Las cifras récord de desplazados por la guerra quedarán eclipsadas por los expulsados de sus hogares ante el cambio climático
Solo los vi unos segundos. Una ojeada y desaparecieron. La joven llevaba un pañuelo marrón en la cabeza y vestía una camisa amarilla de manga corta y una falda larga con motivos florales de color rosa, rojo y azul. Sujetaba entre sus manos las riendas de un burro que tiraba del carro de color ladrillo. En el regazo llevaba un bebé. Encaramada a su lado, en el borde del pescante de metal, había una niña que no podía tener más de ocho años. Un poco de leña, alfombras, esteras tejidas, ropa o sábanas enrolladas, una tina de plástico verde oscuro y un bidón de gran tamaño iban amarrados a la plataforma del carro. Tres cabras atadas a la parte posterior caminaban por detrás.
Se hallaban, como yo, en medio de un camino caluroso y polvoriento que iba atascándose con las familias que se apresuraban a enganchar sus burros y amontonar todo lo que podían (leña, colchonetas, ollas de cocina) en carros descoloridos por el sol o camionetas-taxi. Y esos eran los afortunados. Muchos habían partido sencillamente a pie. Los muchachos cuidaban pequeños rebaños de cabras recalcitrantes. Las mujeres llevaban consigo a aturdidos niños pequeños. A la rara sombra de un árbol al borde de la carretera, una familia se había detenido y un hombre de mediana edad inclinaba la cabeza, sosteniéndola con una mano.
A principios de este año, viajé por ese camino de tierra ocre en Burkina Faso, una pequeña nación sin salida al mar en el Sahel africano que alguna vez fue famosa por tener el festival de cine más grande del continente. Ahora es el lugar donde se despliega una catástrofe humanitaria. Esas personas iban afluyendo por la carretera principal de Barsalogho, a unos 260 kms al norte de la capital, Uagadugú, hacia Kaya, una ciudad comercial cuya población casi se ha duplicado este año debido a los desplazados. En los tramos del norte del país, otros burkineses (como se conoce a esos ciudadanos) realizaban viajes similares hacia ciudades que ofrecían solo unos tipos de refugio de lo más incierto. Eran víctimas de una guerra sin nombre, una batalla entre militantes islamistas que asesinan y masacran sin escrúpulos y fuerzas armadas que matan a más civiles que militantes.
Había sido testigo antes de variaciones de esta desdichada escena: familias exhaustas y destrozadas desalojadas por milicianos armados con machetes, tropas gubernamentales con Kalashnikov o mercenarios de un señor de la guerra; gente traumatizada cubierta de polvo que avanza pesadamente por carreteras solitarias, huyendo de los ataques de artillería, de pueblos en llamas o aldeas salpicadas de cadáveres en descomposición. A veces, las motos tiran de los carros. A veces, las muchachas llevan bidones en la cabeza. A veces, la gente huye sin nada más que lo que lleva puesto. A veces, cruzan las fronteras nacionales y se convierten en refugiados o, como en Burkina Faso, devienen en desplazados internos en su propia tierra natal. Cualesquiera que sean los detalles, estas escenas son cada vez más comunes en nuestro mundo y, por lo tanto, van convirtiéndose en moneda corriente de la peor manera posible. Y aunque en EE. UU. apenas son conscientes de lo que sucede, eso es lo que también los convierte, colectivamente, en una de las historias emblemáticas de nuestro tiempo.
Según ACNUR, la Agencia para los Refugiados de las Naciones Unidas, al menos 100 millones de personas se han visto obligadas a huir de sus hogares debido a la violencia, la persecución u otras formas de desorden público durante la última década. Eso es aproximadamente una de cada 97 personas en el planeta, aproximadamente el uno por ciento de la humanidad. Si a esas víctimas de la guerra se les hubiera dado su propio hogar para vivir, compondrían la decimocuarta nación más grande del mundo en cuanto a población.
A finales de junio, según el Centro de Monitoreo de Desplazamientos Internos, otros 4,8 millones de personas habían quedado desarraigadas por los conflictos, habiéndose registrado los aumentos más devastadores en Siria, la República Democrática del Congo y Burkina Faso. Sin embargo, por muy deprimentes que sean estas cifras, están destinadas a quedar eclipsadas por las personas desplazadas por otra historia emblemática de nuestro tiempo: el cambio climático.
Los incendios, los derechos y las supertormentas ya han puesto en tela de juicio cifras impactantes y, según los expertos, lo peor está aún por venir. Un pronóstico reciente sugiere que, para el año 2050, el número de personas expulsadas de sus hogares por catástrofes ecológicas podría ser un 900% mayor que los 100 millones que se vieron obligados a huir de los conflictos durante la última década.
Peor que la Segunda Guerra Mundial
Las mujeres, los niños y los hombres expulsados de sus hogares por los conflictos se han convertido una característica definitoria de la guerra moderna. Desde hace casi un siglo, los corresponsales de guerra han sido testigos de este tipo de escenas una y otra vez. “Los civiles recién desplazados, ahora sin hogar, al igual que el resto, sin tener ni idea de dónde dormirían o comerían después, con todas sus vidas futuras sumidas en la incertidumbre, escapaban como podían de la zona de combate”, informaba el legendario Eric Sevareid, mientras cubría Italia para CBS News durante la Segunda Guerra Mundial. “Una niña cubierta de polvo se aferraba desesperadamente a un pesado saco de arpillera que no hacía más que moverse. El cerdo que iba dentro gruñía débilmente. Las lágrimas corrían por el rostro de la niña. Nadie se movió para ayudarla…”
La Segunda Guerra Mundial fue una conflagración cataclísmica en la que se implicaron 70 naciones y 70 millones de combatientes. Los combates se extendieron a lo largo de tres continentes con una furia destructiva sin igual, incluidos los bombardeos para sembrar el terror, innumerables masacres, dos ataques atómicos y la muerte de 60 millones de personas, la mayoría de ellos civiles, entre ellos seis millones de judíos en un genocidio conocido como el Holocausto. Otros 60 millones se vieron forzados a desplazarse, más que la población de Italia (entonces el noveno país más grande del mundo). Una guerra global sin precedentes que causó un sufrimiento inimaginable y, sin embargo, dejó a muchas menos personas sin hogar que los 79,5 millones de desplazados por conflictos y crisis acumulados al final de 2019.
¿Cómo puede la gente desplazada ya por la violencia superar el total de la Segunda Guerra Mundial en casi 20 millones (sin contar los casi cinco millones más que se han añadido en la primera mitad de 2020)?
La respuesta: Hoy en día ya no puedes regresar a casa.
En mayo de 1945, la guerra en Europa llegó a su fin. A comienzos de septiembre, la guerra en el Pacífico había terminado también. Un mes más tarde, la mayor parte de la Europa desplazada -incluyendo más de dos millones de refugiados de la Unión Soviética, 1,5 millones de franceses, 586.000 italianos, 274.000 holandeses, y cientos de miles de belgas, yugoslavos, checos, polacos, y otros- habían regresado ya a casa. Algo más de un millón de personas, en su mayoría europeos del este, se encontraban aún atascados en campamentos supervisados por las fuerzas de ocupación y las Naciones Unidas.
Hoy en día, según el ACNUR, cada vez menos refugiados de guerra y desplazados internos son capaces de reconstruir sus vidas. En la década de 1990, un promedio de 1,5 millones de refugiados pudieron regresar a sus hogares cada año. Durante los últimos diez años, ese número se ha reducido a alrededor de 385.000. En la actualidad, alrededor del 77% de los refugiados del mundo se hallan atrapados en situaciones de desplazamiento a largo plazo gracias a guerras inacabables como el conflicto en Afganistán, que, en sus múltiples iteraciones, va ahora por su sexta década.
Guerra contra (de y para) el Terror
Uno de los generadores más dramáticos de desplazamiento en los últimos veinte años, según los investigadores del proyecto Costs of War de la Universidad Brown, ha sido el conflicto en Afganistán y las otras siete “guerras más violentas que el ejército de Estados Unidos ha puesto en marcha o participado desde 2001”. A raíz del asesinato de 2.974 personas por militantes de Al-Qaeda el 11-S y la decisión de la administración de George W. Bush de lanzar una guerra global contra el terrorismo, los conflictos que Estados Unidos inició, intensificó o participó -en concreto, en Afganistán, Iraq, Libia, Pakistán, Filipinas, Somalia, Siria y Yemen- han desplazado a entre 37 millones y 59 millones de personas.
Aunque las tropas de Estados Unidos también han entrado en combate en Burkina Faso y Washington ha inyectado cientos de millones de dólares en “ayuda para seguridad” en ese país, sus desplazados ni siquiera figuran en el cómputo de Costs of War. Y sin embargo, hay un vínculo claro entre el derrocamiento apoyado por EE.UU. del autócrata de Libia, Muamar Gadafi, en 2011, y el desesperado estado de Burkina Faso en la actualidad. “Desde que Occidente asesinó a Gadafi, y soy consciente de cómo utilizo particularmente esa palabra, Libia ha quedado completamente desestabilizada”, explicó Chérif Sy, ministro de Defensa de Burkina Faso, en una entrevista en 2019. “Y, al mismo tiempo, devino el país con mayor número de armas de fuego. Se ha convertido en un depósito de armas para la región”.
Esas armas ayudaron a desestabilizar al vecino Mali y facilitaron un golpe de Estado en 2012 por un oficial entrenado por EE. UU. Dos años más tarde, otro oficial, entrenado también por los estadounidenses, se hizo con el poder en Burkina Faso durante un levantamiento popular. Este año, otro oficial entrenado por EE. UU. derrocó a otro gobierno en Mali. Al mismo tiempo, los ataques terroristas han venido asolando la región. “El Sahel ha vivido la escalada más dramática de la violencia desde mediados de 2017”, según un informe del pasado julio del Africa Center for Strategic Studies, un instituto de investigación del Departamento de Defensa.
En 2005 Burkina Faso ni siquiera se mencionaba en la sección “Africa Overview” del informe anual del Departamento de Estado sobre terrorismo. Aún así, se implementaron allí más de 15 programas diferentes de asistencia a la seguridad por parte de EE. UU., por un valor de alrededor de 100 millones de dólares en los últimos dos años. Mientras tanto, la violencia militante islamista en el país se ha disparado de sólo tres ataques en 2015 a 516 en doce meses, a partir de mediados de 2019 hasta mediados de 2020, según el Centro para África del Pentágono.
Crisis futuras cada vez más complejas
La violencia en Burkina Faso ha provocado una cascada de crisis complejas. Alrededor de un millón de burkineses están ya desplazados, un aumento del 1.500% desde enero pasado, y el número sigue creciendo. Lo mismo sucede con los ataques y las muertes. Y esto es solo el comienzo, ya que Burkina Faso se encuentra en la primera línea de otra crisis, un desastre mundial que se espera genere niveles de desplazamiento que eclipsarán las cifras históricas de hoy.
Burkina Faso lleva siendo golpeado por la desertificación y la degradación ambiental desde al menos la década de 1960. En 1973, una sequía provocó la muerte de 100.000 personas allí y en otras cinco naciones del Sahel. La sequía severa y el hambre lo azotaron nuevamente a mediados de la década de 1980, y las agencias de ayuda humanitaria comenzaron a advertir en privado que quienes vivían en el norte del país iban a necesitar trasladarse hacia el sur a medida que la agricultura se volviera cada vez menos viable. A principios de la década de 2000, a pesar de las persistentes sequías, la población de ganado del país se había duplicado, lo que provocó un aumento del conflicto étnico entre los campesinos mossi y los pastores de ganado fulani. La guerra que ahora desgarra al país sigue en gran medida en esas mismas líneas étnicas.
En 2010 Bassiaka Dao, presidente de la confederación de agricultores de Burkina Faso, dijo a la agencia de noticias de las Naciones Unidas, IRIN, que los impactos del cambio climático se habían dejado sentir durante años y que estaban empeorando. A medida que avanzaba la década, el aumento de las temperaturas y las nuevas secuencias de lluvia -sequías seguidas de inundaciones repentinas- expulsaron cada vez más a los agricultores de sus aldeas, mientras que la desertificación hacía aumentar la población de los centros urbanos.
En un informe publicado a principios de este año, William Chemaly, del Global Protection Cluster, una red de organizaciones no gubernamentales, grupos de ayuda internacional y agencias de las Naciones Unidas, señaló que en Burkina Faso “el cambio climático está paralizando los medios de vida, exacerbando la inseguridad alimentaria e intensificando los conflictos armados y el extremismo violento”.
Asentado en el borde del desierto del Sahara, el país ha enfrentado durante mucho tiempo una adversidad ecológica que no hace sino empeorar a medida que la primera línea del cambio climático se extiende constantemente por todo el planeta. Los pronósticos advierten ya del aumento de los desastres ecológicos y las guerras por los recursos que sobrealimentan el fenómeno ya creciente del desplazamiento global. Según un informe reciente del Institute for Economics and Peace, un grupo de expertos que elabora índices anuales sobre paz y terrorismo global, 2.000 millones de personas enfrentan ya un acceso incierto a una alimentación suficiente, una cifra que aumentará a 3.500 millones en 2050. Otros 1.000 millones “viven en países que no tienen capacidad de recuperación en estos momentos para hacer frente a los cambios ecológicos que se espera les sobrevengan en el futuro”. El informe advierte que la crisis climática global puede llegar a desplazar hasta 1.200 millones de personas en 2050.
Por el camino a Kaya
No sé qué pasó con la madre y los dos niños que vi en el camino a Kaya. Si terminaron, como las decenas de personas con las que hablé, en esa ciudad comercial ahora repleta de personas desplazadas, estarán enfrentándose a un momento difícil. Los alquileres son altos, los trabajos escasos y la ayuda del gobierno casi nula. La gente vive al borde de la catástrofe, depende de sus familiares y de la bondad de los nuevos vecinos que ya cuentan con muy poco para ellos mismos. Algunos, llevados por la necesidad, incluso están regresando a la zona de conflicto, arriesgándose a morir para intentar recoger leña.
Kaya no puede afrontar la afluencia masiva de personas obligadas a abandonar sus hogares por los militantes islamistas. Burkina Faso no puede ocuparse del millón de personas que ya han sido desplazadas por el conflicto. Y el mundo no puede lidiar con los casi 80 millones de personas que ya han sido expulsadas de sus hogares por la violencia… Entonces, ¿cómo vamos a hacer frente a 1.200 millones de personas -casi la población de China o India– que probablemente serán desplazadas por conflictos impulsados por el clima, las guerras por el agua, la creciente devastación ecológica y otros desastres no naturales en los próximos 30 años?
En las próximas décadas, cada vez seremos más los que nos encontraremos en caminos como el de Kaya, huyendo de la devastación de incendios forestales o inundaciones incontroladas, huracanes sucesivos o ciclones sobrealimentados, sequías devastadoras, conflictos en espiral o la próxima pandemia que alterará la vida. Como reportero, ya he estado en ese camino. Rece para que sea usted el que pasa a toda velocidad en un vehículo todo terreno y no el que se ahoga en el polvo manejando un carro tirado por un burro.
Nick Turse es el jefe de edición de TomDispatch y miembro del Type Media Center. Es autor de “Tomorrow’s Battlefield: U.S. Proxy Wars and Secret Ops in Africa” y “Kill Anything That Moves: The Real American War in Vietnam”; su obra más reciente es “Next Time They’ll Come to Count the Dead: War and Survival in South Sudan” Este artículo fue publicado en asociación con el Costs of War Projectde la Universidad Brown y Type Investigations.
Fuente: https://www.tomdispatch.com/post/176773/tomgram%3A_nick_turse%2C_you_can%27t_go_home_again/#more
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