Son días de luto, debates, tramas ocultas, proyecciones de voto y espera. En plena campaña electoral vaticana, a Trump, payaso imperial, se le escapó finalmente algo serio: “Me gustaría ser papa. Esa sería mi opción número uno. Creo que sería un gran papa. Nadie lo haría mejor que yo”. No contento con ello, subió una foto suya a la red vestido de papa. La idea, sin embargo, no es original: corría el año 63 a.C. cuando Julio César se endeudó hasta las cejas para que le votaran como pontifex maximus. Lo deseaba a muerte no porque creyera en los dioses romanos, sino porque sabía lo útil que es, a la hora de gobernar, monopolizar el mayor terror de las masas, o sea, el miedo a los invisibles, caprichosos y fulminantes dioses.
“El lobo pierde el pelo, pero no el vicio”, dice un refrán italiano. El matrimonio entre religión y política siempre ha resultado sumamente tentador. Para Maquiavelo, los principados eclesiásticos serían, digamos, el gran chollo, pues “mantienen a sus príncipes en el poder sea cual fuere el modo en que éstos procedan y vivan” y son “los únicos seguros y felices” (El Príncipe, XI). ¿Por qué le gustaría ser papa a Trump? El historiador Alberto Melloni razona severo sobre el animoso interés por la religión católica que viene del otro lado del charco: “Hoy a la derecha le falta un conglomerante, que naturalmente no puede ser nostálgico o totalitario, de ahí ese interés por el conglomerante religioso. En Estados Unidos, Trump se ha apoyado en el protestantismo evangélico. En cambio, Vance ofrece al movimiento Maga otra perspectiva: el catolicismo universal”. Según Melloni, el vicepresidente Vance apuesta ciegamente por la opción neocarolingia: el emperador corona al papa, el papa corona al emperador. La falta de finezza de los dos líderes estadounidenses actuales no debe hacernos pensar que los EE.UU sean el único actor que presiona para que el resultado electoral le resulte favorable. Dicen que Macron, mientras empuja en favor del cardenal francés Aveline, podría ver con buenos ojos también al cardenal Zuppi dada su buena relación con la Comunidad de San Egidio. En Italia, la oposición se bate también por Zuppi, mientras que desde el gobierno se afanan discretamente para que no sea él el nuevo papa, al ser su agenda demasiado parecida a la de Francisco, esto es, demasiado “política” en la cuestión migratoria, ecológica y de justicia social. El cardenal ultraconservador Peter Erdö es el candidato de Viktor Orbán. El obispo Dolan, el de Trump. Y hasta Putin mete cucharada en el salseo electoral publicando un diálogo con el patriarca Kirill en el que éste afirma: “Cuando realmente lo presionaron [a Francisco], perdónenme la palabra grosera, solo dijo una breve frase: ‘No me pongan en contra de Kirill’”.
Mientras todas estas coerciones suceden ad extra, ¿qué ocurre ad intra? Si la Iglesia parecía dividida durante el papado de Francisco, imaginémonos ahora que los conservadores se han quitado los tapujos. Esa fractura se produce en dos puntos: uno ostensible e inmediato: el legado de Francisco; el otro más hondo y trascendental: la transmisión de la fe. Nada menos. Respecto al primero, digamos que la herencia del papa fallecido, al ser el primer tema que ha de abordar todo cónclave, se convierte en el mensaje señero de la campaña electoral. ¿Qué ha dejado Francisco? Para la corriente conservadora, una Iglesia rota, caótica y desorientada cuya unidad hay que reconstruir. La unidad es, sin duda, su idea clave. En cambio, los progresistas defienden que Francisco ha legado una Iglesia más democrática, diversa, abierta y moderna, cuyo concepto clave sería la sinodalidad. El cardenal Czerny, jesuita bergogliano, advierte del cepo que ocultan esas llamadas persistentes a la unidad: “Suena muy bien, pero significa retroceso […] Si me preguntan cuál es el camino equivocado para el cónclave, diría que la idea de que la unidad es la prioridad”.
Abordados los mensajes electorales, veamos la dinámica de la contienda electoral. Comencemos por el ala tradicionalista, cuya campaña parece obedecer a varios objetivos: socavar la autoridad de todos los candidatos de tinte más o menos progresista, reventar la agenda bergogliana, estirar el tiempo y esconder el nombre de su verdadero candidato hasta última hora a fin de que llegue mediáticamente virgen al Cónclave.
El 12 de diciembre de 2024 Edward Pentin, vaticanista ultraconservador, anunciaba la publicación de un sitio interactivo que informaría sobre el perfil de los distintos cardenales candidatos al papado con el objetivo de que los cardenales “se conocieran mejor entre ellos”. Esa información sesgada sigue llegando a los móviles de los cardenales estos días. ¿Cuánto costó y de dónde salió ese dinero? No lo sabemos, pero sí que sabemos que ya en 2018 estadounidenses adinerados dieron 1 millón $ para crear la cuenta Red Hat Report, en la que Pentin ha sido retuiteado. Los ataques a los papables progresistas vienen, pues, de lejos, y no sólo no cesan sino que arrecian durante la campaña. Del Secretario de Estado y candidato al papado con más posibilidades, escribían ya en 2018 que era una “desgracia para la Iglesia”, que era “muy corrupto”. De Parolin se destacan sus supuestos problemas de salud. Lanzan bulos constantes: que es un “pato cojo”, que sufrió un desmayo el 30 de abril. Del cardenal “Chito” Tagle, el “Francisco asiático”, se filtró un vídeo en el que canta Imagine de John Lennon, himno ateo según se ve, y otro más en el que sale bailando una danza folklórica. Del cardenal Zuppi dijeron que un masón Gran Maestro apoyaba su candidatura a papa. Para qué seguir: dinero y activismo mediático hay más que de sobra en la campaña de los conservadores. Está por ver su eficacia.
Luego, para reventar la agenda bergogliana, el ala reaccionaria ha sacado al tablero a sus mejores piezas, los cardenales Müller, Ruini y Bagnasco, alfiles que se han prodigado en entrevistas y artículos en medios importantes. A sus 92 años Ruini, quien presidió la Conferencia Episcopal Italiana durante 16 años en los que apuntaló los papados de Wojtyla y Ratzinger, así como el régimen berlusconiano, sostiene ahora, en plena campaña, que hace falta un “papa bueno profundamente creyente” (como si el fallecido no hubiera sido ni lo uno ni lo otro); y que hay que – atención – “restituir la Iglesia a los católicos”, asegurar “la forma católica de la Iglesia” y “no conformarse con una fe problemática”. En realidad, más allá de los conflictos doctrinales (homosexualidad) o geopolíticos (Islam, China) lo que la Curia y ciertos obispos no le perdonarán jamás a Francisco son estas frases: “El Papa, los obispos y otros ministros ordenados no son los únicos evangelizadores de la Iglesia […] Esto no puede ser ignorado en la actualización de la Curia, cuya reforma, por tanto, debe prever la participación de los laicos, incluso en funciones de gobierno y responsabilidad”. (Praedicate Evangelium, 10). Más audaz y extremista que Ruini, Müller llega a evocar la amenaza de un cisma “cuando no hay claridad en la doctrina”. Al ala conservadora le interesa que la campaña sea cuanto más larga mejor, pues necesitan comprar tiempo para seguir minando la credibilidad de sus adversarios y amedrentando al rebaño con el lobo del cisma. Y todo ello mientras esconden la identidad de su auténtico candidato aireando el nombre del cardenal orbanista Erdö. Suena el nombre del arzobispo de Florencia Betori. Ahora bien, como parece muy improbable que lleguen a 89 votos para imponer su candidato, su verdadera batalla será conseguir que el nuevo papa sea lo menos bergogliano y sinodal posible. Hay que acabar con el lío creativo de Bergoglio, o dicho de otro modo, hay que recuperar el poder perdido a manos de los laicos y las mujeres que han entrado con Francisco en el gobierno de la Iglesia, que el dios dinero siga mandando y que el mundo siga pasado de rosca. Esta semana se ha producido una curiosa vuelta de tuerca: el cardenal Beniamino Stella, un diplomático de la Curia a quien Francisco confió la Prefectura de la Sagrada Congregación del Clero, habría reprochado al papa difunto durante el debate electoral interno haber creado desorden y confusión saltándose la tradición de la Iglesia de modo impositivo. El cardenal Stella es el mayor valedor de la candidatura de Pietro Parolin. Tocaría ahora, según Stella, una figura moderada y diplomática, como la del secretario de Estado, para volver a poner las cosas en su lugar. Es la primera noticia de fuego amigo en la nebulosa área bergogliana. La noticia la filtró un cardenal anónimo a la revista jesuita America y a Elisabetta Piqué, de La Nación. No será de extrañar que en la vigilia del cónclave haya aún más jugarretas internas.
¿Cómo responde el ala progresista de la Iglesia? Los bergoglianos más puros, como los cardenales jesuitas Czerny o Hollerich, tienen claro que las reformas sinodales necesitan sólo de tiempo y paciencia, que las reformas institucionales que han abierto espacio a las mujeres en el gobierno de la Iglesia no tienen marcha atrás, que la participación de los laicos ayuda tanto a los obispos como a la Curia, y que Francisco siempre mantuvo la misma consigna: “Adelante, adelante”.
El problema del ala progresista es, ay, para variar, su división. ¿El político Zuppi? ¿El joven Pizzaballa? ¿El exótico y simpático Tagle? ¿La experiencia sinodal de Grech? ¿El moderado y diplomático Parolin? Han sido todos hombres de Francisco. Pero ahora, ¿cuál? ¿Más curial o más pastoral? De los 130 cardenales que componen el cónclave, cada uno de ellos conoce en el mejor de los casos a unos sesenta, en el peor a veinte o treinta. Entonces, ¿cuáles serían los más conocidos para los cardenales periféricos? Es lógico pensar que los que ya están en la Curia. Y ahí, entre los nombres de los candidatos, destacan por número los italianos. Hay en el aire romano mucho polen. En esta nueva primavera vaticana flota desde hace tiempo una idea: toca de nuevo, después de casi 50 años, papa italiano.
En esta coyuntura mundial en la que lo religioso vuelve a imponerse como cifra para entender el mundo, hay que tratar de escapar del gancho y el morbo que produce el espectacular format televisivo del cónclave. Alberto Melloni llama la atención, en su último libro sobre la historia de los cónclaves, sobre lo que denomina como “el problema de los problemas”, es decir, la transmisión de la fe en un mundo secularizado. Algo que va más allá de la cuestión ministerial. “En enteras áreas del catolicismo el clero se extinguirá entre 2050 y 2060”, afirma Melloni, por lo que, por más que le duela al ala conservadora se necesitarán presbíteros casados y diaconas (¿por qué no obispas como en el anglicismo?). Melloni, en el colofón del libro, lanza una pregunta incómoda: quién o qué nos garantiza que en un mundo cada vez más descreído no haya, como lo hubo en el islam o en el evangelismo, un giro hacia una fe “más pura y más dura”. Robert Emmet Barron, trumpiano de pro, famoso “obispo de Internet”, parece darle la razón desde su púlpito mediático de la revista ultracatólica First Things, cuando clama: “Mientras la iglesia de Alemania, famosa por su liberalismo, se marchita en la vid, la Iglesia conservadora y orientada hacia lo sobrenatural de Nigeria está explotando en número de fieles. Y en Occidente, las partes más dinámicas de la Iglesia son, sin duda, aquellas que abrazan una ortodoxia vibrante, en lugar de las que se acomodan a la cultura secularista.”
Ante esta distopía acechante, la campaña electoral vaticana de pronto cobra aún más importancia. Acertar el caballo ganador se vuelve frívolo, los vetos cruzados importan lo que importan. Y las payasadas del papa Trump se vuelven seriamente graves. Maldita su gracia.
Gorka Larrabeiti es profesor de español residente en Roma.
Fuente: https://www.infolibre.es/opinion/plaza-publica/campana-electoral-vaticano_129_1989050.html
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