La foto que decidimos publicar el domingo [3 de abril] en portada, con los muertos de Bucha, y que aparecía en todos los periódicos el lunes, es el símbolo de esta guerra que se ensaña con la población civil de Ucrania.
A las feroces matanzas, a las ciudades arrasadas por los bombardeos, se suman esas especialidades de todo ejército invasor: violaciones, torturas, ejecuciones masivas. Son estrategias de aniquilación en las que el ejército de Putin parece ser especialmente ducho, con sus equipos de mercenarios despiadados, con sus tácticas de asedio medievales para matar de hambre a las ciudades, con la cínica masacre de sus propios reclutas jóvenes.
El horror, del que han sido testigos periodistas y fotógrafos independientes, lo niegan los del Kremlin, según los cuales las matanzas de Bucha (y presumiblemente también las que vamos a descubrir en otras ciudades) son un «falso ataque», «montado» por Occidente, tal como declaró el lunes el ministro de Exteriores, Lavrov. Y este desmentido bastaría por sí solo para convencernos de que es cierto, ya que Moscú lleva negando la realidad desde los meses anteriores al 24 de febrero («Rusia no amenaza a nadie. El movimiento de tropas en nuestro territorio no debería ser motivo de preocupación para nadie», afirmó [Dmitri] Peskov [secretario de prensa de Putin]), al igual que niega la existencia de la propia guerra, después de negar, para empezar, la existencia de Ucrania como nación libre.
Sin embargo, como no se cansa de repetir el Papa Francisco, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
¿Podrían ser los que piden que Putin sea juzgado por crímenes de Guerra mientras que se han negado repetidamente a sumarse al Tribunal Penal Internacional (algo que tienen en común los Estados Unidos, Rusia y Ucrania)? ¿O los que predican la paz mientras se encuentran entre los principales financiadores de la industria bélica (los Estados Unidos, Rusia y China)? ¿O Europa, que se muestra generosa y acogedora con los millones de refugiados ucranianos, cuando hasta hace poco tiempo se dedicaba a rechazar a todos los que podían venir de África y Oriente?
Entre las devastadoras muestras de hipocresía, la más dañina es la del gas, el petróleo y el carbón.
Ante la destrucción de un país europeo, los estados de la Unión Europea discuten sobre los precios que deben seguir pagando al invasor, a pesar de que para todos queda claro que sólo cerrando los grifos, sólo dejando de pagar por completo los mil millones de euros diarios que van a parar al Gazprom del Zar, las sanciones cumplirían su objetivo: dar una oportunidad a las negociaciones y detener la guerra. Eso obligaría al dictador que se ha enzarzado en un choque de civilizaciones contra un pueblo al que ha llamado «nazi y drogadicto» a mostrar sus cartas.
En lugar de ello, estamos asistiendo a una especie de realpolitik de tercera categoría, en la que varios países, con Alemania a la cabeza, se echan atrás ante las consecuencias sociales y políticas que las sociedades europeas se verían obligadas a afrontar si aplicaran la madre de todas las sanciones, cortando el flujo de gas siberiano.
Porque cerrar los grifos significaría, si bien no exactamente una economía de guerra, ciertamente una drástica reducción del consumo civil; lo cual resulta, casualmente, algo también necesario para salvar el planeta.
Estos días algunos empiezan a susurrarlo: Macron habla de prohibir el petróleo y el carbón rusos, y Letta se atreve a decir que no al gas, que es lo que pide el presidente Zelenski desde los primeros días de la carnicería rusa.
Pero reducir drásticamente la necesidad de gas ruso (que en Italia supone algo menos del 50%) nos sigue pareciendo algo descabellado, una ofensa al PIB, porque significaría revolucionarlo todo, y en primer lugar nuestro modelo de desarrollo.
Significaría tomar un camino de austeridad, contemplado por las obsoletas clases dominantes como pauperismo y moralismo, en lugar de lo que realmente representaría: un desafío contra el modelo de crecimiento mortal sin desarrollo, el comienzo de una alternativa.
Por supuesto, el destete de una parte importante del gas debería ser una operación gestionada con mucho cuidado, midiendo sus repercusiones en las diferentes clases sociales, al igual que debería orientarse hacia una reducción voluntaria del consumo civil, asegurando al mismo tiempo lo necesario para mantener la producción básica y los servicios esenciales en buen estado.
Todos recordamos los interminables discursos sobre la reconversión económica durante la época de la pandemia (que aún está entre nosotros), sobre la necesaria inversión de la pirámide de prioridades.
Ahora la historia nos enfrenta a decisiones igualmente difíciles que durante la pandemia. Y éstas deberían tomarse con la misma autoridad y decisión que emplearon muchos gobiernos de entonces, empezando por el italiano, en lugar de transferir más y más recursos del bienestar al aumento del gasto militar de un día para otro.
La paz no sale gratis; el pacifismo no es un paseo por el parque, y lo que se ha llamado «pacifismo activo», menos aún: el tipo de pacifismo que no tiene dudas sobre qué lado tomar, que rechaza las acusaciones de estar con ambas partes, que considera la lucha del pueblo ucraniano como resistencia contra el invasor. Un pacifismo que quiere deshacerse de las armas, efectivamente, pero en primer lugar de quienes las utilizan para atacar, no para defenderse. Y que está dispuesto a deshacerse del arma decisiva del chantaje económico de las manos del feroz dictador. Vienen luego todas las estrategias militares, todos los escenarios geopolíticos. No antes.
Norma Rangeri. Directora desde 2010 del diario italiano “Il Manifesto”, en el que lleva trabajando desde 1974, primero como crítica de televisión, experiencia recogida en su libro “Chi l´ha vista? Tutto il peggio della tv da Berlusconi a Prodi’ (o viceversa)”, Milán, Rizzoli, 2007.
Fuente: https://ilmanifesto.it/tagliare-il-gas-contro-le-bombe-dellipocrisia