La gran paradoja que ha revelado la crisis del COVID-19 ha sido el hecho de que la globalización trajo consigo el germen de su propia destrucción. En efecto, la expansión de un virus que inició en las entrañas de China, rápidamente se instaló en lugares insospechados a causa de la velocidad de tránsito y comunicación.
Para algunos analistas, la propagación de la enfermedad desnudó las desigualdades estructurales en el mundo, pues aquellos ciudadanos que pueden viajar libres -a causa de sus recursos y capital- fueron los que trajeron la enfermedad a sitios llenos de pobreza y sin margen de respuesta sanitaria u hospitalaria. En consecuencia, la “geografía del virus” se ha distribuido más en aquellos sitios sin mayores controles o herramientas de prevención. Esto sumado, por su puesto, a las respuestas llenas de ignorancia de líderes mundiales como Donald Trump, Boris Jhonson y Jair Bolsonaro que, en un primer momento, minimizaron la acción del virus y luego, lo concibieron como algo inevitable, cuando ya los muertos se contaban por miles.
Por esa razón, la promesa de la globalización de un mundo interconectado y liberal, luego de la caída del socialismo real a principios de los años noventa, se convirtió en la aparente panacea mundial. Incluso algunos autores hablaron del «fin de la historia», hecho que marcaba la victoria definitiva de los Estados Unidos y por extensión de su modelo económico. Y todo apuntaba a que era cierto: los procesos de integración en Europa, la conversión de China y el espacio post-soviético al modelo capitalista, la conectividad asegurada a través de internet y la entronización de los mercados bursátiles, por mencionar sólo algunos fenómenos. No obstante, muchos ignoraban las señales contrarias y las atribuían a pesimistas o resentidos, verbigracia, el aumento de los movimientos nacionalistas/secesionistas, el resurgimiento de partidos de ultraderecha con consignas xenófobas, los movimientos antiinmigración o políticos con discursos proteccionistas, ejemplos todos de un mundo que nunca se fue.
De ahí que la globalización tenga que ser leída como una estrategia propia del neoliberalismo que benefició a un segmento específico de la población: aquellos que cuentan con los recursos de movilización, pues los millones restantes son vistos con desconfianza y excluidos de los procesos de toma de decisiones. Sin embargo, dejando de lado la discusión sobre la aporofobia, el COVID-19 plantea una interesante reflexión sobre el futuro del fenómeno globalizador que será atendido y desarrollado en las siguientes líneas. Lo primero que hay que mencionar es la paradoja con la que inició este texto: la propagación del virus es una consecuencia inmediata de la globalización. Es decir que la promesa de un mundo unido e interconectado fue el caldo de cultivo ideal para la propagación acelerada de la enfermedad.
Dicho de otro modo, «el aumento de la movilidad de las personas que tantas bondades ha supuesto a la sociedad y a la economía en las últimas décadas se ha convertido en el mejor aliado del virus». La consecuencia inmediata no ha sido otra que el aislamiento de las personas sospechosas de contraer el virus, la cancelación de rutas comerciales y aéreas, el confinamiento de millones de individuos y, como no, el cierre de fronteras. Esto sin contar los innumerables problemas internos como la paranoia colectiva, las enormes desigualdades y la búsqueda de chivos expiatorios que se han centrado en los ciudadanos chinos e increíblemente, en los médicos. Todo ello lleva a preguntarse, ¿El mundo post-pandemia supondrá el fin de la globalización? La respuesta es compleja y requiere de múltiples aristas de análisis. En efecto, por una parte, podría considerarse que los movimientos antiglobalización tenían razón y que en aras de salvaguardar la humanidad de futuros brotes infecciosos es necesario desarrollar estrategias autárquicas y proteccionistas. Por otro lado, están los sectores reacios a perder la unión económica global y por eso le apuestan a la integración solidaria (la cual ha brillado por su ausencia) para superar este impase de la humanidad.
Aunque suele decirse que las grandes catástrofes son las parteras de soluciones y líderes de las mismas dimensiones, lo cierto es que la pandemia del COVID-19 puede transformar al mundo tal y como lo conocemos. Enfermedades y pestes estuvieron en el telón de fondo de la caida de grandes sociedades e imperios y que la debacle de los Estados Unidos no será la excepción. En esta misma línea se encuentra la opinión del filósofo político, John Gray, para quien “el apogeo de la globalización ha llegado a su fin”, éste estará caracterizado por la caída de gobiernos, una ruralización generalizada, la restricción de viajes comerciales, la desintegración de la Unión Europea al estilo del “Sacro Imperio Romano” y el ascenso de la extrema derecha; en una palabra estamos asistiendo al desmoronamiento del «orden mundial». Algunas voces han caracterizado este fenómeno como la “desglobalización”, un proceso consecuente que puede derivar en peligrosas circunstancias como el auge de nacionalismos xenófobos y el proteccionismo económico.
En relación con lo anterior, no debe perderse de vista que el período de entreguerras en Europa suscitó el desarrollo del fascismo y significó un fuerte retroceso al comercio internacional. Y aunque la pandemia no puede compararse con la carnicería de un conflicto bélico, sus consecuencias sí han sido alarmantes, por ejemplo, en tan solo 18 días del coronavirus se perdieron la misma cantidad de empleos que en el periodo posterior a la segunda guerra mundial, con la diferencia que esto se produjo 799 días después. Además, siguiendo a la teoría liberal en las Relaciones Internacionales, la interdependencia compleja asegura que dos Estados no entran en conflicto directo a causa de las consecuencias que se pueden derivar de esta decisión. En pocas palabras, si se decidiera atacar a otro país, esto provocaría un gran peligro, sería como una espada de Damocles. Por eso, de acuerdo con estos teóricos la cooperación y el diálogo resultan mucho más eficientes que el conflicto. No obstante, no debemos perder de vista que la globalización sólo beneficia a un sector social, aquel que cuenta con los recursos necesarios para viajar y negociar.
A pesar de no ser una de las voces autorizadas en el tema -y hasta en cierto sentido, uno de sus causantes-, el multimillonario Bill Gates trae a colación que el coronavirus «nos enseña que todos somos iguales (…) nos recuerda que las fronteras falsas que hemos puesto tienen poco valor ya que este virus no necesita pasaporte”. Resulta hipócrita, sin embargo, que el hombre más rico del mundo hable de “igualdad” cuando tiene asegurado el acceso básico a alimentos y otros bienes, en contraste a millones de personas que sobreviven en situaciones paupérrimas. Las desigualdades estaban antes del coronavirus y seguirán allí después de que pase la catástrofe. También debe destacarse que el período neoliberal de los años ochenta es sólo una fase más de la globalización, para algunos especialistas inició en el siglo XV con el llamado “descubrimiento de América” y la expansión del comercio mundial o incluso tiene sus orígenes en la Ruta de la Seda en la dinastía Han.
Otro de los escenarios que puede caracterizar la “nueva normalidad” será un aparente retorno a la integración económica mundial, donde los grandes triunfadores serán las multinacionales farmacéuticas que obtendrán jugosos dividendos a costa de la necesidad de la cura. Y aunque la Organización Mundial de la Salud ha insistido en la gratuidad del medicamento, no es descabellado pensar que nuevamente todo estará orientado por la oferta y la demanda. De hecho, al estilo de la carrera espacial en tiempos de la Guerra Fría, el país que primero obtenga una cura efectiva tendrá enormes ganancias en posicionamiento y prestigio, de ahí que Estados Unidos esté en una situación tan compleja, pues de no encontrar la vacuna, tendrá que entregar irremediablemente el estandarte de primera potencia mundial. Esta lectura, menos apocalíptica, se basará en un retorno paulatino a la integración económica global, aunque los Estados serán mucho más cautos a la hora de establecer relaciones comerciales.
De otro lado, es importante mencionar la perspectiva del filósofo coreano-alemán Byuung-Chul Han, quien en un texto revelador titulado “la emergencia viral y el mundo del mañana”, propone su interpretación del por qué en el oriente asiático parece haber una mejor gestión del coronavirus. Según Han, Estados como Japón, Corea, China, Taiwán o Singapur tienen una mentalidad autoritaria derivada de su tradición cultural (confucianismo), acompañada de sociedades menos renuentes y más obedientes que, por ejemplo, en Europa o América Latina. Otro de las ventajas, de acuerdo con el filósofo es la vigilancia digital, con lo cual, el big data encierra un potencial inimaginable para defenderse de la pandemia. En China, por ejemplo, hay 200 millones de cámaras de vigilancia con técnicas muy eficientes de reconocimiento facial, hecho que permitió controlar la propagación por medio de un cerco epidemiológico, avisado a través de mensajes de texto. La reflexión de fondo que orienta el artículo de Han es la consideración sobre el dilema entre democracia (libertad) y autoritarismo (eficiencia). Por supuesto que el control de la pandemia es mucho más efectivo en países cuyos índices de libertad están más restringidos, hecho que según el pensador coreano llevará a replantearse en occidente las formas de gobernar, razón por la cual, la tentación a los gobiernos populistas autoritarios no es una coincidencia.
Tomando en cuenta todos los elementos anteriormente mencionados, es posible concluir que la pandemia del COVID-19 está empujando a una reestructuración de las relaciones socioeconómicas mundiales. En el texto intentamos abordar varias perspectivas: desde una visión de la “desglobalización” caracterizada por el ascenso de gobiernos nacionalistas y de fronteras cerradas, hasta una postura mucho más morigerada en donde la integración económica seguirá siendo parte del panorama de países que le apostarán a una reconstrucción colectiva. Si bien, no podemos anticiparnos a lo que sucederá (y nadie, de hecho, puede hacerlo), lo cierto es que los cambios provocados generarán que estemos asistiendo a una transformación en el orden mundial donde se comience a explorar alternativas al extremo individualismo y el culto de mercado tan característicos en occidente y que tanto daño le han causado a millones de personas.