Estados Unidos ha declarado el fin de los «negocios como de costumbre» con China. La escalada de los últimos meses es la manifestación de un consenso del régimen bipartidista: ha fracasado la estrategia de fomentar la dependencia política de China, que utilizaba la integración económica a un sistema mundial liderado por Estados Unidos.
Como el ascenso de China ha excedido los límites predeterminados de la “era del compromiso” Estados Unidos ha girado hacia una guerra híbrida, dejando en claro que “la contención y el compromiso” son lados distintos de la misma agenda imperial: subyugar la soberanía china a los intereses estadounidenses.
En noviembre de 1967, pocos meses antes de su entrada a la carrera presidencial, Richard Nixon describió en “Foreign Affairs” las líneas generales de la política de Washington hacia Beijing durante el siguiente medio siglo. En su artículo “Asia después de Vietnam, Nixon expuso su razones: “la guerra de Vietnam ha ocupado tanto a los políticos estadounidenses que nos han eclipsado panorama general. En la práctica, Vietnam ha colmado nuestras preocupaciones a pesar que se trata de un pequeño país en el borde de un vasto continente”.
Nixon en el fondo quería decir que la verdadera ballena blanca, el gigante al que se debe temer y desear era la República Popular China: “La China Roja es demasiado grande para permanecer aislada para siempre. Estados Unidos no puede permitirse el lujo de dejar a China fuera de la familia de naciones». Al animar por un camino de «contención sin aislamiento», Nixon definió la estrategia de Estados Unidos, blandir la zanahoria de la integración y el comercio en la «familia de naciones» junto con el garrote empuñado por un bloque político industrializado y militarizado dominado por su nación. Tales medidas, en opinión de Nixon, serían suficientes “para inducir al cambio … para persuadir a China que debe cambiar».
“Cambio” es la palabra que utilizó el Secretario de Estado Mike Pompeo cuando expuso las relaciones entre Estados Unidos y China durante un discurso en julio en la Biblioteca Nixon en el condado de Orange, California. Pompeo hizo una evaluación crítica de la “era del compromiso” de Nixon y describió esa política exterior como un ejercicio noble pero ingenuo. La definió como una «estrategia ciega» que, en lugar de inducir al cambio, consolidó una «China Frankenstein» que había postergado sistemáticamente “la liberalización” que esperaba Washington.
El discurso de Pompeo fue sólo uno de las varias disertaciones de altos funcionarios de la administración Trump que declararon el fin de «los negocios como siempre» y promocionaron una política dura contra China.Las prolongadas negociaciones comerciales, que comenzaron en 2018, se basaron en la idea que China podría llegar a ser engatusada. Nuestro país debía aceptar la hegemonía económica de Estados Unidos, en palabras de Pompeo «no podemos tratar a China como un país normal».
De hecho, en los últimos meses y años, la administración Trump se ha dedicado a tratar a China como un rival problemático y como el «competidor estratégico» que identificó el documento de la nueva estrategia de seguridad nacional de la administración Trump. El arresto de la ejecutiva de Huawei, Meng Wanzhou, en Canadá en 2018; la designación de periodistas chinos como «agentes extranjeros»; las prohibiciones (pendientes) de TikTok y WeChat; el escrutinio y vigilancia de los estudiantes y científicos chinos en el extranjero; la sanción a funcionarios y empresas chinas que operan en Hong Kong, Xinjiang y en el Mar de China Meridional; y el impúdico cierre forzado del consulado chino en Houston representan una muy pesada carga en las relaciones entre ambos países.
Donde Nixon habló de una “integración de China en la familia de naciones» (un eufemismo universalizador para el orden mundial capitalista liderado por Occidente), Trump ha trazado la nueva línea de contención para detener la supuesta incursión del Partido Comunista de China en el ciberespacio, en las cadenas de suministro globales y en las esferas de influencia estadounidenses. Mientras que a Nixon le preocupaba una China aislada que «alimentara sus fantasías y abrigara sus odios», la opinión recurrente en los discursos de Mike Pompeo, Robert O’Brien (director de la NSA), William Barr (fiscal general),y Chris Wray (director del FBI) es que la integración de China en el orden mundial representa la verdadera amenaza. Todos los cargos más relevantes de Trump sostienen que como “no se produjo la liberalización ”China está utiliza en beneficio propio “sus ventajas económicas con la aquiescencia internacional”.
Los halcones estadounidenses han puesto la política de integración económica patas arriba. Para el Fiscal Barr, los «tentáculos» del Partido Comunista de China buscan «explotar la apertura de nuestras instituciones para destruirlas» y para el Secretario de Estado la amenaza es aún más grave: «Si el mundo libre no cambia a China, la China comunista seguramente nos cambiará a nosotros».
Tras estas destempladas afirmaciones se esconde la crisis de un liberalismo occidental. Los temores de un orden mundial moldeado por la «China roja» son sólo excesos discursivos que están reflejando las contradicciones del sistema. La crisis ha socavado el triunfal «fin de la historia» prometido después del colapso de la Unión Soviética. Agravada por sus contradicciones y una pandemia global la actual crisis del está provocando estallidos en gran parte del mundo capitalista. El régimen capitalista está presionado doblemente; de un lado por el populismo de derecha y del otro, por movimientos de izquierda pro-socialistas.
Las condiciones históricas del “compromiso”
La retórica de Trump sobre el ascenso de China ha cuestionado décadas de acuerdos estatales y corporativos establecidas durante el proyecto de “apaciguamiento” y de búsqueda de ganancias en China. Este programa según Trump quebrantó la necesaria mano firme de EEUU para forzar un cambio en la estructura política de China.
El director de la NSA, Robert O’Brien, ha descrito de esta manera la anterior política exterior estadounidense: “cuanto más abríamos nuestros mercados, más invertíamos capital y más capacitamos a burócratas, científicos, ingenieros y oficiales militares chinos, la República Comunista de China se tornaba más contra Estados Unidos”.
Sin embargo, una lectura descuidada de una aparente dicotomía entre “compromiso” y “contención” esconde el hecho que ambos conceptos siempre compartieron la misma agenda imperialista. Si Estados Unidos ha regresado a una guerra híbrida contra China, es sólo por un cambio de carácter táctico. Para los estrategas de Washington, el bilateralismo real basado en la soberanía de China y la legitimidad de su sistema político y económico, nunca ha estado sobre la mesa.
El sentido común compartido del “compromiso” y de la “contención” es la misma actitud colonial paternalista: para su élite, Estados Unidos tendría el derecho y la responsabilidad de «inducir al cambio» en el rumbo político y social de China.Nunca ha habido un debate sobre los fines, lo que ha cambiado son los medios: ya sea por cooptación o por la fuerza, en el fondo es una disputa sobre las herramientas adecuadas para provocar “el inevitable” arribo de China a la modernidad liberal-capitalista occidental.
Los debates de Washington sobre las políticas con China a finales del siglo XX aclaran la continuidad ideológica y estratégica entre las últimas cinco administraciones presidenciales. Demuestra, además, hasta qué punto el chovinismo estadounidense, la grandeza imperial y el universalismo occidental han definido una perspectiva políticamente coherente. En efecto, la diplomacia post-Nixon dio cuenta de una corriente de pensamiento bastante anterior. En una serie de discursos (1957-1958) el secretario de Estado, John Foster Dulles, formuló la teoría de una » avance pacífico» como un medio para «acortar la vida del comunismo». Propuso ideas, un modelo cultural y estilos de vida como frentes decisivos para la política exterior del imperio.
Esta guerra para subvertir el comunismo chino y soviético funcionó a la par con la contención militarizada. En esos mismos años, aturdida por la «pérdida de China», la política exterior estadounidense adoptó una postura dura contra la recién establecida República Popular; no sólo instaló un embargo comercial; invadió Corea con una larga guerra criminal y amenazó con utilizar armas nucleares durante la primera crisis del Estrecho de Taiwán.Durante ese periodo algunos diplomáticos norteamericanos describieron la época como “la era de la incertidumbre” porque los estrategas políticos de Washington debatían fuertemente sobre cómo lidiar con una China comunista (después de haber invertido miles de millones de dólares en ayuda militar al corrupto Kuomintang).
Pasado el tiempo, la distensión de Nixon- sobredeterminada por las conveniencias geopolíticas de la Guerra Fría y las consecuencias de la división chino-soviética- ha sido definida por Mike Pompeo como la «era de la inevitabilidad». Eran los días que los jinetes de la convergencia capitalista tenían motivos para ser optimistas. La política soviética de la perestroika -de liberalización política y económica- había iniciado un rápido proceso corrosivo que conduciría a su colapso. Era, también, el “momento Margaret Thatcher”(no hay alternativa) y de una ideología neoliberal ascendente que se impondría con cierta facilidad en todo occidente.
En ese periodo la noción del “avance pacífico” de Dulles consiguió adherentes en algunos círculos políticos e intelectuales chinos. Anticipándose a este proceso (en 1992) Deng Xiaoping alertó al pueblo chino: «los imperialistas están presionando por una evolución pacífica hacia el capitalismo en China, están poniendo su fuerza e influencia en las generaciones que vendrán después de nosotros». Deng sabía que la reforma y la apertura habían introducido aspectos materiales e ideológicos del capitalismo en China. Su metáfora preferida era «al abrir las ventanas llegó un aire fresco con el capital extranjero pero también ese aire nos trajo horribles moscas que hay que combatir”.
Fue la mano firme de la dirección del Partido la que aseguró la contención de los elementos capitalistas y la fidelidad a la vía socialista. En particular, las protestas de Tian’anmen de 1989 reflejaron las contradicciones de la reforma y de la apertura. Estos graves incidentes dejaron claro que la adopción de los ideales del liberalismo burgués, por parte de las generaciones más jóvenes, podría significar una lenta erosión del camino socialista.
En ese contexto los debates de Washington de 1999 adoptaron la visión de Nixon sobre la incorporación de China a la «familia de naciones», una visión neoliberal para integrar a nuestra nación en la estructura del capital internacional y del consumo global, lógicamente … con los Estados Unidos a la cabeza.
La legislación anual para renovar el estatus comercial de nación más favorecida (NMF) de China – que se hizo permanente en 2000 – sirvió como un foro sobre la eficacia de esta estrategia de influencia a través de la integración.En un discurso de 1991, George HW Bush invocó una razón «moral» para renovar la NMF, «necesitamos exportar los ideales de libertad y democracia … para crear un clima propicio para el cambio democrático».
Consecuencias del colapso de la Unión Soviética
Después de media década de perestroika el optimismo de Bush sobre la inevitabilidad del colapso del “régimen” en China se debió sin duda a la inminente disolución de la Unión Soviética: “ninguna nación en la Tierra ha descubierto una forma de importar bienes y servicios mientras detiene las ideas extranjeras en la frontera. Así como la idea democrática ha transformado naciones en todos los continentes, el cambio también llegará inevitablemente a China ”.
La tautología de la liberalización económica y política habla tanto del fervor neoliberal del momento, como de la larga historia de co-evolución del liberalismo con el capitalismo.George Bush -al igual que muchos otros- vinculó “la privatización y los derechos humanos”. En un estilo liberal clásico afirmó que el derecho a la propiedad privada y la acumulación de capital: “El derecho de propiedad es un derecho fundamental que precede todos los demás derechos políticos liberales. Cuando un chino se de cuenta de que tiene derechos como inversionista (y que el gobierno no debe violar) lo más probable es que también se dé cuenta de sus derechos como ser humano».
Similares fueron los argumentos del presidente Bill Clinton para la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio. Citando los intereses de los misioneros evangélicos y de las grandes empresas, Clinton dijo que al unirse a la OMC, China estaba acordando no sólo importar productos estadounidenses, sino también «importar uno de los valores más preciados de la democracia, la libertad económica».
La palabra “libertad” tenía como objeto endulzar los intereses económicos de Estados Unidos. El lobby corporativo que respaldaba el estatus de nación más favorecida (NMF) definió a nuestra país “como un mercado sin explotar de mil millones de clientes”. En un discurso en 1997 sobre «China y el interés nacional», Clinton lo expresó con más claridad: «los buenos empleos y los mayores ingresos hoy dependen en gran medida de la capacidad de hacer de China un imán para nuestros bienes y servicios».
Dar prioridad a los intereses estadounidenses implicó condiciones sobre la integración de China a la economía mundial. El Presidente Clinton había notificado: “China debe mejorar drásticamente el acceso a bienes y servicios extranjeros. Deben derribar barreras comerciales y acabar con el favoritismo hacia las empresas chinas”.El hecho que estos mismos problemas siguen siendo los puntos conflictivos en la guerra comercial de Trump habla de la constante frustración de Washington por contener a China y a su soberanía económica dentro del sistema mundial capitalista.
Lejos del apaciguamiento, las orientaciones estadounidenses se guiaron por la creencia que China en un futuro cercano dependiera del poder capitalista occidental. Aludiendo a la dependencia China de la inversión extranjera (en 1997) Bill Clinton comentó que nuestro país era entonces el segundo mayor receptor de inversión extranjera directa del mundo: «estos vínculos», según Clinton, “traerán consigo las poderosas fuerzas del cambio».
Extremar la naturaleza de una supuesta alineación de los intereses de China y Estados Unidos es ignorar los presupuestos fundamentales de la estrategia estadounidense durante casi 50 años. Según esa idea política el “compromiso” de China con el orden mundial (a través del comercio, la inversión extranjera y los préstamos del FMI) crearán inevitablemente las condiciones para la erosión de la soberanía china, el socialismo y el liderazgo del Partido Comunista.
En esta visión, alguna gente en la izquierda ignora las evidentes aspiraciones coloniales de Estados Unidos detrás de la llamada “era del compromiso” y pinta a China como un socio menor voluntario del imperio estadounidense. De esta manera se construye una narrativa equivocada de “alineación ideológica” entre Estados Unidos y China. Lo cierto es que el acercamiento entre Estados Unidos y China se debió a las conveniencias geopolíticas durante la Guerra Fría; específicamente a la precariedad geopolítica y económica de China tras el cisma chino-soviético. La verdad es que la “era del compromiso” se debería describir más exactamente cómo la búsqueda de Estados Unidos de un cambio de régimen en China por otros medios.
El desarrollo socialista rompe el «Consenso de Washington»
Se ha derramado mucha tinta sobre el «milagro económico chino” en las décadas posteriores al levantamiento del embargo comercial estadounidense en 1972 y al restablecimiento condicional de las relaciones comerciales normales en 1979. En 1980, el producto interno bruto (PIB) per cápita de China era de 200 dólares. Hoy en día, esa cifra se encuentra en más de 10.000 dólares. Esto significa que las circunstancias materiales de una persona promedio en China han mejorado 50 veces en los últimos 40 años.
Pero están absolutamente equivocados aquellos que pretenden dibujar a la China como un «Frankenstein» apoyado por corporaciones occidentales o “como una prueba de la superioridad del capitalismo”. El desarrollo chino no puede atribuirse de ninguna manera a un supuesta aplicación del modelo capitalista occidental.
Primero, los avances de la era de Mao en salud, esperanza de vida y alfabetización masiva formaron la base de una fuerza laboral que impulsó la industrialización de China moderna. Sin esta política económica China todavía sería una nación atrasada.
En segundo lugar, la naturaleza del socialismo con características chinas, es decir, un tipo de socialismo que hace la guerra contra la pobreza, coloca restricciones al capital extranjero, da un papel decisivo a la industria pública y establece un control político sobre el capital, ha convertido a China en uno de las pocas naciones, en vías de desarrollo, que han conservado la independencia política y económica a pesar de la introducción del capital occidental.
Los progresos de China en el alivio de la pobreza (con más de 800 millones de personas saliendo de la pobreza) hablan de un proyecto económico centrado en las personas. Tal empeño distinguen a China de la mayoría de las naciones en desarrollo, donde el crecimiento del PIB no se corresponde con un aumento del nivel de vida para los de abajo.
Entender el desarrollo chino como un producto “del socialismo de mercado” es quizás más cercano a la realidad. Esta comprensión permite explicar las frustraciones de los políticos occidentales que durante décadas han tratado de forzar a China hacia la dependencia económica y la desestabilización.
No es de extrañar, entonces, que las políticas del Partido Comunista destinadas a salvaguardar la soberanía económica , y evitar las trampas del libre comercio, sean las políticas que han sido tenazmente blanco de ataques en los foros internacionales y de la agresión comercial unilateral de Estados Unidos.La coherencia de las demandas occidentales con la teoría del “compromiso” hablan de la determinación de la búsqueda occidental de la dominación financiera sobre el legendario «El Dorado» del mercado chino.
Mientras China negociaba la entrada a la Organización Mundial del Comercio comprometiéndose a bajar los aranceles, reducir el comercio estatal y abrir sectores de servicios a la inversión extranjera, los medios occidentales anunciaron la “privatización definitiva” de China a manos de las corporaciones occidentales.
Sin embargo, aunque Clinton anunció la “extinción de los dinosaurios de la propiedad estatal» la República Popular China tiene 82 de las 119 grandes corporaciones mundiales -según la revista “Fortune”- bajo control estatal. Pues bien, como los capitales occidentales saben que el tan esperado colapso de las empresas de propiedad estatal chinas no va a ocurrir, las potencias imperialistas han recurrido a la OMC como un garrote para imponer su política comercial.
Entre 2009 y 2015, casi el 90% de las disputas en la OMC se han producido entre China, Estados Unidos, Japón y Alemania. La absoluta mayoría de estas disputas atacan la participación del Estado chino en la economía (desde los límites a la propiedad extranjera hasta las ayudas a las empresas estatales).
Sin duda, la influencia de los ideales neoliberales y una mentalidad orientada al crecimiento que subsumía la ideología a la economía encontraron puntos de apoyo tanto en el Partido como en la sociedad civil china.Pero, aunque la reestructuración de cerca de la mitad de las empresas estatales chinas (bajo Zhu Rongji, entre 1997 y 2003) marcó un duro paso hacia la privatización parcial del mercado, China nunca se abrió por completo al poder monopolista imperialista como la mayoría de otros países «emergentes».
En medio del ingreso de China a la OMC (en 2001) los capitalistas lamentaron que China con una economía orientada a la exportación “permaneciera poco integrada» en la economía mundial, y continuara » aislando de la competencia internacional a industrias tales como la banca, las comunicaciones y la energía”. Según el economista marxista Samir Amin lo que hizo China “es una globalización parcial y controlada”. Especialmente porque “el Estado mantiene el control sobre los sistemas bancarios, que están en el centro de la lucha por la soberanía dentro de un sistema-mundo capitalista”.
«Chimerica» como parasitismo imperial
La entrada de China a la OMC, y la posterior compra de los bonos de deuda de Estados Unidos, presagiaron lo que expertos occidentales llamaron «Chimerica”, una “bestia económica” que ahora representaría el 40% del PIB mundial.
Con asombro, pero también con miedo, la clase capitalista occidental se benefició de la integración económica con China. Medidas como la supresión de la tasa de interés le permitió al imperio subvencionar el consumo de la clase media con las“importaciones baratas”.
Pero, con Trump llegó el momento del cambio. Los nacionalistas estadounidenses reaccionaron contra la deslocalización y las cadenas de suministro chinas porque“esa política está destruyendo la capacidad económica de Estados Unidos”. “Cómo las empresas más grandes de Estados Unidos hicieron que China volviera a ser grande» fue una portada de la revista Newsweek que enunció el significado de la política de “desacoplamiento” de la administración Trump. Con este tipo de artículos los medios imperiales lo que pretenden es instalar la idea que “la convergencia económica fue un rescate de la economía china. Por qué de otro modo China estaría en decadencia”.
Por otro lado, la dependencia de Estados Unidos de las cadenas de suministro chinas ha sido descrita como una peligrosa amenaza económica y a la seguridad nacional. En medio de plena pandemia el asesor económico de Trump, Peter Navarro ha insistido: «la industria estadounidense siempre debe estar primero, hay que terminar con todos los suministros médicos de origen chino”.
Aclaremos, ninguno de estas “narrativas” captan la naturaleza de la relación económica denominada «Chimerica»: esta relación no es más ni menos que una forma de parasitismo imperialista estadounidense.Con el ingreso a la OMC (y mediada por la concesión del estatus comercial de nación más favorecida) la relación entre Estados Unidos y China se han basado en un desequilibrio económico en él que las corporaciones occidentales cosechan las recompensas de una fuerza laboral de bajo costo mientras crece el consumo occidental con el acceso a importaciones baratas.
Bajo los términos del “compromiso” China ha soportado la extracción de recursos, la fabricación sucia y las importaciones de desechos de Occidente. Pese a que durante décadas Estados Unidos ha declarado que sufre un «desequilibrio comercial a favor de China”, la ventaja estadounidense es cuantificable: entre 1978 y 2018, una hora de trabajo estadounidense es equivalente a casi cuarenta horas de trabajo de un obrero chino.
La ubicuidad de los bienes de consumo «Made in China» junto con la connotación racial a dichos productos habla de una relación económica que se reducía a la máxima «China produce, Estados Unidos consume». Durante la era de las «puertas abiertas» y las Guerras del Opio, el economista británico y crítico del imperialismo J.A. Hobson describió la inminente colonización de China como inevitable «se está agotando las reservas de ganancias para el mundo occidental. El capitalismo para seguir creciendo deberá dominar y conquistar los mercados de China y de Asia». La integración de China en el siglo XXI en el sistema económico capitalista global realizó, en parte, esa vieja fantasía imperial.
La decisión de China de aceptar el “compromiso” a menudo se malinterpreta como un signo de un partido que es comunista solo de nombre, un indicativo de un “capitalismo de estado” que ha enganchado su vagón al comercio capitalista de Occidente. Sin embargo, una comprensión cabal del “socialismo con características chinas” sitúa el “compromiso con el capital occidental” como sólo una negociación puntual por parte de la dirección del Partido Comunista.
Desde la XI plenaria el Comité Central (entre 1977 y 1982) el Partido Comunista reconoció oficialmente una importante contradicción en la sociedad china: «entre las necesidades materiales y culturales cada vez mayores de la gente y una producción social atrasada». En la formulación popular de Deng, “el aire fresco de la inversión extranjera, la transferencia de tecnología y el avance productivo justifican las moscas que inevitablemente lo acompañaron”.
No obstante, la liberalización económica controlada creó las condiciones para el desarrollo del pensamiento neoliberal. Podría decirse que el énfasis en el crecimiento económico creó un malentendido entre política y economía, en lo que Wang Hui llama la «política despolitizada» de la era Deng. Tal pensamiento también coincidió con una ideología pro-estadounidense y una creencia popular de “ destinos entrelazados de China y Estados Unidos”.
A raíz de la crisis financiera occidental de 2008, consignas como «salvar a Estados Unidos es salvar a China» (救 美国 就是 救 中国) o “la teoría de la pareja China-Estados Unidos» (中美 夫妻 论) reflejaron el interés de sectores de China por estabilizar la economía mundial capitalista, y cierta creencia que las divergencias ideológicas y políticas entre China y el mundo capitalista podrían resolverse mediante “la cooperación económica”.
La idea de un destino entrelazado entre China y Estados Unidos demostró no solo ser un error de bulto también fue una subestimación de las condiciones impuestas por el imperio. Y aunque envuelto en el fervor de la ideología de la Guerra Fría, la agresión estadounidense a China siempre ha sido de carácter material. Después de todo, la alineación de las aspiraciones de desarrollo nacional de China con la sed de una oferta de mano de obra barata siempre estuvo condicionada a que China «reconociera su lugar» en el mundo.
En este sentido, las recurrentes demandas occidentales de acceso al mercado, privatización y fin de la planificación económica estatal son intentos de limitar el crecimiento de China dentro de los confines de imperio unipolar estadounidense.
Los esfuerzos chinos por salir de su predeterminado papel “de la fábrica del mundo» se han interpretado como un desafío existencial a la hegemonía estadounidense.Debajo de la jerga financiera de los aranceles, la manipulación de la moneda y el estatus comercial de “nación más favorecida”, las condiciones impuestas por Estados Unidos a la participación de China en la economía mundial son fundamentalmente exigencias propias del imperialismo para la extracción de ganancias y limitar la soberanía económica.
De hecho, la reestructuración económica iniciada ahora en China es en gran medida un reconocimiento de una dependencia excesiva del capital occidental, agravada por el giro de Estados Unidos hacia el «desacoplamiento». A raíz de la crisis financiera de 2008, un informe del Ministerio de Comercio Chino advirtió que por cada $ 100 mil millones de exportaciones de China a Estados Unidos, los Estados Unidos obtienen $ 80 mil millones en ganancias frente a $ 20 mil millones de China.
Informes similares han cuantificado en billones de dólares “los dividendos de la hegemonía” generado por factores como la hegemonía del dólar, el señoreaje de la deuda y los derivados financieros.
Esto situación llevó a China a re-enfocar su actividad a los mercados domésticos, a las exportaciones de calidad y a la innovación industrial en su duodécimo plan quinquenal (2011-2015). El nuevo pivote económica, reforzado con la Iniciativa Made en China 2025, privilegia la innovación y los mercados internos.En este sentido, la demonización occidental de Xi Jinping por parte de Occidente tiene mucho que ver con el hecho de que bajo su gobierno China ha consolidado la defensa de los principios socialistas de la economía.
El mandato de Xi –para escándalo de occidente- ha puesto énfasis en el liderazgo del Partido sobre el sector privado, la expansión de las empresas estatales y la represión contra los funcionarios corruptos, que explotaron para beneficio personal la afluencia de capital bajo el periodo de la “reforma y apertura”. Junto con el éxito de la planificación económica estatal para navegar la crisis de la pandemia de COVID-19 en un próximo plan quinquenal China prioriza“ la revitalización rural”, consolidando así un giro hacia la reinserción del Estado en la planificación económica y la soberanía económica.
Durante la última década una nueva política internacional más asertiva expresada en la Iniciativa la Franja y la Ruta y el Banco Asiático de Inversión(que tienen como objetivo reducir la dependencia de China de los mercados occidentales y las instituciones controladas por occidente) ha echado por tierra las opiniones de quienes creían que China se uniría a Japón o Corea del Sur como socios menores de un sistema mundial capitalista liderado por Estados Unidos.
Para disgusto de la élite política occidental, la era de «esperar el momento y ocultar la fuerza» parece haber pasado definitivamente. Visto en este contexto histórico, la llamada «guerra comercial» entre Estados Unidos y China se entiende mejor como un último intento de enclaustrar el ascenso económico de China dentro de los límites predeterminados de la “era del compromiso”.
Al describir la urgencia que Beijing ha puesto en Made in China 2025, el ex estratega de la Casa Blanca Steve Bannon ha ofrecido una evaluación sorprendentemente inequívoca: «Ahora comprendemos lo inextricablemente vinculado que está China con el capital y la tecnología occidental, como los chips y el sistema de transferencia SWIFT. Ahora comprendemos la importancia de tomar medidas antes de la maduración completa de una economía de innovación china”.
La dura negociación de la fase uno del acuerdo comercial entre Estados Unidos y China (en enero de 2020) presagiaba precisamente esto. Denunciada por los medios estatales chinos como un regreso a los “tratados neocoloniales del siglo XIX” la primera fase pretendía obligar a China a hacer concesiones en temas de transferencia de propiedad intelectual, mayores compras a las exportaciones estadounidenses y acceso de empresas de servicios financieros.
Este último punto, abordaba lo que los grupos económicos advertían como una participación «anémica de las empresas financieras extranjeras”, El sector financiero estadounidense llegó a fantasear ante la perspectiva de «instalar en China su industria financiera de 45 billones de dólares».
Los analistas estadounidenses aseguraron que un acuerdo de fase dos podría proporcionar frutos aún más altos, Sin embargo, menos de un año después, la firma del acuerdo comercial de la fase uno ya es una reliquia de otra época. Fue un último intento de Estados Unidos de mantener su hegemonía frente a China antes de desplegar la agresión unilateral de los últimos meses.
Pocas semanas después de la firma del acuerdo, el secretario de Comercio, Wilbur Ross, declaró que el «lado positivo del coronavirus es que ayudará a acelerar el regreso de los empleos a América del Norte». Pasado nueve meses, la cifra de muertos por la pandemia en Estados Unidos asciende a más de 250.000, se han perdido a lo menos 20,6 millones de puestos de trabajo y el PIB a caído cerca de un 20 por ciento.
Por su parte, China ha surgido como la única economía importante que registra un crecimiento del PIB con un 3,2% en el segundo trimestre y un 4,9 por ciento en el tercer trimestre de 2020. Frente a este escenario la administración Trump ha objetado la posibilidad de pasar a las negociaciones de la fase dos.
El pivote bipartidista hacia Asia
En retrospectiva, la guerra comercial puede verse como el canto de cisne para “la era del compromiso”. La COVID-19 ha puesto al descubierto las vulnerabilidades del neoliberalismo, mientras que la respuesta de China a la pandemia ha sentado las bases para una fuerte divergencia económica.La ventana de oportunidad para reducir el ascenso de China a través del bilateralismo está casi cerrada. Estados Unidos ha girado hacia las sanciones, el desacoplamiento y la militarización: un conjunto de herramientas de la nueva doctrina de contención.
La «evolución pacífica que presuponía el “compromiso” de Estados Unidos con China siempre ha estado sobredeterminada por la sombra de una guerra caliente y un cerco militar. Como han dejado claro los estudiosos marxistas de la teoría del sistema-mundo, en última instancia, una estructura de hegemonía y dependencia económica siempre está respaldada por la supremacía militar.
Después de dos décadas de agresión militar estadounidense – en gran parte sin oposición- en el Medio Oriente, el reciente énfasis de China en la modernización militar está sin duda demandada por el reconocimiento de la amenaza imperialista; la «opción nuclear» sigue arrojando una larga sombra sobre las relaciones entre Estados Unidos y China.
El Ejercito Chino recuerda que Estados Unidos estuvo dispuesto a bombardear los centros de suministro chinos durante la Guerra de Corea y a lanzar un ataque nuclear en la primera Crisis del Estrecho de Taiwán. Tampoco China ha olvidado el bombardeo «accidental» de la embajada en Belgrado por parte de la OTAN en 1999.
Sin embargo y a pesar de la agresividad estadounidense la estrategia china se ha basado durante mucho tiempo en el reconocimiento de lo que el imperio ha llamado eufemísticamente su «ventaja militar asimétrica» en Asia y en el Pacífico. De hecho, el último intento estadounidense de renegociar los términos del “compromiso” han sido respaldados por una silenciosa reorganización de sus tropas en “el teatro del Pacífico».
Con menos grandilocuencia pero posiblemente más sustancia militar, el «Pivote a Asia» de la administración Obama, involucró el traslado del 60% de la capacidad de combate aéreo y naval de Estados Unidos al Pacífico.Este cerco militar agregó peso a la Asociación Transpacífica de Libre Comercio de Obama, como una manera de apuntalar el poder económico regional de Estados Unidos, excluyendo por supuesto a China.
A menuda se confunde la decisión de Trump de retirar a Estados Unidos de la Asociación Transpacífica como una prueba del cambio en la política norteamericana hacia China. Lo único cierto es que el actual inquilino de la Casa Blanca no solo ha continuado esa estrategia militar (con demostraciones de fuerza) sino que también ha incluido duras sanciones económicas.
A fines de 2019, el secretario de Defensa Mark Esper agregó una fanfarronada a los sigilosos pasos de Obama, declaró a China como la «prioridad número uno» del Pentágono. Y en 2020, el Comando Militar estadounidense de la región Indo-Pacífico anunció un presupuesto titulado «Recuperar la ventaja», solicitando $ 20 mil millones para retener la supremacía militar con una expansión masiva de misiles, radares y ataques de precisión en Guam, Okinawa Hawái y en el teatro de operaciones Asia-Pacifico .
La unidad y continuidad de la estrategia militar estadounidense contra China de las administraciones de Obama y Trump reflejan con exactitud nuevamente en consenso bipartidista: el «ascenso de China» ha excedido los límites aceptables para la hegemonía estadounidense, y ha provocado que las ganancias estén cayendo para un imperialismo hace tiempo parasitario.
Mientras tanto, está claro que el Partido Demócrata no tiene alternativa al programa de escalada unilateral de Estados Unidos contra China. Joe Biden se ha propuesto ridiculizar a Trump por permitir que China perfeccione el «arte del robo».En un adelanto de su agenda política, la candidata de Biden a Secretaria de Defensa, Michele Flournoy, condenó el «deterioro de la capacidad de disuasión estadounidense» y pidió nuevas inversiones para «mantener la ventaja militar estadounidense» en Asia en nombre de la «paz».
En detrimento de la humanidad, la cosmovisión hegemónica de Estados Unidos insiste en distorsionar las políticas chinas – de soberanía, multilateralismo y de un futuro compartido para la humanidad – transformándolas en amenazas de agresión.El fin del “compromiso” marca una reevaluación crítica por parte de Estados Unidos: el cambio en China no podría «inducirse» únicamente a través de medios de cooperación.
Si se considera que la guerra caliente está fuera de la mesa (dada que las economías de Estados Unidos y China están entrelazadas) entonces los esfuerzos de Estados Unidos hacia el desacoplamiento económico deben entenderse como una estrategia militar que abre la puerta a una guerra híbrida. Sin embargo, el fin del “compromiso” también plantea una coyuntura histórica entre los caminos del unilateralismo y del multilateralismo. Contrariamente a las alarmantes declaraciones del Departamento de Estado, el ascenso de China no es una amenaza para la hegemonía estadounidense.
La verdadera amenaza para la hegemonía estadounidense es el papel de China en la construcción de nueva era de multilateralismo. Una era en que instituciones como la ONU (que alguna vez fuera representante de la “Pax Americana”) puedan cumplir su promesa de ser plataformas para la paz y la cooperación internacional. El compromiso de China con la ONU, con la Organización Mundial de la Salud (y con el desarrollo de vacunas contra la COVID 19) hablan de su decisión de reforzar un multilateralismo basado en reglas pacíficas de contrapeso a la beligerancia estadounidense.
En Septiembre pasado en la Asamblea General de las Naciones Unidas el presidente Xi Jinping declaró “China no tiene intención de librar una Guerra Fría o una Guerra Caliente con ningún país”. “Nuestro pueblo, dijo, rechaza la geopolítica de suma cero y trabaja para enfrentar una crisis global como la pandemia y el cambio climático”.
El hecho que la soberanía china y su camino socialista hayan sido estigmatizados como una amenaza existencial para occidente nos dice mucho más de la naturaleza de la hegemonía estadounidense que del carácter del ascenso de China. Después de todo, no es China sino el imperio estadounidense el que insiste en dividir el mundo en campos opuestos. Al final, solo quedan dos lados: el lado del imperialismo y el unilateralismo, y el lado del futuro compartido.
Colectivo Qiao es una asociación de intelectuales chinos residentes en Estados Unidos, Canadá y Europa