El Estado iraní se enfrenta a una plétora de contradicciones estructurales. La elección de Masoud Pezeshkian, un reformista, representa el modo elegido para intentar superar esta crisis múltiple.
Irán tiene un nuevo presidente, su primer presidente «reformista» declarado en casi dos décadas. Masoud Pezeshkian, cirujano cardiaco y exministro de Sanidad que formó parte del gobierno de Jatamí (1997-2005) a principios de la década de 2000, ganó las elecciones obteniendo el 53,6 por 100 de los votos. Nacido de padre azerí y madre kurda en la ciudad de Mahabad, y criado en Urumia, en el oeste de Azerbaiyán, Pezeshkian tiene un buen trato, un talante humilde y una afición por los proverbios azeríes, que lo distinguen de sus rivales. Hace sólo dos meses su ascenso a la presidencia era impensable. Sin embargo, la repentina muerte de Ebrahim Raisi en un accidente de helicóptero a mediados del pasado mes de mayo provocó un cambio político, cuyo sentido los analistas de dentro y fuera del país aún pugnan por discernir.
Para comprender cómo alguien del perfil de Pezeshkian logró pasar el filtro del Consejo de Guardianes, el órgano de predominio clerical responsable de examinar la «idoneidad» de los candidatos electorales, debemos retroceder hasta 2021. Las elecciones presidenciales celebradas el 18 de junio de ese año fueron quizá las más cuidadosamente organizadas de la historia reciente de la República Islámica. El meteórico ascenso de Raisi a través de diversos centros de poder no electos —su administración fiduciaria de la poderosa fundación religiosa Astan-e Qods-e Razavi, su mandato como fiscal general y luego como presidente del Tribunal Supremo— llevó a muchos a suponer que su carrera estaba siendo encaminada por el régimen a la sucesión del líder supremo, el ayatolá Alí Jamenei, cuyo mandato había entrado en su cuarta década de gobierno. Parecía que Jamenei y sus aliados habían decidido sacrificar la ya de por sí escasa competitividad de las elecciones presidenciales iraníes para garantizar el control conservador de los tres poderes del Estado y así asegurar una transición sin sobresaltos, cuando finalmente el actual líder supremos abandonara la escena. Millones de iraníes, indignados por la retirada de Trump del Joint Comprehensive Plan of Action (JCPOA) —el acuerdo nuclear firmado entre Irán, por un lado, y China, Francia, Rusia, el Reino Unido, Alemania, Estados Unidos y la Unión Europea, por otro— y por las promesas incumplidas del gobierno de Rouhani (2013-2021), se negaron a secundar esta farsa electoral. La participación alcanzó el mínimo histórico del 48,8 por 100 y se anularon votos en masse. A pesar de todo, Raisi llegó al poder.
Sin embargo, su muerte en los bosques del este de Azerbaiyán acabó con este plan. En 2021 la contienda presidencial era inseparable de la cuestión de la sucesión de la máxima magistratura del país detentada por el ayatolá Alí Jamenei. Ahora, estos dos procesos de selección de élites se han desvinculado. En consecuencia, el círculo íntimo de este parece dispuesto a considerar la idea de reintegrar al sector políticamente más afable de los reformistas, a menudo denominados «reformistas de Estado» por sus críticos, como medio de estabilizar el sistema. A diferencia de la carrera presidencial de 1997, cuando el establishment se vio sorprendido por el éxito del llamado «flanco izquierdo» de la clase política, esta vez este estaba preparado para aceptar a un candidato moderado, aunque esta no fuera su primera opción. Es posible también que Jamenei y sus aliados más cercanos hayan percibido que cuando los partidarios de la línea dura (osulgarayan) controlan la totalidad de las ramas del Estado, el propio líder supremo se convierte en el pararrayos de la ira contenida de la población contra el sistema, lo cual hace más difícil desviar las responsabilidades derivadas de la corrupción y de la mala gestión del régimen.
Las razones de esta reintegración van más allá, sin embargo, de las maniobras efectuadas y de las disputas existentes en el seno de la élite. Las protestas nacionales encabezadas por las mujeres iraníes, que estallaron en 2022, así como los levantamientos étnico-nacionales registrados en las provincias del Kurdistán y de Sistán-Baluchistán durante ese mismo período, han desencadenado la aparición de poderosas fuerzas antisistémicas opuestas tout court a la República Islámica y a su clase política. Ningún político, salvo los más intransigentes de la derecha, podía dejar de reconocer las repercusiones sociales y culturales de ello. Pezeshkian fue uno de los pocos parlamentarios, que condenó públicamente el destino de Mahsa Jina Amini poco después de que se convirtiera en noticia nacional. También la mencionó varias veces durante su campaña presidencial, señalando el legado perdurable del movimiento desencadenado tras su asesinato y la indignación generalizada ante su brutal represión.
Este periodo de malestar y revuelta coincidió con una oleada sin precedentes de huelgas de profesores y de militancia obrera, a medida que la clase media iraní, cuya trayectoria es socialmente descendente, era golpeada por una inflación de dos dígitos: radicalizada históricamente por ciclos regulares de protestas y represión, esta clase media empezaba a movilizarse por el cambio. Durante los últimos años se ha producido un pronunciado deterioro del nivel de vida, que afecta a millones de iraníes tanto en las ciudades como en las provincias, golpeando tanto a la fuerza de trabajo asalariada como a los trabajadores pobres, que no pueden vivir dignamente de su salario. Los problemas económicos del país se han visto agravados por la marginación de los reformistas, la represión de las libertades civiles y la aplicación de una política reaccionaria de reproducción social y de control de la población. Las sanciones impuestas por Estados Unidos han acelerado la devaluación de la moneda, provocando que muchos iraníes canalicen sus ahorros hacia el mercado de valores o las criptomonedas.
El Estado iraní se enfrenta, pues, a una plétora de contradicciones estructurales. En un primer momento, el gabinete del líder supremo y las más altas esferas de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica respondieron redoblando su apuesta por la línea de la «seguridad nacional» y disuadiendo las incursiones de fuerzas sociales o políticas ajenas a su círculo. Aunque esta estrategia podría reivindicar cierto éxito por sí misma, no era en absoluto una receta para la estabilidad y mucho menos para la prosperidad, dado que no abordaba las causas del creciente descontento doméstico. Tras la muerte de Raisi, quedó claro que una parte significativa de la élite del poder y de la clase política en general no creía que los partidarios de la línea dura, cuyos cuadros más extremos se hallan ligados al Frente por la Estabilidad de la Revolución Islámica (Jebheh-ye paidari), fueran capaces de gestionar la crisis o siquiera de comprender lo que estaba en juego en el despliegue de la misma. Una adaptación eficaz significaba ampliar la esfera de la toma de decisiones políticas, aunque fuera de forma muy controlada.
Aquí entra Pezeshkian. Su campaña presidencial tuvo un comienzo lento y no obtuvo buenos resultados en los primeros debates televisados. A pesar de su paso por el Ministerio de Sanidad, su perfil nacional era bajo y se consideraba que carecía de la experiencia necesaria para desempeñar el cargo de presidente de la República Islámica de Irán. Los apoyos de Jatamí y de otros destacados reformistas, así como de antiguos presos políticos y destacados intelectuales, no tuvieron efectos destacables. En la primera vuelta de las elecciones presidenciales se registró la participación más baja de la historia de la República Islámica: un lamentable 39,9 por 100. Entre el 60 por 100 de los electores que se negó a votar, algunos no estaban dispuestos a conferir legitimidad al sistema, mientras que otros mostraban simplemente su apatía, pues ya no creían que la presidencia pudiera afectar a su vida cotidiana, dada la autoridad superior del líder supremo y de otros centros de poder político, jurídico, religioso y económico. Sin embargo, Pezeshkian se benefició de los malos resultados del candidato favorito del sistema, el exalcalde de Teherán y actual presidente de la Asamblea Consultiva Islámica (Majles), Mohammad-Baqer Qalibaf, que se estrelló cosechando un humillante 14 por 100 de los votos en medio de un torbellino de acusaciones de corrupción.
Prácticamente todos y cada uno de los presidentes de la República Islámica electos hasta la fecha se han enfrentado al líder supremo de la misma cuando han intentado implementar sus propios programas. De Abolhassan Banisadr en 1981 a Mohammad Jatamí en la década de 2000, pasando por los gobiernos más recientes de Mahmud Ahmadineyad (2005-2013) e incluso de Hassan Rouhani (2013-2021), las relaciones entre ambas figuras se han deteriorado inevitablemente, desembocando a menudo en el distanciamiento y, finalmente, en la expulsión del presidente de los verdaderos centros de poder. En su campaña, Pezeshkian decidió abordar esta cuestión hablando abiertamente de las limitaciones del cargo presidencial. Dijo a los votantes que no él era un hacedor de milagros, que su autoridad era limitada y que sólo podría introducir cambios en las áreas bajo su control inmediato. En las que estaban fuera de su competencia, se comprometía a entablar negociaciones en nombre del pueblo. No se enfrentaría a los intereses arraigados en el corazón del sistema, sino que trabajaría con ellos de forma constructiva. Este tipo de centrismo dista mucho de los años de Jatamí, en los que se pensaba que la democracia parlamentaria y la globalización neoliberal representaban el fin de la historia, y de las promesas más radicales de «desarrollo político» (towse’eh-ye siyasi): un eufemismo habitual para referirse a la democratización y la reforma constitucional. Sin embargo, representa una ruptura significativa con lo sucedido durante los últimos tres años.
En la segunda vuelta, Pezeshkian compitió con el partidario de la línea dura de extrema derecha Said Jalili, antiguo negociador nuclear y secretario del Consejo Supremo de Seguridad Nacional. Entre los principales partidarios de Jalili había negacionistas de la covid-19, teóricos de la conspiración antisemita, autárquicos radicales y teócratas absolutistas. Su programa combinaba una política cultural ultraconservadora con una oferta económica pseudopopulista, que explotaba las corrientes subterráneas de resentimiento existentes en el país. Prometió proteger a los ciudadanos más vulnerables de Irán y luchar contra la corrupción y el rentismo de su clase capitalista. Como respuesta a todo ello, los reformistas se unieron al centro derecha, advirtiendo de la «talibanización» de Irán y de su transformación en una Corea del Norte islamista, si Jalili y su «gobierno en la sombra» llegaban al poder. El miedo a esta perspectiva fue suficiente para que la participación electoral se situara justo por debajo del 50 por 100. En el recuento final, Jalili obtuvo 13,5 millones de votos frente a los 16,4 millones obtenidos por Pezeshkian, hecho que refleja la creciente polarización del sistema político iraní. El importante descenso de la proporción de votos conservadores –Raisi recibió 18 millones en las anteriores elecciones presidenciales de 2021– indica que muchos moderados abandonaron a Jalili y optaron por Pezeshkian. Sin embargo, la lamentable tasa de participación, que ha descendido del 73 por 100 registrado en las elecciones presidenciales de 2017, sugiere que la política del mal menor y del control de daños producen ahora rendimientos decrecientes.
Las promesas de campaña de Pezeshkian no brillaron por su grado de detalle, pero pretendían abordar tres áreas principales. La primera se refería a las libertades civiles. El candidato se opuso a la represión de la esfera pública por parte de la extrema derecha —la regulación cada vez más estricta de la vestimenta femenina y las relaciones de género, las leyes de censura cada vez más estrictas, la amenaza inminente de una «Internet nacional» restringida— y prometió hacer todo lo posible para revertir estas tendencias.
La segunda promesa versaba sobre la política exterior, considerada en general inseparable del estancamiento de la economía iraní. Pezeshkian prometió que intentaría salvar el acuerdo nuclear, liberar a Irán de la debilitante «jaula de sanciones» y rebajar las tensiones con Estados Unidos y Europa. Para ello, se mantendría firme frente a los radicales, que intentan sabotear las negociaciones, anteponiendo la «experiencia» a la «ideología», mejorando los lazos con los vecinos regionales de Irán y estableciendo relaciones más equilibradas entre Oriente y Occidente.
Por último, Pezeshkian subrayó la necesidad de hacer frente a la galopante inflación, que había sido superior al 40 por 100 a lo largo de 2023 y principios de 2024. Su poderosa coalición de intereses políticos y económicos aboga por una serie de medidas para resolver la crisis: liberalización del mercado, redimensionamiento del «hipertrofiado» sector público iraní, freno a la fuga de capitales de la clase media, potenciación del sector privado (frente al sector paraestatal capitalista ligado al régimen) y atracción de la inversión extranjera. Esta coalición cree que así se solucionará el ineficiente funcionamiento del mercado de trabajo y se contrarrestará la enorme influencia de las poderosas fundaciones religiosas (bonyads) y de las diversas empresas y subcontratistas vinculados a los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica.
En cada uno de estos ámbitos, las políticas de Pezeshkian podrían en teoría tener consecuencias materiales para millones de iraníes. El acceso a internet ha sido esencial para el movimiento democrático del país, así como para la libertad de expresión individual, pero también ha sido decisivo para evitar la quiebra de innumerables pequeños comerciantes y pequeñas y medianas empresas. La mano dura con la que la Patrulla de Orientación vigila los códigos de vestimenta ha violado los derechos básicos de millones de mujeres y sus horribles acciones, a menudo grabadas por las cámaras y difundidas por las redes sociales, han infligido un enorme daño a la reputación del sistema, provocando la repulsa incluso de muchos clérigos tradicionalistas. Poner freno a tales comportamientos represivos supondría un avance tanto para el pueblo iraní como para el régimen.
En el ámbito de la política exterior no hay indicios de que los principios fundamentales de la doctrina de seguridad de la República Islámica de Irán estén sujetos a negociación. El ayatolá Jamenei y las principales figuras de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica llevan décadas construyendo lo que hoy se conoce como el «Eje de la Resistencia», un modelo que consideran parte indispensable de la capacidad de la República Islámica para proteger al país de las amenazas extranjeras y de la injerencia imperialista. Aunque un giro hacia la diplomacia proactiva puede provocar una cierta desescalada, dotada de resultados potencialmente beneficiosos, ello no cambiará esta parte esencial de la doctrina de defensa de Irán. También se cierne un gran interrogante sobre si algún presidente estadounidense, demócrata o republicano, estará dispuesto a gastar un mínimo de capital político para insuflar nueva vida a un acuerdo con el Estado iraní.
En cuanto a la economía, la convicción de que el «conocimiento experto» se demostrará decisivo para resolver los problemas que la aquejan suena hueca, al igual que la idea de que Pezeshkian podrá lograr la aprobación de sus políticas con un mandato débil y un parlamento que clama por su cabeza. Desarrollar una tecnocracia eficaz no sería intrascendente, pero tampoco evitaría los factores estructurales de la inflación y de la caída del nivel de vida. El presidente entrante parece ser consciente de que debe asegurarse al menos un mínimo de consentimiento popular para cualquier programa de reformas. A finales de 2019, Rouhani aplicó una desastrosa ronda de terapia de choque al eliminar los subsidios a los combustibles, infligiendo un enorme daño a los iraníes de clase trabajadora y desatando protestas masivas en las que murieron cientos de personas. Reacio a repetir este error, Pezeshkian insiste en que solo aumentará los precios del combustible con el hamrahi del pueblo, esto es, con su «participación» o aprobación. ¿Lo conseguirá?
Pezeshkian ya ha dejado claro que su gobierno se basará en un elenco familiar de políticos veteranos, de tecnócratas y de administradores. Dos ministros de alto nivel del gobierno de Rouhani, Mohammad Javad Zarif y Mohammad Javad Azari Jahromi, estuvieron al frente de su campaña. Su bloque de poder incluye a los neoliberales del Partido de los Ejecutivos de la Construcción de Irán, a clérigos moderados de alto rango, a elementos antiguos y actuales de la Guardia Revolucionaria e incluso a algunos profesores universitarios purgados. Esta fracción de la clase dirigente no quiere perturbar el statu quo. Una de las principales razones por la que esta fracción acudió en masa a Pezeshkian fue por la esperanza de que pudiera controlar la economía, estabilizar la situación nacional y calmar las tensiones internacionales a la sombra del genocidio de Gaza.
Pero esta fracción de la clase dirigente también sabe que algo tiene que cambiar. El statu quo se está volviendo insostenible y gran parte de la población se aproxima al punto de ruptura. Su solución consiste en apaciguar a las clases medias urbanas y en hacer algunas concesiones en los ámbitos cultural y social para evitar una mayor fuga de cerebros y capitales. Esta fracción no sólo se beneficiará personalmente de la expansión del sector privado y de la atracción de capital extranjero, sino que esta táctica también les permitirá controlar el sector paraestatal y su indebida influencia política. Para conseguir mayores niveles de inversión extranjera es posible que tengan que mejorar las relaciones con Occidente y conseguir la eliminación de las sanciones secundarias estadounidenses. Esta nueva fracción de la clase dirigente es también muy consciente de que esta agenda estará muy circunscrita por el gabinete del líder supremo y por el estamento militar y de seguridad.
Todo ello supone un posible cambio del tono, el estilo, las competencias, las prioridades políticas y las estrategias de «gobernanza» dentro de unos límites claramente definidos, cuyo impacto bien podría tener efectos en la vida cotidiana de la población iraní, lo cual, sin embargo, tendrá poca relevancia sobre los profundos problemas socioeconómicos que aquejan a la república teocrática, que seguirán causando dificultades y perturbaciones durante los próximos años y provocarán la represión del Estado en nombre del mantenimiento del «orden público». Una vez que se produzca la próxima gran crisis, es poco probable que las clases medias y la clase trabajadora permanezcan pasivas depositando sus esperanzas en que el gobierno de Pezeshkian cumpla por fin con sus obligaciones, porque han sido decepcionadas demasiadas veces como para dormirse en los laureles.
Artículo original: Damage control publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Eskandar Sadeghi-Boroujerdi, «Las reglas del juego», Sidecar/El Salto.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/sidecar/control-danos-republica-islamica-iran