Poco antes del mediodía del pasado 20 de enero, cuando el presidente Joe Biden juró su cargo, la contraseña nuclear guardada en el maletín entregado por un asistente militar a Donald Trump quedó invalidada. Estados Unidos y el mundo sobrevivieron a los cuatro años de la presidencia de Donad Trump sin que este iniciara una guerra nuclear.
Esta fue una posibilidad real a lo largo de 2017 e inicios de 2018, el primer año de Trump en el cargo, cuando Estados Unidos estuvo mucho más cerca de un conflicto nuclear con Corea del Norte de lo que la mayor parte de estadounidenses creen. Por increíble que parezca, quienes manejan la política exterior de EE.UU. contemplaban entonces ese riesgo sin alterarse y ahora parecen haberlo olvidado por completo.
La trascendencia de este asunto sobrepasa cualquier otro aspecto de la nefasta presidencia de Trump, incluyendo su respuesta a la pandemia de coronavirus. Un conflicto con Corea del Norte podría haber provocado millones de muertos, decenas de millones o incluso más. Sin embargo, el asunto recibió menos atención mediática que muchos de sus tuits.
El conocimiento de lo acontecido nos ayudará a entender que el comportamiento de Trump fue peligroso en extremo.
Corea del Norte hizo su primer ensayo satisfactorio de armamento nuclear en 2006. Cuando Trump accedió al poder en enero de 2017, el país había realizado cuatro ensayos más y los analistas estadounidenses llegaron a la conclusión de que tenía en reserva docenas de artefactos. Corea del Norte afirmaba haber producido armas nucleares suficientemente pequeñas como para equipar misiles balísticos. Efectuó nuevas pruebas con cuatro de esos misiles en marzo de ese mismo año y, para julio de 2017, había ensayado con éxito misiles balísticos intercontinentales (o ICBM, por sus siglas en inglés), capaces probablemente de alcanzar Estados Unidos.
Esto fue lo que motivó que Trump declarase el 8 de agosto, durante un acto celebrado en su club de golf de New Jersey (sin relación alguna con el caso), que “Corea del Norte haría bien en no volver a amenazar a Estados Unidos, porque se encontraría con un despliegue de fuego y furia como nunca se ha visto en el mundo”. El mes siguiente Trump volvió a realizar una afirmación semejante ante las Naciones Unidas, cuando dijo que “Estados Unidos tiene gran fuerza y paciencia, pero si se ve obligado a defenderse o a defender a sus aliados, no tendrá más opción que la total destrucción de Corea del Norte. El hombre-cohete está en una misión suicida”.
Estas declaraciones de un presidente de EE.UU. serían peligrosamente insensatas en cualquier circunstancia, pero lo eran aún más dado el historial de relaciones entre Estados Unidos y Corea del Norte. Durante la Guerra de Corea en la década de los 50, el ejército de Estados Unidos arrojó sobre aquel país más toneladas de bombas que las empleadas en el teatro de operaciones del Pacífico durante toda la Segunda Guerra Mundial. Según Curtis LeMay, comandante del Mando Aéreo Estratégico durante la guerra, Estados Unidos mató “al 20 por ciento de la población coreana, como consecuencia directa de la guerra, por hambre o por frío”.
Más recientemente, el régimen norcoreano tomó buena nota de lo que le sucedía a los líderes de otros países cuando abandonaban sus programas de armas nucleares a petición de Estados Unidos. Irak estuvo muy cerca de fabricar un artefacto nuclear en la década de los 80, pero desistió de hacerlo en los 90. Luego Estados Unidos invadió el país en 2003 y Saddam Husein fue ahorcado. Muamar el Gadafi desveló la existencia de un incipiente programa nuclear ese mismo año. En 2011, Estados Unidos contribuyó a derribar su gobierno y el dictador fue sodomizado con una bayoneta.
Hasta Dan Coats, el primer director de Inteligencia Nacional de Trump, dio en el clavo cuando afirmó en 2017 lo que eso significaba para el dictador norcoreano Kim Jong-un: “Hay una lógica que respalda sus actos y es la supervivencia, la supervivencia de su régimen, la supervivencia de su país… Desgraciadamente, la lección que hemos aprendido del hecho de que Libia abandonase su programa nuclear es esta: si tienes armas nucleares, no prescindas de ellas”.
La motivación de Estados Unidos era evidente. En realidad nunca tuvimos miedo de que el régimen norcoreano iniciara un ataque nuclear suicida contra Estados Unidos. Como afirmó un alto analista de la CIA, “la última persona que desea un conflicto es Kim Jong-un […] El no tiene ningún interés en enfrentarse a nosotros”. Nuestra preocupación, tal y como admitió el Departamento de Defensa, era que las armas nucleares “proporcionasen a Corea del Norte mayor libertad de acción para agredir o coaccionar a sus vecinos”.
En otras palabras: Corea del Norte no va a atacarnos, pero si cuenta con misiles balísticos intercontinentales capaces de alcanzar EE.UU., podría impedirnos controlar por completo la región. No es un punto de vista irracional. Si Corea del Norte desarrolla claramente dicha capacidad, tanto Corea del Sur como Japón podrían pensar que ya no pueden contar con la protección de EE.UU. y que necesitan obtener armas nucleares ellos mismos. Sin embargo, pocas personas en Estados Unidos o en el resto del planeta creen que valga la pena arriesgarse a una guerra nuclear, por lo que Estados Unidos puede seguir manteniendo a dichos países como Estados vasallos.
Sin embargo, eso es exactamente lo que hizo Trump: no se limitó a amenazar con atacar a Corea del Norte si esta alcanzaba la capacidad de atacar a Estados Unidos, sino que ordenó al Pentágono el desarrollo de nuevos planes, a pesar de la oposición manifiesta del Secretario de Defensa James Mattis al respecto. El periodista de la revista digital Slate, Fred Kaplan, explica en su libro “The Bomb” que el Estado Mayor Conjunto creó nuevos planes de guerra “en los que asumían que Estados Unidos atacaría primero”.
Por regla general, el primer paso de estos planes no consistía en una guerra sin cuartel sino en el bombardeo de las rampas de lanzamiento norcoreanas cuando se detectara el lanzamiento inminente de un misil. Pero el Pentágono pensaba que esto podría desencadenar una espiral de acontecimientos fuera de control. Kaplan escribe: “El Estado Mayor Conjunto instó al presidente a no decidir ninguna acción a menos que estuviese dispuesto a todo, incluido el uso de bombas de hidrógeno”*.
Y [el Secretario de Defensa] Mattis tenía autoridad para ordenar el bombardeo de las instalaciones de lanzamiento –es decir, para iniciar una escalada que podría llegar a la guerra nuclear– sin la aprobación del Congreso, o incluso de Trump. Aunque este hecho sea poco conocido en Estados Unidos, Mattis aprobó el lanzamiento de un misil estadounidense como advertencia tras uno de los ensayos de misiles de Corea del Norte el mes de julio, aunque fue dirigido al mar.
El mayor riesgo, sin embargo, no era que Estados Unidos iniciase una guerra a propósito, sino que la situación se descontrolara a causa de errores de cálculo por ambas partes. Jeffrey Lewis, un experto en control de armas y profesor en el Instituto Middlebury de Estudios Internacionales de Monterrey, estaba tan preocupado por el asunto que escribió una novela imaginando cómo podría suceder.
Lewis ha afirmado creer que Trump “en el fondo es un cobarde al que le encanta hacerse el duro, alguien convencido de que comportándose como un matón puede conseguir lo que quiere. Pero no es alguien que vaya a arriesgarse deliberadamente a iniciar un intercambio nuclear”. No obstante, “no desear entrar en guerra no significa necesariamente que no vayas a hacerlo. Es posible coquetear con el desastre hasta que la situación está fuera de control y, efectivamente, estás frente un desastre real”.
Esta situación pareció especialmente factible a comienzos de 2018. El 2 de enero Trump tuiteó: “¡Yo también tengo un botón nuclear, pero el mío es mucho más grande y más poderoso que el suyo [de Kim Jong-un], y mi botón funciona!”. Varias semanas más tarde, tal y como se cuenta en el libro de Peter Bergen “Trump and his Generals”, Trump informó al personal de seguridad nacional que quería ordenar la evacuación de todos los civiles estadounidenses de Corea del Sur. Uno de los altos funcionarios le dijo: “Bueno, señor, si está intentando enviar la señal de que está listo para atacar y comenzar una guerra… eso es lo que hay que hacer”.
A continuación, Trump les ordenó que aún así siguieran adelante –para luego, aparentemente, olvidar todo el asunto. Pero, si esa orden se hubiera hecho efectiva, el régimen norcoreano habría recibido el mensaje alto y claro. Y, en palabras de Lewis, “puede que ellos no supieran que Trump es un cobarde”. No es difícil imaginar la situación en la que los líderes norcoreanos creyeran que necesitaban prevenir un ataque de Estados Unidos, con independencia de si Trump planeaba realmente llevarlo a cabo.
Ponga todos estos datos juntos y entenderá por qué muchos políticos prominentes creyeron que el riesgo de guerra era alarmantemente alto. La senadora republicana por Carolina del Norte Lindsay Graham, una confidente habitual de Trump, afirmó que había un 30 por ciento de probabilidades de que EE.UU. iniciara una guerra con Corea del Norte. El almirante retirado de la Armada James Stavridis, que llegó a dirigir la OTAN, calculaba las probabilidades de una guerra nuclear en un 10 por ciento, con una probabilidad adicional del 20 o 30 por ciento en caso de una guerra convencional que acabaría con la vida de más de un millón de personas.
Por su parte, John Brennan, director de la CIA con el presidente Barack Obama, afirmó que había entre un 20 y un 25 por ciento de probabilidades de guerra. Joel Wit, un experto académico de alto nivel en Corea del Norte, las situaba en torno al 40 por ciento. Richard Haas, presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, situó su famoso Reloj del Juicio Final** a dos minutos antes de la medianoche, más cerca de lo que nunca había estado, en gran parte gracias a la crisis con Corea.
Pero los ciudadanos de a pie desconocían básicamente toda esta tensión. Como dijo en su libro “Rage” el periodista Bob Woodward, “el pueblo estadounidense apenas es consciente de que este periodo haya sido tan peligroso”.
La razón de este desconocimiento es evidente: los responsables de política exterior de EE.UU. no dieron la alarma sobre lo que estaba pasando porque ellos mismo no parecían estar alarmados. La propia Graham declaró que habría muchas bajas pero “si va a haber una guerra […] será allí […] Aquí no va a haber muertos”. El senador republicano por Idaho Jim Risch contó a una audiencia alemana que Trump estaba listo para comenzar “uno de los acontecimientos más catastróficos de la historia de nuestra civilización. Será muy, muy breve. Al final, habrá un número de víctimas tan elevado como nunca se ha visto en el planeta. Tendrá proporciones bíblicas”. Pero este tipo no tenía ninguna propuesta para prevenir dicha catástrofe y ni siquiera parecía creer que fuera una mala idea. Algunos altos funcionarios murmuraron su desaprobación, pero a un volumen inaudible. Otros permanecieron discretamente callados.
Luego, claro está, Trump efectuó un giro completo de 180 grados, dando un paso histórico hacia Corea del Norte hasta llegar a declarar que Kim Jong-un y él mismo “se habían enamorado”. Trump no obtuvo ningún compromiso de desarme por parte de Corea del Norte, aunque eso tiene mucha menos importancia que el hecho de que no provocó la muerte de millones de personas, a propósito o accidentalmente. Y, tal y como argumenta la experta en Asia Jessica Lee, del Instituto Quincy para el Gobierno Responsable, todo esto tuvo consecuencias positivas, pues “aumentó la visibilidad de Corea del Norte como un asunto urgente y el respaldo del pueblo estadounidense a una resolución pacífica que ahora podrá elaborar la Administración Biden”.
Así que ya podemos retornar al riesgo normal de guerra nuclear –de por sí ya bastante elevado– y dar gracias a que Trump se haya marchado. Cuando se encontraba inmerso en esta estrambótica diplomacia con Kim Jong-un, Trump pronunció una frase cómica, quizás por primera vez en su vida: “Por lo que respecta al riesgo de tratar con un loco, ese es su problema, no el mío”. Fue divertido porque era verdad.
Notas del traductor:
* Bomba H o bomba de hidrógeno es como se conoce coloquialmente a las armas nucleares de segunda generación que utilizan una etapa secundaria de fusión nuclear, con una mayor potencia explosiva.
** El Reloj del Juicio Final, o del Apocalipsis (Doomsday Clock), es un reloj simbólico que mantiene desde 1947 la junta directiva del Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago en el que la medianoche representa la destrucción total de la humanidad. Se creó para aumentar la consciencia de la guerra nuclear total, pero ahora incluye también la emergencia climática y todo nuevo desarrollo tecnológico que pudiera causar un daño irreparable.
Jon Schwarz ha trabajado en las producciones audiovisuales de Michael Moore y colabora con múltiples medios impresos y radiofónicos. En 2003 ganó 1.000 dólares al apostar que Irak no tenía armas de destrucción masiva. [email protected]
Fuente: https://theintercept.com/2021/01/20/biden-inauguration-trump-north-korea/
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