Hace veinte años, diecinueve hombres, llenos de odio hacia Estados Unidos y de fe en la promesa del paraíso, se inmolaron, matando a miles de personas y provocando una de las mayores conmociones políticas globales de la historia del mundo.
Todos eran originarios de Oriente Medio; quince de ellos eran ciudadanos del más antiguo y más cercano aliado de Washington en esa región: el reino saudí. Se cosechó lo que se había sembrado.
Durante décadas, el gobierno de Estados Unidos había intrigado en Oriente Medio apoyando regímenes despóticos y fomentando el fundamentalismo islámico como antídoto contra todo lo que se considerara de izquierdas. En 1990, la agonía de la URSS pareció inaugurar un nuevo orden mundial dominado por Washington, lo que un columnista estadounidense denominó acertadamente el momento unipolar. El imperio estadounidense, que hasta entonces aún se tambaleaba por su síndrome de Vietnam, consiguió superarlo -o eso creía Bush padre- al lanzar un ataque devastador contra Irak en 1991. Bush había sido instado por Margaret Thatcher a expulsar a las tropas iraquíes que en agosto de 1990 habían invadido el vecino Kuwait. Entonces, Irak fue estrangulado por un cruel embargo que causó 90.000 muertes de más cada año, según las cifras de la ONU.
Fue la primera vez que Estados Unidos llevó a cabo una guerra en toda regla en Oriente Medio. Hasta entonces había librado guerras por delegación, especialmente a través de su aliado israelí. Los atentados del 11-S fueron el resultado directo de este cambio: una espectacular respuesta asimétrica, en suelo estadounidense, al despliegue masivo de Estados Unidos en Oriente Medio. Y sin embargo, lejos de dar un paso atrás y reconsiderar una implicación que tuvo un retorno tan dramático, George W. Bush y el grupo de neoconservadores salvajes que poblaban su administración vieron en el 11-S su Pearl Harbor. Era otra oportunidad para impulsar el expansionismo de Estados Unidos en lo que ellos llamaban el Gran Oriente Medio, una vasta zona que se extendía desde Asia Occidental hasta Asia Central y AfPak [Afganistán y Pakistán] sin otra característica común que el Islam.
Bush y su equipo llevaron la arrogancia estadounidense de la posguerra fría a su punto álgido. Entraron en Afganistán, junto con la OTAN y otros aliados, con la intención de convertir el país en una plataforma para la penetración de Estados Unidos en una región situada estratégicamente entre Rusia y China, los dos potenciales contendientes de la hegemonía unipolar de Washington. Dieciocho meses después invadieron Irak, su premio más codiciado por sus reservas de petróleo y su ubicación en el Golfo, una región vital por razones estratégicas y económicas relacionadas con el petróleo. Esta expedición neocolonial fue mucho más contestada a nivel mundial que la afgana, a pesar del apoyo entusiasta de Tony Blair y de la participación poco gloriosa del Reino Unido.
La invasión de Irak fue el leitmotiv del Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, un think tank cuyo nombre personificaba la arrogancia estadounidense y en el que participaron figuras clave de la administración de George W. Bush. Tenían la ilusión de que Estados Unidos podía rehacer Irak a su imagen y semejanza, y que los iraquíes apoyarían mayoritariamente esta perspectiva. En Afganistán, a juzgar por el número de tropas estadounidenses desplegadas allí, mucho menos que en Irak, no tenían las mismas esperanzas. Pero también allí se embarcaron en un insensato proyecto de construcción del Estado, tras darse cuenta de que en realidad había más colaboradores voluntarios dispuestos a colaborar con la ocupación liderada por Estados Unidos en Afganistán que en el propio Irak.
De este modo, desecharon la lección fundamental de Vietnam de no enfrascarse nunca en una aventura militar prolongada cuyo éxito es incierto. Irak se convirtió rápidamente en un atolladero. En 2006, la ocupación se había convertido claramente en un desastre. Mientras las tropas estadounidenses estaban ocupadas luchando contra una insurgencia árabe suní dirigida por la misma Al-Qaeda que Washington había extirpado de Afganistán, Irán se aseguró el control de Irak por medio de fuerzas árabes chiítas aliadas, habilitadas por la propia ocupación estadounidense y británica. La clase dirigente de Estados Unidos dio la voz de alarma y obligó a dimitir al principal arquitecto de la ocupación, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld. Una comisión bipartidista del Congreso diseñó una estrategia de salida, que incluía un incremento temporal de las tropas estadounidenses junto con la compra de la lealtad de las tribus árabes suníes para superar la insurgencia. Bush concluyó entonces un acuerdo con el gobierno de Bagdad, respaldado por Irán, para la retirada de las tropas estadounidenses a finales de 2011. Su sucesor, Barack Obama, supervisó la finalización de la retirada.
Obama intentó repetir la experiencia en Afganistán, pero fracasó estrepitosamente. Los corruptos señores de la guerra aliados de EE UU nunca tuvieron mucho crédibilidad (los talibanes habían tomado el poder en 1996 tras derrotarlos). Obama inició entonces un programa de salida, que su sucesor Donald Trump suspendió durante un tiempo para intentar una nueva incremento, no sólo contra los talibanes, sino también contra el nuevo avatar de Al Qaeda, el Estado Islámico (EI). En 2012, el EI se había trasladado de Irak a Siria, donde había acumulado fuerzas aprovechando la guerra civil, y luego, en el verano de 2014, había vuelto a entrar en Irak mediante una invasión arrolladora de las zonas árabes suníes. Esto provocó una ignominiosa debacle de las fuerzas gubernamentales iraquíes, creadas, entrenadas y armadas por Washington.
Estados Unidos contraatacó al EI con bombardeos masivos en apoyo a los combatientes locales sobre el terreno, que paradójicamente incluían a las fuerzas kurdas de izquierda en Siria y a las milicias proiraníes en Irak. El EI quedó reducido a una guerrilla clandestina, salvo que ya había empezado a extenderse por todo el mundo, especialmente en África y Asia. Los disidentes de la línea dura de los talibanes crearon una rama local del EI. Al deshacerse de Osama bin Laden en 2011, Obama derrotó a Al Qaeda, pero sólo para presenciar, poco después, la aparición de su avatar aún más violento.
Trump acabó tirando la toalla. Redujo el número de tropas estadounidenses al mínimo y concluyó un acuerdo con los talibanes para la retirada de las tropas extranjeras que quedaban en 2021. Acuerdo supervisado por Joe Biden, que concluyó de la forma trágica y chapucera que todo el mundo presenció en agosto. El ejército del gobierno de Kabul se derrumbó en una debacle idéntica a la de las tropas del gobierno de Bagdad. Como en la mitología griega, la arrogancia de Estados Unidos (y del Reino Unido) había vuelto a encender la ira de la diosa Némesis y fue castigada en consecuencia.
Las derrotas en Irak y Afganistán han provocado una recaída de Estados Unidos en el síndrome de Vietnam. Sin embargo, esto no significa que Washington vaya a abandonar la agresión imperial: sólo significa que a corto plazo no se comprometerá con despliegues prolongados a gran escala en otros países con vistas a reconstruir su Estado. Más bien, Washington utilizará su «capacidad antiterrorista más allá del horizonte», como prometió Joe Biden en su alocución del 31 de agosto. Obama, que se opuso en el Senado a la invasión de Irak en 2003, recurrió a los ataques con aviones no tripulados con mucha más intensidad que su predecesor. Esa pauta fue desarrollada por Trump, junto con ataques con misiles, y también por Biden.
Y, sin duda, se intensificará aún más. Este tipo de intervenciones son guerras en pequeñas dosis, que a lo largo del tiempo no son menos letales que las intervenciones masivas ocasionales, y resultan más perniciosas porque escapan al escrutinio público. Hay que ponerles fin.
Gilbert Achcar es profesor de Estudios de Desarrollo y Relaciones Internacionales en SOAS.
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Traducción: viento sur