Make America Great Again es la consigna central del proyecto de Donald Trump. Hacer a Estados Unidos nuevamente grande es una idea-fuerza que, más allá de su viabilidad, logró motivar a los electores estadounidenses frente a la promesa de obtener mejores condiciones de vida, y fue capaz de cohesionar a los nacionalistas de aquel país (los llamados patriotas) en torno al objetivo compartido de recuperar su fortaleza económica.
Para tener una mayor probabilidad de llevar adelante su proyecto, Trump se vio obligado a hacer acuerdos con sectores alejados de su círculo electoral cercano, que no necesariamente comparten su programa político y su matriz ideológica. Y lo hizo porque tiene muy claro que vulnerar los intereses de los neoconservadores demócratas al interior del Deep State, y acotar la influencia y el poder de al menos un segmento del hegemón político-financiero globalista, solo puede ser factible mediante la división y la suma. En este sentido, la alianza más evidente del presidente se selló con las cabezas de varias de las más importantes empresas tecnológicas (Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Suckerberg, Sundar Pichai y Shou Zi Chew), quienes estuvieron presentes en su toma de protesta.
Pero no es suficiente un pacto con ellos. Por encima de los líderes de empresas como Tesla, Amazon, Facebook, Google o TikTok, que aparecen a diario en los medios y en las redes sociales como si se tratase de famosas estrellas del espectáculo, se encuentran grandes fondos de inversión. Entre los más destacados están BlackRock, Vanguard y State Street, cuyos directores ejecutivos (Larry Fink, Salim Ramji y Ronald O’Hanley) son percibidos por analistas financieros y geopolíticos como grandes poderes en la sombra, pues participan como accionistas en la mayoría de las grandes corporaciones y controlan casi una quinta parte de la economía mundial. A estos personajes Trump deberá hacerles jugosas concesiones para mantenerlos apaciguados.
En la cúspide de la pirámide, en una hermética clandestinidad, se encuentra el núcleo duro del hegemón1, integrado por magnates con una evidente aversión a los reflectores, que son quienes toman las decisiones estratégicas y ocupan el espacio más elevado del poder. Con algunos de ellos tendrá que negociar Trump los términos del nuevo reparto del pastel que reclaman los nacionalistas, una corriente emergente a escala global que no solo domina en Estados Unidos. Distintos tipos de poderosos soberanismos gobiernan en Rusia, China, India, Irán, Turquía, México o Brasil, y en Europa también emergen sólidas corrientes sociales y políticas nacionales que reivindican una posición más ventajosa en la distribución de los beneficios económicos, como sucede en Hungría, Eslovaquia, Italia, Francia, Alemania, Serbia, Rumania y otros países.
El monumental nivel de gasto gubernamental ha sido insuficiente para detener el hundimiento de la economía de Estados Unidos. En todo caso lo ha precipitado, pues tan indiscriminado dispendio disparó el endeudamiento para cubrir el creciente déficit público, que llegó a 1.8 billones de dólares en 2024 (trillions, en terminología estadounidense), y el déficit comercial que se acercó al billón de dólares ese mismo año. Como resultado de tan perverso círculo la deuda pública de EEUU llegó a casi 37 billones de dólares, por la cual debe pagar más de un billón de dólares de intereses anualmente, una suma similar al gasto anual en defensa.
Donald Trump está intentando, por todos los medios a su alcance, mejorar la posición de unas finanzas nacionales en estado de quiebra virtual. Sin embargo, la obsesión por amortiguar el desfallecimiento económico de Estados Unidos y por frenar el debilitamiento internacional del dólar, podría resultar ser un esfuerzo casi tan estéril como intentar detener la llegada del invierno.
Muchas de las acciones decididas por Trump durante las primeras semanas de su mandato, forman parte de este obsesivo afán por equilibrar las cuentas: a) aplicar discrecionalmente aranceles como principal medida recaudatoria, b) presionar a Arabia Saudita, Irán y la OPEP en su conjunto para reducir la producción y el precio del petróleo, c) obligar a Ucrania a pagar por la ayuda militar recibida, d) desarticular la OTAN y reducir el gasto militar estadounidense en el llamado viejo continente, e) orillar a Europa a pagar por su propia seguridad y, con el gasto gubernamental incrementado en la mayoría de los países que la integran, inducir la compra de armamento y equipo militar fabricado en EEUU, f) propiciar el desarme nuclear de Estados Unidos y Rusia, g) poner en la mira los recursos de Groenlandia, Alaska, el Ártico, Sudamérica y la Antártida, h) controlar todos los fondos ilegales generados por el crimen organizado en México, i) reducir drásticamente el tamaño de la estructura administrativa del gobierno, y j) ahorrar recursos públicos mediante el control de la desenfrenada corrupción que corroe a las instituciones del Estado.
Otro de los ejes de la estrategia del presidente Trump es devaluar el dólar para atraer inversiones directas hacia EEUU. Piensa que la nación estadounidense debe volver a ser una gran potencia productiva, es decir, que en su territorio (y no en el de otras naciones) se produzcan los bienes y los servicios que se venden dentro y fuera de sus fronteras. Esto es así porque en 1980 Estados Unidos producía el 26 por ciento de las manufacturas a escala global, mientras que China apenas fabricaba el 3 por ciento, y, en la actualidad, China produce el 30 por ciento del valor total manufacturero en el mundo y Estados Unidos sólo alcanza el 15 por ciento. Tal vez lo más humillante para los estadounidenses patriotas es la abrumadora superioridad tecnológica de China: de acuerdo con un estudio exhaustivo de 20 años de duración realizado en 2024 por el Instituto Australiano de Política Estratégica (ASPI), China domina en 57 de 64 tecnologías críticas, mientras que Estados Unidos solo lo hace en 7 (en el año 2007, la relación era de 3 contra 60).
El dólar barato ayudaría también —según Trump— a compensar la reducción del gasto de defensa al incrementar la competitividad del complejo militar-industrial, y por eso intenta obligar a los países de Europa a incrementar su gasto de defensa desde el 1 o 2% hasta el 5% de su PIB. En ese tenor, Friedrich Merz, el nuevo canciller germano y ex representante de BlackRock en Alemania, está comprometido con un descomunal nuevo endeudamiento nacional por un monto cercano al billón de dólares, la mitad del cual se destinaría a gasto militar. Y es que Alemania es clave para la estrategia de Trump, como lo fue para la de Biden, quien no dudó en volar los gasoductos que llevaban gas barato de Rusia hacia el país teutón. La guarra desatada por Estados Unidos y la OTAN en Ucrania, no solo tenía el propósito de debilitar y eventualmente destruir el gobierno de Vladimir Putin, sino también de acabar con el liderazgo económico e industrial de Alemania y forzar a esa nación a trasladar una parte importante de su estructura productiva hacia territorio estadounidense.
Trump prometió durante su campaña electoral terminar la guerra en Ucrania, y en las primeras semanas de su gobierno ha transitado en esa dirección. El giro geoestratégico es de tal magnitud, que el antiguo orden surgido de la segunda posguerra está derrumbándose a una velocidad inusitada. En forma inverosímil, Europa —aunque dividida— ha asumido una posición en contra de terminar el conflicto en Ucrania como pretende la Casa Blanca. Con el auspicio del hegemón financiero, el presidente de Francia y el primer ministro de Gran Bretaña ambicionan erigirse como los líderes de la rebelión europea para hacer frente a EEUU, pero Alemania, Italia, España y otras naciones han tomado distancia de ellos, en particular ante la descabellada idea franco-británica de enviar tropas europeas a territorio ucraniano o de construir un paraguas nuclear para Europa con las 290 bombas atómicas que posee Francia. Los señores del dinero, los titiriteros detrás de Starmer y Macron, no parecen estar al tanto de que, por sí sola, Rusia derrotó militarmente a la OTAN en su conjunto y cuenta con el arsenal nuclear y no nuclear2 más temible del planeta.
Casi todas las señales muestran que el mundo se mueve aceleradamente desde el caduco sistema unipolar hacia un nuevo sistema multipolar liderado, en principio, por Rusia, China y el propio Estados Unidos. Parece claro que, si Europa no se adapta con prontitud al nuevo orden mundial en formación, la ruptura de la unión podría precipitarse con consecuencias desastrosas para su economía, cercana a los 20 billones de dólares, y, por supuesto, para sus 450 millones de habitantes.
Sin conocer aún cuáles serán sus características distintivas, el nacimiento del mundo multipolar parece inevitable, y es por esa razón que el presidente Trump intenta sumarse a una tendencia que, para su desgracia, se ha venido desarrollando hace varios años alrededor de los BRICS. Le resultará muy complicado mantener la supremacía del dólar en el mundo, si se considera que uno de los ejes de su estrategia es justamente la devaluación de su moneda y que decenas de países de la órbita BRICS privilegian ya sus intercambios comerciales al margen de la divisa estadounidense. Se antoja sumamente difícil que un dólar barato y un esquema extendido de aplicación de aranceles (aún con todos los ahorros y las reducciones en los gastos), consiga atraer las multimillonarias inversiones que Estados Unidos requiere para modernizar y ampliar su infraestructura productiva, renovar y multiplicar su planta manufacturera, y competir con China en los sectores tecnológicamente críticos y con Rusia en la industria militar.
A modo de ejemplo, baste con recordar los problemas a los que ha tenido que hacer frente la inversión de la empresa estatal Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC), a pesar de tratarse de un proyecto estratégico del gobierno estadounidense que fue impulsado directamente por el presidente Biden mediante la Ley Chips y Ciencia de 2022. La suma de 40 mil millones de dólares anunciados sería la más grande inversión extranjera directa de la historia en el estado de Arizona y supondría un paso clave para reducir la dependencia de Estados Unidos en relación con los semiconductores fabricados en Asia. El enorme capital político invertido en el proyecto no ha bastado, pues tiene frente a sí desafíos tales como los retrasos y los costos crecientes, la dramática escasez de mano de obra especializada, así como las quejas por diferencias salariales y sobrecarga de trabajo de los ingenieros llevados desde Taiwán.
De la misma manera, el deseo de Trump de trasladar segmentos del aparato productivo desde México hacia territorio estadounidense, sin duda encontrará grandes obstáculos en el camino. Si, por ejemplo, la empresa Honda se mudara de México a Texas, obligada por un arancel que encarece en un 25% sus automóviles en EEUU, el proceso podría tardar varios años en materializarse debido a su complejidad. En ese lapso, muchos consumidores al otro lado de la frontera dejarían de comprar sus automóviles porque no podrán pagar los miles de dólares que en promedio aumentaría el precio por unidad. Después de los 3 o 4 años que demore el traslado de las fábricas, Honda enfrentará en Estados Unidos costos más altos de mano de obra (salarios entre 5 y 10 veces superiores), así como regulaciones más estrictas en materia ambiental, laboral y de uso de suelo, entre otras. No es descabellado anticipar que, debido al aumento en sus costos, le será muy difícil ya reducir el precio de sus automóviles, originalmente incrementado por los aranceles. Su cuota de mercado así estrechada tendrá un impacto directo muy significativo sobre la rentabilidad de sus inversiones.
En suma, con su estrategia para intentar hacer nuevamente grande a Estados Unidos, Trump tal vez consiga ganar un poco de tiempo y amortiguar en algo la caída, pero es poco probable que logre evitar el colapso de la supremacía de Estados Unidos en el mundo y el tránsito hacia un nuevo orden multipolar.
Notas:
1 Ver Alberto Carral, Electoralia La revista, Número 3, enero-febrero de 2025, pp 20-25
2 Como el sistema móvil de misiles no balísticos con capacidad hipersónica Oreshnik.
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