Hablar de modelos neocoloniales implica hablar de los riesgos y de la situación que atraviesan grandes áreas del mundo. El imperialismo occidental, que se apoderó de buena parte del mundo en el siglo XIX, pretendió también someter a China: de aquellas décadas funestas son las guerras del opio, la actuación de Gran Bretaña como empresario narcotraficante, las concesiones, y el robo de puertos como Hong Kong. El imperialismo impuso una relación colonial, en muchos casos esclavista, apoderándose de materias primas y mercados, imponiendo guerras, castigando con matanzas sanguinarias las rebeliones, y no ha desaparecido: baste citar las guerras estadounidenses de las últimas décadas, Panamá, Haití, Yugoslavia, Afganistán, Iraq, Siria, Yemen, Somalia, Libia, el acoso militar, económico y diplomático constante a muchos países, desde Corea a Irán, pasando por Venezuela, Cuba y tantos otros. La cadena de fuerza del imperialismo son hoy las casi ochocientas bases militares estadounidenses repartidas por todos los continentes de la tierra, con unos 175.000 militares destinados en 159 países, y con el mayor presupuesto bélico de toda la historia de la humanidad: para 2024 ha sido de 886.000 millones de dólares, de manera que Estados Unidos gasta en sus ejércitos unos 2.500 millones de dólares diarios. Hay que añadir que la Unión Europea y Japón, juntos, suman un presupuesto militar anual de 400.000 millones de dólares, mientras China gasta 300.000 millones y Rusia unos 83.000 millones de dólares.
El desarrollo capitalista es caótico, en un marco de competencia entre las principales potencias (Estados Unidos, Japón, Alemania, Gran Bretaña, Francia y otras menores y, al mismo tiempo, de subordinación y gregarismo hacia el hegemón), a la búsqueda del máximo beneficio y del control de recursos, captación de capital (el mundo pobre sigue inyectando capitales en Occidente), venta de armas y productos tecnológicos y culturales. El persistente drama del hambre en el mundo pese a la existencia de alimentos suficientes, y las guerras locales, en muchas ocasiones atizadas por la intromisión occidental, son posibles por un mundo azotado por la ambición imperialista que, además, especula y trabaja por apoderarse de otros escenarios, como el océano Ártico, donde Estados Unidos ha ampliado sus demandas marítimas en un millón de kilómetros cuadrados, y para destruir la arquitectura de desarme nuclear en el planeta y militarizar el espacio: las grandes empresas estadounidenses de armamento (Lockheed Martin, Raytheon Technologies, Northrop Grumman, Boeing y General Dynamics) tienen planes concretos para ello y son uno de los vectores más peligrosos para el futuro de la humanidad.
La cuestión del desarme nuclear es primordial. Estados Unidos ha abandonado unilateralmente casi todos los tratados de desarme: el ABM, el INF, el FACE, el 5+1, el Tratado de Cielos Abiertos, entre otros, y con su cooperación nuclear con terceros países está debilitando el vital Tratado de No Proliferación. El Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares, CTBT, que no ha sido ratificado por Estados Unidos, llevó a China a no hacerlo tampoco, y Rusia, que sí lo había ratificado en el 2000, lo abandonó el año pasado ante la evidencia de que Estados Unidos no lo ratificará y nunca entrará en vigor. Y el Tratado sobre prohibición de armas nucleares, TPAN, aunque está en vigor desde 2021, es apenas un deseo. Solo queda el START III (limita a 1.550 ojivas el arsenal de cada país y a 800 lanzaderas de misiles, y establece controles mutuos), que expira en febrero de 2026. Ante las dificultades que encontraban los expertos rusos en territorio estadounidense para realizar las inspecciones y la tensión extrema por la expansión de la OTAN y la guerra de Ucrania, Rusia suspendió su participación en 2023, aunque no lo ha abandonado. Por su parte, Pekín decidió suspender las conversaciones con Washington sobre control de armamento y sobre la no proliferación nuclear, a causa de la agresiva venta de armas que realiza Estados Unidos a Taiwán: el asunto es una línea roja para China. En los últimos cinco años solo ha habido un encuentro sobre esos asuntos entre Pekín y Washington.
La militarizacion y el despliegue de armamento en el espacio es un serio riesgo añadido. El Tratado sobre el espacio exterior, en vigor, prohíbe desplegar armas nucleares en el cosmos, pero los vacíos legales están siendo aprovechado por el Pentágono para desarrollar armamento antisatélites más sofisticado que los actuales ASAT, que solo cuatro países poseen. Este mismo año, Estados Unidos filtró a medios de comunicación que China estaba planeando ataques espaciales, basándose en información y documentos confusos.
La quiebra ecológica se aborda de diferente forma por Occidente y China. La mayoría de las emisiones proceden de la industria, de centrales eléctricas y del transporte, automóviles y camiones, aunque también emanan de la combustión de petróleo y carbón, y de incendios. Estados Unidos y la Unión Europea limitan la adopción de las medidas adoptadas en el Acuerdo de París para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y el aumento de la temperatura global, pese a que Biden se reincorporó al acuerdo tras la salida impuesta por Trump. Por el contrario, China impulsa con decisión las energías renovables y trabaja para conseguir la neutralidad climática y un balance neto de cero emisiones en 2050: la generación de energía solar y eólica ya ha superado a la derivada del carbón, y casi el 90 % de la inversión que hace China en energía se dirige a las de procedencia no fósil. Los vehículos eléctricos suponen ya la mitad del total. 2023 fue el año en que las emisiones de China alcanzaron el pico máximo: Pekín se comprometió en el Acuerdo de París a que sus emisiones tocarían techo antes de 2030, fecha en que todos los países deberían haber triplicado la capacidad renovable mundial para que disminuyan las emisiones de CO2.
La escasez de recursos en un planeta limitado, combinado con el aumento de la población, exige cambiar el paradigma, porque la nueva economía aplicará la Inteligencia Artificial y la informática cuántica. Pero insistir en la crisis ecológica no debe hacerse olvidando la lucha de clases como han hecho los partidos verdes que se han entregado a la lógica del capitalismo, y combatir el desastre ecológico no debe hacerse imponiendo más sacrificios a los trabajadores y los países pobres. Enfrentamos esa situación con la izquierda dividida, imaginando iniciativas locales que, aunque valiosas, no pueden desafiar el poder de las grandes compañías multinacionales. Por eso, en ese terreno, es tan importante la nueva ruta de la seda, con su énfasis en el desarrollo ventajoso para todos los países y en unos criterios conservacionistas y ecológicos que sostengan la vida en el planeta y que necesariamente deberá poner límites al crecimiento, con la renuncia al consumismo absurdo, al despilfarro, en línea con lo que hace tantas décadas reclamaba Enrico Berlinguer en su discurso romano de 1977 sobre la austeridad. En ese marco, conviven contradicciones que dificultan la acción de la izquierda: campesinos que protestan ante la limitación de los abonos químicos tóxicos, trabajadores de servicios que rechazan los aumentos de precios de los combustibles fósiles, grandes sectores de la población trabajadora occidental que consume y renueva constantemente ropa barata y ecológicamente destructora. Entre otras. Pero una conclusión se impone: las emisiones tóxicas, la degradación de suelos, la falta de agua, la contaminación de ecosistemas, exige, guste o no la población, nuevas formas de vida o la carrera desbocada hacia el desastre que impulsa el capitalismo.
Combatir la quiebra ecológica debe estar ligado a la renovación de un proyecto socialista para el mundo, que no puede hacerse desde las posiciones de una izquierda que, en Europa y América, ha perdido buena parte de su contenido liberador, y que apuesta por proyectos que, aunque moderamente progresistas, no son en modo alguno una alternativa al capitalismo: ahí está la Italia de Elly Schlein y los proyectos de Scholz y Starmer, y la izquierda escandinava reconvertida al liberalismo, el México de López Obrador y Sheinbaum, la Argentina del peronismo y los Kirchner, el Chile de Boric y otros, o los náufragos que huyen de la militancia comunista para configurar confusos partidos y coaliciones que, con mucha frecuencia, se convierten en compañeros de la acción depredadora de Estados Unidos y la OTAN. Y no hay duda de que en esa urgente renovación de un proyecto socialista para el mundo, China tiene mucho que decir. El impulso estratégico que supone la nueva ruta de la seda es fundamental, pero no es suficiente: el reto es conseguir el fortalecimiento de la izquierda comunista, conseguir que la población occidental acepte unas formas de vida más austeras y sus gobiernos inicien una dinámica de respeto y colaboración con los países menos desarrollados para terminar con la pobreza y el subdesarrollo en el mundo y asegurar el equilibrio ecológico. Es demasiado para nuestras fuerzas, sí, pero no hay otro camino.
Mientras Asia emerge como el continente del futuro, África (aunque ha mejorado en algunas áreas gracias a los proyectos y la colaboración china) debe todavía romper la soledad, con parte de su juventud huyendo hacia Europa; con el cambio climático originando más pobreza, y con más de veinte conflictos y guerras locales enquistados en Somalia, Libia, Mali, Sudán y Sudán del Sur, Chad, Etiopía, la República Democrática del Congo, Mozambique, mientras doce millones de jóvenes alcanzan cada año la edad para trabajar (el «ingreso en el mercado del trabajo» que formulan los liberales) sin que buena parte de ellos consiga ocupación. África cultiva productos dirigidos a la exportación y compra cereales en Estados Unidos y Europa, cuando el objetivo principal debería ser conseguir una alimentación suficiente y segura para toda su población. Y el servicio de la deuda que padece es una hipoteca gigantesca para su futuro. Hay signos de cambio en el Sahel, donde algunas voces hablan otra vez de la revolución panafricana, pero también problemas crecientes en Sudáfrica, las guerras sudanesas y congoleñas, la frágil situación en Nigeria, la guerra etíope, la dictadura egipcia, el desastre libio, el yihadismo en el Sahel.
También América Latina debe romper la condena de la pobreza y alcanzar un futuro distinto que nunca acaba de llegar, con proyectos progresistas muy moderados que no pueden quebrar la dependencia de Estados Unidos, y quienes escapan a esa cadena, como Cuba y Venezuela, pese a las conquistas conseguidas no consiguen encauzar el desarrollo, a causa del acoso estadounidense, el bloqueo y las sanciones, pero también de errores propios. En América Latina, junto a los proyectos chinos en ejecución, Estados Unidos está redoblando su actividad para sabotear acuerdos de colaboración. La general Laura Richardson, jefa del Comando Sur estadounidense que tiene jurisdicción sobre América Latina, recordaba recientemente que China ha suscrito acuerdos con veintiún países del continente, que está aumentando su influencia, e insinuó que en realidad el gobierno chino tiene objetivos militares. En la reciente Conferencia de Seguridad de Miami, Richardson denunció también que los puertos contruidos por China pueden ser utilizados para usos militares y concluyó haciendo un llamamiento a las empresas estadounidenses para «desplazar a los chinos» y ocupar su lugar: «Tenemos que salir al terreno a competir por estos contratos». Richardson alertó sobre la influencia china y denunció que la construcción de puertos que lleva a cabo Pekín tiene el propósito de apoderarse de los recursos naturales de América Latina, en detrimento de los intereses de la población. Es conmovedor que una militar estadounidense se preocupe por las condiciones de vida de los habitantes del siempre despreciado patio trasero de Estados Unidos y que denuncie que América Latina no se está beneficiando de sus recursos naturales, como si Washington no tuviese nada que ver en ello.
¿Cuál era el proyecto estadounidense al inicio del siglo XXI? Culminar la fragmentación de la Unión Soviética, consolidando la división de sus quince repúblicas; y después, trabajar por la partición de Rusia, objetivo que no ha abandonado. Sería la pax americana, el dominio incontestable y global, pero no previó el rápido fortalecimiento de China, y en esa carrera hacia la dominación mundial, dos fracasos han sido cruciales: primero, la entrada de China en la OMC, en 2001, grave error de cálculo de Estados Unidos, porque su pretensión era la de apoderarse del gigantesco mercado chino, hoy de 1.450 millones de habitantes, que ha naufragado y se ha saldado con la poderosa emergencia de China: bastará para ilustrarlo recordar que, en el sector de los astilleros, China representaba en ese año 2001, el 8 %; hoy, es de más del 50 %. Segundo fracaso: el naufragio del Proyecto de nuevo siglo americano (Bush, Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, etc), hundido en las guerras de Oriente Medio, aunque haya destruido países enteros y causado centenares de miles de muertos.
El poder estadounidense se apoya en tres soportes: el dólar, su red de bases militares (más la OTAN) y el dominio de los medios de comunicación y la industria cultural, además de su potencia económica y su control de instituciones internacionales. Pero sin el recurso a las máquinas de imprimir moneda, su economía estaría quebrada hoy, soporta sus debilidades gracias al dólar-chatarra con que inunda el mundo: solamente en 2020, con el inicio de la pandemia, Estados Unidos «inyectó» tres billones de dólares en su economía, es decir, los creó de la nada, y la deuda estadounidense alcanza hoy los 35 billones de dólares; cuando veinte años atrás no llegaba a los 8 billones. De manera que el gigantesco presupuesto en armamento, su red de bases militares en el mundo, junto a la sumisión de sus aliados y el control de la información, explican el poder estadounidense, basado en montañas de dólares-chatarra. Pero su poder sigue siendo indudable.
¿Puede detenerse la cooperación internacional, equilibrada y justa, que representa la nueva ruta de la seda? Es una inquietante hipótesis, porque a la actividad y las propuestas económicas se vinculan intereses políticos y geoestratégicos. Ahora, los riesgos son muchos: a la guerra comercial decretada por Estados Unidos y la Unión Europea contra China, que se agudizará, se añaden los conflictos locales y, en Europa, la expansión de la OTAN, que ha protagonizado cinco oleadas de ampliación hasta las mismas fronteras rusas, rompiendo los acuerdos y las seguridades que dieron a Moscú. El acoso a Rusia puede derivar en una guerra global, y para agravar la situación, Estados Unidos trabaja en el desarrollo de una suerte de OTAN asiática, aunque la actual ya ha ampliado su radio de acción, quebrando sus documentos fundacionales.
La guerra de Ucrania y la implicación de Estados Unidos y la Unión Europea (en Europa, con la complicidad socialdemócrata y verde), contempla varios escenarios además de los frentes de combate, como se vio en la voladura por Washington del gasoducto Nord Stream, y es la apuesta de Estados Unidos y la Unión Europea por una segunda partición: 1, la Unión Soviética. 2, la Rusia actual. Y el plan de paz de Trump, revelado por Mike Pompeo y David Urban en julio en el Wall Street Journal, es similar a lo que ha planeado el gobierno Biden: una completa retirada de Rusia, incluso de Crimea, y la entrada de Ucrania en la OTAN y la Unión Europea, con el coste de la reconstrucción a cargo de los fondos rusos intervenidos. A ello se añade la intervención en el Cáucaso, donde Washington ha captado al armenio Pashinián y trabaja para derrocar al gobierno del Sueño Georgiano de Irakli Kobajidze en Tiflis; y en Asia central, donde los hombres de Washington son muy activos en el Uzbekistán del converso Mirziyoyev y en el Kazajistán de otro converso, Tokáev. Además de la presión en oriente: en julio pasado, Moscú calificó de provocación las maniobras militares Escudo de Oriente, de Estados Unidos y Japón en zonas de Hokkaido cerca de las costas rusas.
Estados Unidos está impulsando el rearme, con Alemania y Japón como aplicados seguidores, y ha suscrito acuerdo militares con Taiwán y Filipinas. El gobierno de Marcos ha aceptado el despliegue del sistema de misiles de alcance intermedio que el Pentágono está preparando, y ha establecido en el norte del país el sistema Typhon que dispara misiles Tomahawk. Washington arma a Taiwán, sabiendo que es una línea roja para China, envenena la situación en el Mar de China meridional, azuzando a algunos países de la ASEAN, como Filipinas, Tailandia y Singapur, e incluso quiere hacerlo con el Vietnam socialista para enconar las disputas. En Tailandia, la corrupta monarquía y los militares controlan el país, gobernado ahora por una nueva primera ministra del clan Shinawatra. Indonesia, con sus miles de islas en la ruta comercial más importante del mundo, culmina ahora la década de Widodo, y pasará a estar dirigida por el general Prabowo Subianto (formado en Estados Unidos y yerno de Suharto, además de asesino confeso, que dirigió las matanzas en Timor y Papúa): un partidario de continuar la alianza con Washington sin renunciar a inversiones y contratos con China.
La política exterior de la India preocupa en China. Modi intenta un complicado equilibrio entre Washington y Pekín, sin renunciar a la participación en organismos como el BRICS+ y la Organización de Cooperación de Shanghái y la captación de inversiones chinas, pese a las diferencias por Aksai Chin y Arunachal Pradesh. El gobierno chino ha firmado acuerdos de cooperación militar con Nepal en 2024, cuyo primer ministro era el comunista Prachanda (sustituido en julio pasado por el también comunista K. P. Oli), con Sri Lanka y con Maldivas, cuyo presidente, Mohamed Muizzu, es considerado prochino por Washington. Las Maldivas son un pequeño archipiélago que se extiende a lo largo de casi mil kilómetros, de gran importancia estratégica en las rutas marítimas del océano Índico; el presidente Muizzu ordenó la salida de las tropas indias establecidas en el país, y ha suscrito un acuerdo militar con Pekín.
Corea del Sur, donde Washington tiene 28.500 militares acuartelados y donde sus submarinos nucleares fondean en Busan, recibió la visita de Stoltenberg, vinculada al despliegue y coordinación militar estadounidense en Asia oriental. El Pentágono y el ejército surcoreano realizan agresivos ejercicios militares anuales cerca de los límites de Corea del Norte, para mantener un foco de tensión que distrae y dificulta la política china en Oriente. Y hay que recordar que en 2023, Lloyd Austin, el secretario de Defensa estadounidense, declaró que su país está dispuesto a utilizar armas nucleares para «defender» a Corea del Sur.
Japón es otro escollo. En julio pasado, el gobierno de Fumio Kishida, ahora dimisionario, presentó el nuevo Libro Blanco de la Defensa, el informe anual del Ministerio de Defensa japonés donde se apuesta por seguir reforzando la cooperación con la OTAN y la alianza con Estados Unidos, que constituye la base de la defensa nacional, y se destaca que Japón no cree que Rusia «haya perdido poder militar» en Ucrania y que, pese a las sanciones, es capaz de llevar a cabo operaciones militares durante mucho tiempo, y sostiene que una situación similar a la guerra de Ucrania puede darse en la región Indo-Pacífico, donde el equilibrio militar entre China y Taiwán sigue inclinándose hacia Pekín. Constata también la capacidad de Corea del Norte para lanzar un ataque nuclear. El informe japonés califica a China como «el mayor desafío estratégico» y alerta sobre la acelerada modernización del ejército chino: considera cruciales los próximos diez años para determinar el resultado de la competencia mundial entre Estados Unidos y China. Japón y la India conforman, con Estados Unidos y Australia, el llamado QUAD, Diálogo de Seguridad Cuadrilateral, un organismo cliente de Washington para la contención de China. Estados Unidos ha impulsado también el AUKUS con Australia y Gran Bretaña, una inquietante alianza militar creada en 2021 cuyas primeras decisiones fueron dotar de submarinos de propulsión nuclear a Australia para el patrullaje en el Pacífico y el acoso a China.
El mundo cambia aceleradamente. Según el Banco Mundial, en PPA, el PIB de Rusia ha superado a Japón y Alemania, pasando a ser la cuarta economía mundial tras China, Estados Unidos y la India, y Brasil e Indonesia han superado a Francia y Gran Bretaña, pasando a ser la séptima y octava economías del mundo. En ese complejo y cambiante escenario, la nueva ruta de la seda china es un modelo de cooperación, de trabajo conjunto para desarrollar el planeta que no busca imponer esquemas, ni recurrir al expolio de otros como hace siempre Occidente. La enloquecida inercia del capitalismo debe detenerse, pero China, pese a la creciente importancia de su economía y de su influencia política en el mundo, no puede hacerlo sola ni combatir en solitario el riesgo de guerra ni el desastre ecológico, y debe tener en cuenta, necesariamente, la acción destructiva de la economía capitalista: ello implica años de adaptación a esa realidad.
Cuatro conflictos pueden derivar en una guerra generalizada: la contienda ucraniana, el polvorín de Oriente Medio bajo el genocidio palestino y las provocaciones israelíes a Irán; Taiwán y el Mar de China meridional, y la península de Corea. Washington, que prefiere ignorar la insatisfacción de otros países, se negó a negociar la propuesta de seguridad de Putin en 2021, y está volcando sus fuerzas hacia el Pacífico para aumentar el acoso a China. La situación en Europa es muy preocupante. Estados Unidos ha hecho ya pruebas con el sistema de misiles hipersónicos de largo alcance, Dark Eagle, que desplegará en Alemania en 2026, y pueden llegar hasta tres mil kilómetros a una velocidad de 21.000 km/h. A finales de julio pasado, la OTAN anunció que se habían desplegado en Rumania bombarderos nucleares estadounidenses B-52, en una evidente amenaza a Rusia. Y Estados Unidos, además de desentenderse de los acuerdos de desarme, ha abandonado el concepto MAD, o Destrucción Mutua Asegurada, y trabaja para desarrollar con éxito la teoría del «primer ataque». En ese marco, la alianza estratégica de Pekín y Moscú está ligada también al hecho de que China posee un arsenal nuclear mucho menor que el estadounidense y Rusia es una salvaguarda. Según la estadounidense NTI (Nuclear Threat Initiative, Iniciativa contra la amenaza nuclear, creada por Ted Turner y donde asesora Warren Buffett) China posee unas 500 cabezas y 350 misiles balísticos intercontinentales; Rusia, 5.580 ojivas nucleares de las que 1.822 están desplegadas; y Estados Unidos 3.708 ojivas, de las que 1.770 están desplegadas, junto a cien bombas nucleares más ubicadas en cinco países de la OTAN. El plan estratégico nuclear secreto de Biden, revelado por el New York Times en agosto, se centra en China: el Pentágono cree que Pekín dispondrá de 1.000 ojivas nucleares en 2030 y de 1.500 en 2035.
China está reforzando su ejército: es consciente del poder estadounidense y de su inclinación a la guerra. Los modernos misiles chinos pueden alcanzar hoy los portaaviones estadounidenses y sus bases militares en Japón, Corea y Guam, aunque Estados Unidos cuenta en la región con la ventaja de sus submarinos de propulsión nuclear, que pueden permanecer bajo el agua durante meses. Para equilibrar las fuerzas, China construye submarinos semejantes con la ayuda de Rusia, lo que ha hecho lanzar la señal de alarma al almirante Samuel Paparo, que en mayo de 2024 fue nombrado jefe del Comando Indo-Pacífico de Estados Unidos. Paparo había supervisado anteriormente las operaciones militares en Afganistán, Iraq y Siria. Y la Escuela Naval de Guerra estadounidense (US Navy War College) alerta también sobre la flota china de nueva generación que está construyendo Pekín.
La complejidad de los distintos focos internacionales de crisis no puede obviar una simple constatación: el rearme, la militarización del espacio, la voladura de los acuerdos de desarme nuclear, el inicio de nuevas guerras locales para conquistar espacios de influencia, pueden conducir a una guerra global que, inevitablemente, sería atómica. Tanto China como Rusia apuestan sinceramente por la paz, y sus propuestas dan fe de ello, pese a la manipulación y las mentiras que sirve la propaganda occidental.
Jeffrey Sachs (en otro tiempo uno de los impulsores de la terapia de choque en la Unión Soviética para implantar el capitalismo, que con Yeltsin causó tantos millones de muertos) reconoce hoy la agresiva política exterior de su país, y considera el conflicto de Europa oriental no como una contienda entre Rusia y Ucrania, sino una guerra abierta entre Estados Unidos y Rusia. Esa evidencia trae otra de más envergadura: Estados Unidos se encuentra ante una dilema existencial: seguir el camino hacia una guerra global o aceptar un equilibrio justo entre los intereses de todas las grandes potencias y del resto del planeta. Sin embargo, si no se abre una crisis interna en el país (a semejanza de la que abrieron las reformas de Gorbachov en la Unión Soviética) o si la crítica situación de la deuda estadounidense y del dólar no desatan una hecatombe financiera que fuerce a la Casa Blanca a recortes extraordinarios en sus fuerzas armadas, es muy dudoso que Washington (el Pentágono, Departamento de Estado, Wall Street, Silicon Valley, Langley) renuncie amablemente a la hegemonía mundial. Y eso nos deja ante los pies de los caballos, porque no podemos esperar que los generales del Pentágono emulen a los contrarrevolucionarios de aquella ingenua película china de los años de Mao que, derrotados, gritaban: «Huyamos como ratas, que nos persigue el glorioso Ejército Popular».
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