Hubo un tiempo, en plena ebullición de los años sesenta del siglo pasado, en el que la sociología latinoamericana comenzó a propiciar una lectura distinta, propia e intransferible de su realidad inmediata, digamos análisis diametralmente opuestos a los auspiciados desde las Escuelas de Chicago, Cepales y demás academias santificadoras del binomio «centro-periferia». El diagnóstico era […]
Hubo un tiempo, en plena ebullición de los años sesenta del siglo pasado, en el que la sociología latinoamericana comenzó a propiciar una lectura distinta, propia e intransferible de su realidad inmediata, digamos análisis diametralmente opuestos a los auspiciados desde las Escuelas de Chicago, Cepales y demás academias santificadoras del binomio «centro-periferia». El diagnóstico era claro: presionados por los préstamos del Banco Mundial y más tarde del Banco Interamericano de Desarrollo (nuevos mecanismos de control y subsidiaridad), los entonces gobernantes latinoamericanos habían recurrido en la mayoría de los casos como forma de pago de sus inversiones en infraestructuras y sostén de su propio poder político y económico a aumentar la presencia de empresas extranjeras que, además de la expoliación permanente de sus riquezas naturales y la ampliación de la flagrante brecha social interna, llevarían a la ruina a buena parte de las por entonces no competitivas industrias locales. Esta revaloración de las teorías de la dependencia motivaría a nuevos sociólogos y economistas como Thetonio Dos Santos, Celso Furtado, Aníbal Quijano, Ander Gunder Frank o Fernando Enrique, a plantear otros paradigmas para el estudio plural de la realidad del continente. La conclusión general, más allá de las divergencias analíticas, era sencilla: el subdesarrollo no es un estado original y está íntimamente ligado al proceso de desarrollo capitalista. Un proceso en el que las formas de ordenamiento político de la región (de las democracias «tuteladas» a las dictaduras militares) debería servir en última instancia y de acuerdo a las orientaciones diseñadas por la administración estadounidense, al siempre vigente axioma de la doctrina Monroe: «América para los americanos», promulgada en 1823 y consumada en el hemisferio tras la Segunda Guerra Mundial…
Hoy, avanzado ya este nuevo siglo, la realidad de la globalización y la aplicación sistemática del recetario neoliberal a un continente latinoamericano que sigue siendo uno de los «patios traseros» del Norte del desarrollo, ha generado una dinámica de nuevas respuestas sociopolíticas que siguen sorprendiendo a los analistas del «orden establecido» (respuestas que van desde la revitalización del antiimperialismo representado por primera vez por tres generaciones de gobernantes: Fidel Castro-Hugo Chávez-Evo Morales, hasta la visión más contemporizadora de nombres como Lula da Silva, Ricardo Lagos-Michelle Bachelet, Néstor Kirchner o Tabaré Vázquez). Paralelamente, habría que hablar también de una nueva realidad cambiante en las estructuras de dominio: mientras Estados Unidos sigue controlando el mundo en materia de estructura militar, el orden económico planetario establece ahora un poder tripolar: América del Norte, Europa y Noreste asiático (con China e India como nuevas potencias emergentes)…
Es en este contexto de recuperación de la esperanza y de la derrota progresiva de un miedo secular (como diría Eduardo Galeano) en el que habría que situar este nuevo tiempo que está viviendo América Latina. Más allá de lecturas sesgadas que hablan de populismos añejos o del ingreso de la población indígena en el escenario político en cuando menos extrañas visiones antropológicas, por primera vez en muchos años y desde postulados de poder progresistas y plurales los pueblos latinoamericanos comienzan a exigir el control directo y sin mediaciones de sus propios recursos, lo que sin duda representa una seria amenaza para los planes de los países del Norte en la región. Sólo así se puede entender, por ejemplo, la reacción eurocéntrica y marcadamente reaccionaria del gobierno español al cumplimiento por parte de Evo Morales de su compromiso electoral de nacionalizar los recursos naturales y los hidrocarburos bolivianos. En los años 90 del siglo pasado, las empresas españolas volvieron a soñar con Eldorado latinoamericano viendo en su mercado virgen una oportunidad magnífica para su consolidación como multinacionales. El nuevo desembarco fue masivo: en Argentina, Guatemala, Perú, Chile, Brasil, Venezuela, México o Bolivia empresas como Endesa, BBVA, Banco Santander, Gas Natural, Telefónica, Iberdrola o Repsol invertirían en menos de ocho años más de 60.000 millones de euros… Ahora, el «altruismo» de la «Madre Patria» entra en bancarrota. Por eso, a la hora de establecer diagnósticos de situación y definir el marco de las «preocupaciones» y los «malestares», sería bueno que volviéramos a recordar que la única mirada posible desde este Norte que naufraga hacia una América Latina que vuelve a despertar, por fin, con nuevos bríos y esperanzas colectivas, es la del respeto y la de la colaboración mutua con el único interés de intercambiar sueños y voluntades en ese otro mundo mejor que es manifiestamente posible. No es nada nuevo. Hace ya muchos años un poeta universal llamado Federico García Lorca nos hablaba de algo tan simple como sentir la brisa de ese viento Sur que lleva colmillos, girasoles, alfabetos y una pila de Volta con avispas ahogadas… Simple cuestión de sociología aplicada. Ni más ni menos.