática y forzosa de un modelo económico neoliberal a ultranza impuesto por el imperialismo yanqui y por los organismos financieros internacionales (BID, FMI y Banco Mundial). Este modelo sin lugar a dudas ha beneficiado a unos cuantos empresarios locales (los gwo nég, o «grandes negros») y trasnacionales (principalmente vinculados a Francia y EEUU), pero ha tenido consecuencias devastadoras sobre la estructura económica y social de Ayití, así como ha deprimido las condiciones de vida del pueblo ayisien hasta niveles francamente sórdidos[1].
A estas condiciones de por sí nefastas, hay que agregar el terrorismo político que se sigue aplicando en contra de las organizaciones populares que luchan valientemente por los necesarios cambios sociales. Detrás de este terrorismo se encuentran grupos paramilitares que, históricamente, han recibido distintos nombres: makoutes, zenglendos, attachés, etc. Pero que, pese a la diferente denominación que se les prefiera dar, son en lo fundamental el brazo armado de la rancia burguesía haitiana y de sus aliados en Washington o en París. Este terrorismo de clase tiene fieles aliados en la policía (PNH) y en la actual ocupación de la ONU. Los cascos azules han contribuido directa e indirectamente al terror, la inseguridad y la opresión del pueblo ayisien, con su fuego indiscriminado a los barrios populares, con su violencia en contra de toda oposición, con sus abusos sexuales y con su política de dar libertad de acción a los makoutes enquistados en la PNH o en grupos de ultraderecha como Lamé Ti Manchét.[2]
¿Podemos sorprendernos, entonces, de que el pueblo ayisien trate de escapar de esta situación pese a todos los riesgos? ¿Podemos culparles por ello? Y sin embargo, los balseros ayisien son tratados como auténticos criminales, son perseguidos, son castigados, como si no hubieran recibido ya suficiente castigo en su propia tierra, malograda por la intervención extranjera y por un par de familias de capitalistas. ¿Su crimen? Intentar buscarse una vida diferente. No basta con sobrevivir; todo ser humano busca poder vivir plenamente, libre de miedo, de hambre, de opresión, donde pueda desarrollar sus capacidades plenamente. ¿Puede culparse a los ayisien por seguir este impulso natural? A los que realmente cabe culpar es a todos ellos, nativos y foráneos, que con sus imposiciones, arbitrariedades y violencias han convertido este rincón del mundo en una ciénaga de pobreza y atraso que fuerza a miles de seres humanos a arriesgarse de balseros. En solamente lo que va del año, se han interceptado a 900 balseros ayisien.
Así pues, en virtud de la división internacional capitalista del trabajo, el pueblo ayisien está condenado a cadena perpetua en su país a no ser más que mano de obra explotable por algunas trasnacionales para hacer pelotas de baseball y camisetas con la sonriente cara del ratón Mickey. Y ¡ay! para quien se arriesgue a hacerse a la mar: ahí esta la Guardia Costera para vigilar y castigar; ahí está la memoria fresca de los balseros ayisien arrojados como delincuentes al campo de concentración de Guantánamo durante los ’90, castigados por Clinton por el crimen de querer vivir[3].
Y así fue que el sábado, la Guardia Costera de la colonia británica de las islas Turks & Caicos encontró a estos balseros ayisien. Los remolcó hacia la costa para luego ser repatriados. Pero esta balsa traía tan sólo ayisiens: con ellos no es necesario tomar precauciones ni cuidados; la negligencia hacia ellos es excusable y hasta estimulada. Quizás de haber sido cubanos habrían sido tratados con algo más de cuidado (después de todo, al menos sirven de propaganda política en contra del régimen de Castro). Quizás hasta de haber sido dominicanos hubieran sido tratados con un poco más de dignidad. Pero no; tan sólo eran ayisiens. Entonces, sobrevino el «accidente», la «tragedia», producto de una negligencia criminal y racista.
Hemos sentido un profundo dolor al enterarnos de esta noticia. Pero no podemos permitir que el dolor opaque nuestra visión política. Esto no es sencillamente un «accidente», un «desastre», una «tragedia». Lo de hoy fue un asesinato. Un asesinato ocasionado por una brutal negligencia, pero también por las imposiciones políticas y económicas del imperialismo hacia esta pequeña república, por la ocupación militar y por las condiciones derivadas del capitalismo deforme en Haití. Ese crimen lento y sistemático al que hemos asistido durante las últimas décadas de sanciones, intervenciones y ocupaciones, en que miles han muerto de hambre, de balas, de machetes, de cansancio, de falta de atención médica y en el mar. Algunos tratarán de justificar el racismo que exhudan los controles de la Guardia Costera, diciendo que no se trata sino de inmigrantes económicos, pero la verdad es que todos los balseros ayisien son refugiados: tanto aquellos marcados por la represión, así como aquellos marcados por la pobreza. Ambos son víctimas de un sistema político fracasado impuesto mediante el sacrificio de millones para el beneficio de unos pocos. Por tanto, debieran ser tratados como tales y no como delincuentes.
No podemos dejar de señalar a los criminales detrás de esto: EEUU, los países latinoamericanos participantes de la ocupación (Chile, Argentina, Brasil, Uruguay, Perú, Bolivia, Ecuador, Guatemala, El Salvador y Paraguay) Francia, Canadá, los burócratas haitianos que hacen de pantalla democrática para la ocupación y la pandilla de gwo négs que tratan al pueblo ayisien tal cual si fueran ganado. Todos ellos contribuyen a la violencia, a la miseria, a la explotación, a la opresión, a la desesperación.
Toda Latinoamérica debería sentir una profunda vergüenza porque estas cosas sigan sucediendo en nuestra región, así como por el rol que cabe a «nuestros» gobiernos en este crimen. Ojalá que este crimen sirva para despertar nuevas conciencias sobre la verdadera «tragedia» que se desarrolla a diario en Ayití.
Notas:
[1] Hemos ya hablado bastante de la situación económica y social de la República de Haití en un artículo previo «Ayití, Entre la Liberación y la Ocupación» http://www.anarkismo.net
[2] Para más detalles sobre esta grave situación, ver el artículo señalado en la nota anterior.
[3] Nos hemos referido ya de manera extensa al episodio de Guantánamo y al trato racista y discriminatorio hacia los balseros ayisien en el siguiente artículo http://www.anarkismo.net