Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza
Menos de dos meses después de que el presidente Barack Obama anunciara el fin de la misión de combate en Afganistán, altos cargos del Pentágono han dejado claro que estas operaciones asesinas no solo continúan, sino que se recrudecen, al tiempo que los planes para la retirada de las tropas estadounidenses está siendo reconsiderados.
A finales del año pasado, el presidente estadounidense declaró que «la guerra más larga de la historia americana llega a una conclusión responsable». Y añadió que el repliegue de las tropas estadounidenses marcaba «un hito para nuestro país».
Pero la guerra en Afganistán continúa, y existen pruebas cada vez más evidentes de que el resultado de más de 13 años de ocupación militar -denominada «Operación Liberación Duradera»- ha sido un desastre para la política exterior de EE.UU. y una catástrofe humanitaria para la empobrecida población afgana.
La guerra más larga de la historia de EE.UU. se ha cobrado la vida de 2.356 soldados estadounidenses y dejado 20.066 heridos, y la mayoría de estas víctimas se han registrado durante la administración de Barack Obama. El actual presidente promovió la intervención en Afganistán como la «guerra buena» y triplicó con creces el número de soldados y marines estadounidenses que participaron en ella. El coste para la economía de EE.UU se estima entre 750 mil millones y varios billones de dólares.
Durante su discurso el pasado mes de diciembre, Obama aseguró que 13 años de guerra y ocupación estadounidense habían servido para «devastar el núcleo de Al-Qaida, hacer justicia en el caso de Osama bin Laden, desbaratar operaciones terroristas y salvar incontables vidas estadounidenses». Así mismo habían «ayudado a la población afgana a recuperar sus comunidades» y a «asumir la conducción de su propia seguridad»
Esta elogiosa valoración dio un giro diferente la semana pasada, cuando el nuevo secretario de Defensa, Ashton Carter, dijo que Washington quería asegurarse de que «los afganos son capaces de mantener la situación que nuestras fuerzas han creado en los años recientes, de relativa seguridad y estabilidad». Por eso mismo, dijo, Washington estaba «reconsiderando» sus operaciones de «contraterrorismo», así como el calendario establecido para la retirada de tropas.
La caracterización de la situación por parte de Carter como de «relativa seguridad y estabilidad» es absurda. Todo indica que el régimen títere de Kabul instalado por EE.UU. afronta una catástrofe, y que sus patrocinadores estadounidenses están convencidos de que solo la intensificación de la masacre puede revertir las tendencias más amenazadoras y evitar una derrota al estilo de Vietnam.
Actualmente hay unos 10.000 soldados estadounidenses en Afganistán, además de unos 20.000 contratistas militares y varios cientos de agentes de la CIA. Mientras Obama asegura haber puesto fin a la misión de combate en el país, su administración ha ordenado aumentar las redadas nocturnas de las fuerzas especiales estadounidenses en los pueblos afganos, así como intensificar los bombardeos aéreos contra presuntos objetivos insurgentes.
Ambas tácticas despertaron un intenso rechazo popular y fueron prohibidas formalmente por el anterior presidente Hamid Karzai. Sin embargo, cuentan con el apoyo de su sucesor, Ashraf Ghani, que cada vez está más desesperado ante la creciente ofensiva por parte de las fuerzas opositoras.
La escalada militar se ha cobrado un precio muy alto entre la población civil afgana. La Misión de Asistencia de las Naciones Unidas para Afganistán registró 10.548 víctimas civiles (3.699 muertos y 6.849 heridos) en el último año. Esta cifra supone un incremento en el número de muertos del 25% con respecto al año anterior, y el mayor número de muertos y heridos civiles desde que la ONU comenzó a documentar el número de víctimas de manera sistemática en 2009.
Cada vez son más las señales que indican que las fuerzas de seguridad afganas, equipadas y entrenadas por EE.UU., se encuentran en un estado de desintegración. El mes pasado, el Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR, en inglés) citó al teniente general Joseph Anderson, el entonces comandante de las fuerzas de ocupación dirigidas por EE.UU., cuando afirmó que el nivel de víctimas que habían sufrido las fuerzas afganas (solo en 2014 fueron asesinados más de 5.000 soldados y policías afganos) «no era sostenible», ni tampoco lo era la tasa de deserción.
La indicación más clara de las terribles condiciones en que se encuentran el Ejército Nacional afgano y la policía, la encontramos en la reciente decisión del Pentágono y la OTAN de clasificar toda la información sobre sus capacidades de combate como secreta, cuando llevaba años publicándola.
La situación económica y social que enfrenta el país es, si cabe, incluso más desesperada. En términos de renta per cápita Afganistán ocupa la posición 215 a nivel mundial, y casi la mitad de la población vive en condiciones de extrema pobreza. La economía ha empezado a contraerse con la disminución de la presencia militar estadounidense y de la ayuda externa, las principales fuentes de ingresos.
Las cifras proporcionadas por las agencias estadounidenses, que alardean de la espectacular mejora de la esperanza de vida, la educación y otros índices, han sido puestas en entredicho por las agencias internacionales, que consideran los datos de Washington poco menos que propaganda de guerra.
Al contrario que las declaraciones engañosas sobre los avances logrados por la Casa Blanca y el Pentágono, las encuestas de opinión han demostrado que una gran mayoría del público estadounidense cree que la guerra de Afganistán no ha merecido la pena, y solo un 23% de los soldados estadounidenses que lucharon allí consideran que su campaña fue un éxito.
El giro que ha dado la administración de Obama hacia una nueva escalada militar en Afganistán está movido por los mismos intereses geoestratégicos depredadores que guiaron originalmente la invasión y ocupación estadounidense. Detrás de estos intereses no está la preocupación por el terrorismo sino el deseo de afianzar la hegemonía de EE.UU. sobre las regiones ricas en recursos energéticos de la cuenca del Mar Caspio y Asia Central, y de posicionar las tropas estadounidenses lo más cerca posible de las fronteras de Rusia y China.
Dentro del Gobierno estadounidense crecen los temores de que una retirada precipitada de EE.UU. pueda crear un vacío que sería ocupado por Beijing y Moscú.
La «reconsideración» de la misión de combate de EE.UU en Afganistán se lleva a cabo en medio de la intensificación de las intervenciones militares estadounidenses a escala global. Washington ha anunciado sus planes de una gran ofensiva dirigida por EE.UU. contra la ciudad iraquí de Mosul, con 1,5 millones de habitantes, mientras continúan los bombardeos aéreos en Irak y Siria. Casi simultáneamente, se sumó al anuncio de Turquía de un programa conjunto para entrenar a miles de «rebeldes» sirios que lucharían nominalmente contra el Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS), pero también por el cambio de régimen en Siria.
En Ucrania aumentan las provocaciones de Washington contra Moscú. El nuevo secretario de Defensa ha mostrado su apoyo a la propuesta de armar al ejército de Ucrania para combatir en una guerra que podría llevar a EE.UU. a una confrontación directa con Rusia (ambos poseedores de armas nucleares).
Al mismo tiempo, la Armada estadounidenses ha desvelado sus planes de desplegar cuatro buques de combate litoral -diseñados para operar en zonas costeras- en el noreste de Asia como parte de una nueva estrategia de defensa denominada «pivot to Asia», que incluye planes para trasladar el 60% de la flota naval estadounidense a la región Asia-Pacífico para hacer frente al ascenso de China.
Como escribió León Trotski en el período previo a la Segunda Guerra Mundial, mientras que para la Alemania nazi se trataba de «organizar» Europa, el imperialismo estadounidense «tiene que ‘organizar’ el mundo».
«La historia», nos advirtió, «está enfrentando a la humanidad con la erupción volcánica del imperialismo norteamericano».
Este pronóstico queda confirmado por las continuas guerras en Afganistán e Irak y la amenaza de confrontación militar con Rusia y China. La posibilidad de una tercera guerra -nuclear- mundial solo puede ser contrarrestada por la movilización de la clase trabajadora mundial como una fuerza revolucionaria independiente contra la guerra imperialista y su origen, el sistema capitalista.
Bill Van Auken es un político y activista estadounidense del SEP (Socialist Equality Party), de tendencia trotskista. Fue candidato a las elecciones presidenciales estadounidenses de 2004.
Fuente: http://www.wsws.org/en/articles/2015/02/24/pers-f24.html