Al cabo de un año electoral singularmente agitado (en Bolivia, Chile, Costa Rica, Perú, Brasil, Colombia, Nicaragua, México, Ecuador y Venezuela hubo comicios presidenciales) la geografía política de América quedó partida en tres: países que miran al «norte», países que tratan de fortalecer la opción «sur», y Brasil, «megapaís» que en el cuadro «norte-sur» (por […]
Al cabo de un año electoral singularmente agitado (en Bolivia, Chile, Costa Rica, Perú, Brasil, Colombia, Nicaragua, México, Ecuador y Venezuela hubo comicios presidenciales) la geografía política de América quedó partida en tres: países que miran al «norte», países que tratan de fortalecer la opción «sur», y Brasil, «megapaís» que en el cuadro «norte-sur» (por «izquierda» y «derecha») se rige con reglas propias.
Cinco espacios geoculturales: 1) Mesoamérica: México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá; 2) Subregión andinocaribeña: Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia; 3) Cono Sur: Argentina, Brasil, Chile, Paraguay, Uruguay; 4) Caribe: Cuba, República Dominicana, Haití (ocupado), Puerto Rico (colonia) y el arco antillano de habla nativa, anglófona, francófona y holandesa; 5) los hispanos en Estados Unidos, de fuerte ligazón con sus países de origen.
En el mapa vemos que, sin contar el arco antillano, figuran siete estados con relativa estabilidad institucional (Costa Rica, Chile, Dominicana, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay); cinco marcados por la impronta liberal-conservadora (México, Colombia, Guatemala, El Salvador, Honduras); dos nacionalistas (Venezuela, Bolivia) y dos en ciernes que pretenden serlo (Ecuador, Nicaragua); y dos más envueltos en recias pugnas intermonopólicas y corporativas (Argentina, Brasil).
Con excepción de Cuba, los pueblos de nuestras naciones han padecido las devastadoras consecuencias de la auténtica inseguridad: la inseguridad neoliberal. El costo «modernizador», altísimo, queda fuera de discusión: endeudamiento, saqueo de los recursos naturales, ruina del sector productivo, desempleo y precariedad laboral, deterioro ambiental, degradación educativa, insalubridad, epidemias, hambrunas y desnutrición, despojo del patrimonio cultural y emigración en masa de técnicos y trabajadores formados en el viejo «Estado de bienestar».
Ante flagelos que el propio Banco Mundial reconoce en el papel al menos (en días pasados, por ejemplo, la institución dijo que el Tratado de Libre Comercio con América del Norte «… no es una opción de crecimiento para México»), los pueblos de América Latina y el Caribe han ido tejiendo, en pie de lucha, sus propias lecturas de la realidad.
Algunos autores y gobernantes empujan el «neodesarrollismo» y regulaciones al capital como las contempladas en el golpeado Mercosur. Otros plantean acabar de una vez con el neoliberalismo y avanzar hacia el «socialismo del siglo XXI» (Alba: Alternativa Bolivariana de las Américas). En el escenario abundan movimientos sociales que anhelan «cambiar el mundo sin tomar el poder», y las opciones de lucha armada para tomar el poder por vía insurreccional.
En todo caso, ha sido la propia democracia «representativa» y elitista de los grupos dominantes la que ha ido llenando de piedritas y piedrotas las distintas ideologías y calzados de moda que a discreción usan sus ideólogos y escribas.
Sin embargo, a diferencia de otras épocas (v.gr. 1940-70), se constata que a pesar de los líderes «providenciales», la fiscalización militante de las masas condiciona cualquier esquema de gobernabilidad que pretenda ignorarlas. Por acá y por allá, en acción y deliberación permanente, movilizaciones de origen diverso y causa común, cuestionan, acotan, condenan y combaten las políticas de exclusión, explotación, impunidad y represión.
Totalmente fracasado en lo político y social a causa de la ineptitud y rapacidad de los tecnócratas cipayos, el llamado Consenso de Washington no va más. Y el discurso de la «seguridad» (nueva dama invitada al baile de los eufemismos), aunque suene a melodía en los oídos de la plutocracia, no parece ser muy coherente que digamos. ¿Qué reprimir primero? ¿El narcotráfico o los movimientos sociales? ¿La delincuencia común o los medios de comunicación alternativos?
Cuba, Venezuela, Bolivia, Irak, Palestina, Afganistán demuestran que el lugar que la «globalización» nos tiene reservado opera con alcances mundiales y despliega fuerzas y medios de exterminio físico, ideológico y moral que ningún modelo de conquista y esclavitud había dispuesto jamás.
¿Reforma o revolución? ¿Socialismo o capitalismo? Convendría no adelantarse a la síntesis. No por válido, el debate es propio de la hora. El eminente pensador peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930) decía que «la historia es reformista, mas a condición de que los revolucionarios operen como tales».
En vísperas de conmemorarse el bicentenario de la emancipación americana, la hora pide afilar el lápiz que nos permita entender la excepcional coyuntura histórica que atraviesan nuestros pueblos.
Coyuntura que no volverá a repetirse. En esta segunda oportunidad que los pueblos de América nos sirven en bandeja, se impone la urgente necesidad de sumar y sumar y sumar, revisando críticamente y con objetividad las causas que llevaron a la frustración y derrota de nuestra primera independencia.