Afganistán está otra vez en las portadas de los diarios españoles. Pero es de lamentar que, con mucha frecuencia, los análisis publicados en los medios de difusión general apenas arañan la superficie del problema. Se discute en ellos si conviene o no enviar allí más soldados españoles; se exige al Gobierno que aclare públicamente cuál […]
Afganistán está otra vez en las portadas de los diarios españoles. Pero es de lamentar que, con mucha frecuencia, los análisis publicados en los medios de difusión general apenas arañan la superficie del problema. Se discute en ellos si conviene o no enviar allí más soldados españoles; se exige al Gobierno que aclare públicamente cuál es la misión real que éstos han de cumplir; algunas voces irritadas se desgañitan desde la oposición, quizá para ocultar la corrupción omnipresente que les aqueja, reclamando que se acepte que «estamos en guerra», como si con esto descubrieran el Mediterráneo; y desde otras posiciones, algo más próximas al meollo de la cuestión, se pregunta qué es lo que a España se le ha perdido en tan lejanas tierras y por qué nuestros soldados despliegan allí, combaten, matan y mueren si la suerte les es adversa. ¿Por qué ayudar al pueblo afgano -se preguntan- y no al de Malí o Senegal, sin ir más lejos, cuyos emigrantes sí tienen incidencia directa en la sociedad española?
Para responder a todo esto se prescinde, a menudo, de considerar cuáles son las raíces del problema. Una de éstas es la obsesión por la seguridad interior de EEUU, que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial ha sido el motivo central de su política. Esa obsesión entró en crisis cuando se desvaneció la Unión Soviética y era difícil definir un enemigo «absoluto» contra el que gobernar a un pueblo tan acostumbrado a vivir bajo el sucesivo temor a los comunistas infiltrados, a los ataques nucleares rusos o a los inmigrantes ilegales.
Se cumplen ocho años desde que la invasión militar expulsó de Afganistán a los dirigentes de Al Qaeda, considerados responsables de los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 contra Nueva York y Washington. A partir de ahí los errores se acumularon. La prepotencia del Pentágono y la orgullosa ceguera del equipo político que arropaba al presidente Bush desencadenaron una cruzada contra el terror que, equivocándose de objetivo, se orientó contra Iraq y olvidó temporalmente a los talibanes afganos y a Al Qaeda. La servil aquiescencia de algunos gobernantes europeos (entre los que Aznar y Blair ocupan lugar destacado, sin olvidar al anfitrión de la nefasta reunión de las Azores, Durão Barroso, que va a renovar su condición de presidente de la Comisión Europea) contribuyó al más grave error estratégico que las fuerzas armadas de EEUU han cometido en toda su historia bélica, atacando al enemigo erróneo y perdiendo en ese empeño toda la credibilidad y el apoyo que EEUU inicialmente había concitado como víctima de una brutal e inédita acción terrorista.
Ahora, con la situación de Iraq relegada a un segundo plano -aunque allí sigan explotando bombas y muriendo iraquíes, y aunque el país se encamine hacia un destino incierto- los ojos se vuelven a Afganistán, donde se pretende repetir el «éxito» iraquí e instaurar una democracia en un pueblo que jamás la ha conocido y que tampoco parece desearla con entusiasmo.
Hace ahora dos años escribí en estas páginas electrónicas, bajo el título «La trampa afgana», lo siguiente:
Afganistán no es un país homogéneo, sino una creación del colonialismo británico de finales del siglo XIX, para aislar su dominio en la India de la Rusia Imperial. Además de los pashtunes, que constituyen la mayor minoría étnica (y que pueblan también las zonas fronterizas de Pakistán), hay otros grupos que forman una mayoría no pashtún y que están vinculados con los otros países limítrofes (Irán, Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán). Estos grupos, ante el temor a una nueva hegemonía talibana, no vacilarían en rearmarse y seguir a sus caudillos militares locales, que podrían ser apoyados desde los citados países y desde otros Estados más o menos interesados en esta zona, como Rusia, India o China.
Habría que temer, en esas circunstancias, un recrudecimiento de los enfrentamientos étnicos afganos, ante los cuales los contingentes militares de la OTAN, incluido el español, poco o nada podrían hacer sino sufrir los graves efectos de una prolongada y sangrienta guerra civil. Los gobiernos europeos cuyos soldados prestan hoy en Afganistán funciones de pacificación y reconstrucción deberán valorar esta hipótesis y prever, en su caso, la rápida retirada de los contingentes allí desplegados.
Las circunstancias apenas han cambiado. El remedo de elecciones democráticas que afianzará a Karzai como jefe del fantasmal Gobierno afgano nada supone en el supuesto camino hacia una democracia imposible. Y los esfuerzos del Pentágono y la OTAN por hallar nuevas estrategias milagrosas que tengan éxito allí donde hasta ahora sólo se han cosechado fracasos únicamente parecen dirigidos a salvar la cara de ambas organizaciones militares. La llamada «estrategia de salida» ya no engaña a nadie: se trata de salir de Afganistán y hacerlo del mejor modo posible, dejando que los afganos intenten arreglar el pastel.
En todo caso, que nadie se confunda. Del mismo modo que en el seno del Gobierno talibán afgano anidó y creció la serpiente de Al Qaeda, con el resultado por todos conocido, nada impediría que, incluso con un futuro y soñado Afganistán pacífico y democrático, la hidra creciera de nuevo en cualquier otro país, sea africano o asiático, donde se repitieran las circunstancias que vivió Afganistán en los últimos años del pasado siglo, y el mismo ciclo se reprodujera fatalmente.
http://www.estrelladigital.es/ED/diario/222276.asp