Hay temas de los que nos desentendemos. Son demasiado lejanos en el espacio como para creer que nos incumban –eso pensamos–. O están demasiado difuminados en el horizonte del tiempo como para que nos alcancen o nos fijemos en ellos –eso si nos acordamos de ellos. La cuestión colonial es sin duda uno de estos temas poco pensados y sobre todo poco aplicados cuando se trata de explicar la geopolítica actual, especialmente en lo que se refiere a dos conflictos tan distintos como la ocupación marroquí del Sáhara Occidental o el genocidio actual en Gaza. Sin embargo tienen en común lo que el pensador martiniqués Aimé Césaire llamó en sus Discursos sobre el colonialismo (1955) una «salvajización» donde se impone un modo de ver el mundo que no sólo es ciego o intolerante ante lo que es distinto, sino que, desde una supuesta superioridad, desencadena una serie de desgarros y destrucciones a todos los niveles de los que luego se desentiende.
¿Qué es lo colonial?, ¿qué es la colonización?, ¿y qué es lo colonizado? Lo colonial alude inicialmente al verbo latino colere, que significa cultivar, de ahí el término colono (el que cultiva su tierra y su lugar), que pasó a denominar al que se apropia de tierras lejanas (y que piensa desocupadas, como si sus moradores no fueran nadie) y las cultiva. También colere se empleaba para hablar del cultivo de las almas a través de las virtudes o del saber (colere uirt?tem, art?s), de ahí los derivados «cultura» y «culto» que asocian el cultivo con la civilización, pero la palabra colonización y colonial quiebran esta relación aunque se escondan tras ella. Podemos comenzar por ponernos de acuerdo con lo que la colonización no es. Como sostiene Césaire no es «ni evangelización, ni empresa filantrópica, ni voluntad de hacer retroceder las fronteras de la ignorancia, de la enfermedad o de la tiranía, ni propagación de Dios, ni difusión del Derecho». Es poder, abuso, extracción, deshumanización, muerte y negación. Lo colonizado es lo desposeído, lo tratado como inferior, lo que no tiene derechos, lo salvaje. Pero no, lo salvaje es lo colonizador que arrasa con toda cultura y civilización. No hay virtud alguna en lo colonizador. No es mejor. Cosifica a las personas, desintegra culturas, roba tierras y aniquila posibilidades.
La lógica colonial es la lógica del avasallamiento, de la muerte y de la negación de los derechos de los otros sobre su propia tierra, de la que son desposeídos al mismo tiempo que son «poseídos» por un sentimiento de inferioridad. Es la lógica de la negación de la civilización porque deshumaniza a otros pueblos y a otras culturas, a otros modos de ser, de creer, de vivir, y puede por ello acabar con ellos amparados en la creencia de que están en su derecho. La lógica colonial es otra perspectiva para entender el mal: la relacionada con los que están convencidos de que pueden ocupar, sin posibilidad de reconocimiento de la alteridad, la tierra de otros, desposeerles de su hogar y desahuciarles de la vida. Es la lógica de la escuadra y el cartabón, de los autodenominados «civilizados» de la historia, del reparto en el que no hay parte ni nada se comparte para los pueblos que cultivaron y habitaron la tierra que se disputa. De las no superadas épocas del colonialismo occidental y de la inercia de sus modos derivan muchos de los conflictos irresueltos de hoy. Los mismos a los que Occidente (Europa, Estados Unidos) trata como si fueran (¿ya?) un problema de otros. Los países atravesados por la lógica colonial, como indicó Frantz Fanon, suelen ser racistas, de modo que el lastre de esta lógica lleva el germen, a veces escondido y negado, de sociedades que consideran que hay colectivos inferiores a otros, migrantes que no tienen derecho estar en el país de acogida.
La ocupación del llamado «Sáhara español» por parte de Marruecos comenzó en 1975 tras la Marcha Verde. Esta colonia española fue considerada incluso provincia española (1958-1975). La creación del Estado de Israel sobre territorio palestino se llevó a cabo en 1948 con el precedente de la Declaración Balfour (1917), donde países occidentales –como Reino Unido con respaldo de Estados Unidos– reconocían el derecho del pueblo judío a ocupar la que fuera la Antigua Tierra de Israel. De este modo, cuando el último de los soldados británicos abandonó Palestina tras el final del mandato británico en la región, se declaró en Tel Aviv el nacimiento del nuevo Estado. De nuevo las políticas de Occidente fueron las que hicieron un reparto de la tierra independientemente de quién morara en ellas. Este conflicto no sólo no ha sido solucionado sino que ha escalado hasta la barbarie. No voy a entrar en lo polémico de estas decisiones dada la extrema complejidad que entraña, pero sí me interesa señalar cómo muchos de los conflictos actuales están directamente relacionados con la lógica colonial y con los problemas derivados de la forma en que las naciones occidentales se han desentendido de ellos. El desentendido no es aquel que no entiende, sino aquel que finge no saber lo que sucede, que dice ignorar su implicación con algo o deja de ocuparse de aquello que de alguna forma es cosa suya. Si entender requiere un dirigirse hacia dentro de algo para poder comprenderlo, como indica su raíz latina intendere, el desentender supone el movimiento contrario, el de alejarse, pero dada su implicación en el asunto, es un alejarse que al tratar de borrar sus huellas hace más difícil comprender los orígenes del conflicto, sus lógicas y, por tanto, acertar en el análisis para plantear soluciones.
Habría que recordar a la luz de esta perspectiva aquello que dijera también Césaire: «Una civilización que se muestra incapaz de resolver los problemas que su funcionamiento suscita es una civilización decadente. Una civilización que decide cerrar los ojos a sus problemas cruciales es una civilización enferma. Una civilización que escamotea sus principios es una civilización moribunda». Quizá por ello, aunque suponga un fuerte ejercicio de autocrítica, sea preciso comenzar a entender cómo en Occidente tenemos cerca, espacial y temporalmente, el daño que afecta a «los condenados de la tierra», por recordar un título de Fanon, pero no para mortificarse, sino para comenzar a dar respuesta ante lo que sucede teniendo claros los factores que intervienen y dejar de apoyar, justificar o mirar hacia otro lado ante las acciones ejecutadas por aquellas naciones que siguen funcionando con el poder colonial que siempre ha conducido al dolor, al sufrimiento y a la muerte.
Esta es la tragedia del siglo XXI: la consolidación e interiorización silenciosa de una estructura de corte fascista donde afirmar la existencia pasa por negar los derechos del otro y destruirlo. No se olvide que, como indicó Hannah Arendt, colonialismo, imperialismo y fascismo van de la mano.
Fuente: https://www.lamarea.com/2025/12/25/la-cuestion-colonial/


