La crisis global que ha desatado el Covid-19 ha puesto en evidencia las vergüenzas del modelo neoliberal promovido por las élites euroamericanas desde la década de los años setenta. La utopía de construir una sociedad dirigida por las fuerzas del mercado ha sido profundamente cuestionada por la cruda realidad material de la crisis sanitaria y económica. Si bien es cierto que durante las últimas semanas se ha debatido ampliamente sobre los efectos de la crisis generada por el Covid-19 en el campo económico, poco se ha discutido sobre cómo esta tragedia afectará la dimensión ideológica y cultural del desastroso modelo económico que ha sido incapaz de combatir este drama colectivo de forma eficaz y humana. Así pues, ¿podemos suponer que el Covid-19 está marcando un cambio de época en lo cultural e ideológico? ¿hacia dónde nos dirigimos? La realidad es que en estos momentos es difícil saber con exactitud lo qué sucederá en este mundo tan inestable debido a las dinámicas y contradicciones del capitalismo contemporáneo. Sin embargo, considero que para hallar ciertas pistas de lo que sucederá en el futuro es importante hacer dos ejercicios críticos. Por un lado, tenemos que entender cómo el desarrollo socioeconómico y cultural neoliberal de los últimos años ha lastrado la respuesta de los estados occidentales al coronavirus. Por el otro, hemos de mirar más allá del mundo euroamericano, y más concretamente a la región de Asia Oriental, para analizar lo que realmente representa el gran éxito de los estados de Asia Oriental a la hora de lidiar con el Covid-19.
Neoliberalismo y posmodernismo: el inicio de la tragedia
Durante los últimos 30 años, el cambio de organización del sistema capitalista en el corazón del sistema-mundo, ejemplificado por el modelo neoliberal, ha contribuido a la aparición de la posmodernidad. Según el teórico literario estadounidense Frederic Jameson, la posmodernidad se debe entender como ¨la lógica cultural del capitalismo tardío¨. En los círculos del poder político y sus expresiones académicas, la posmodernidad se narró como un gran cambio de época. Aparentemente, la vieja modernidad había sido sepultada por las nuevas fuerzas de la historia. De esta manera, el estado-nación dejó paso a la gran globalización neoliberal, las ideas revolucionarias de la Ilustración y la Revolución francesa fueron destronadas por las invenciones de los gurús de Silicon Valley y sus TEDtalks, el “obsoleto” desarrollo industrial perdió la batalla ante las fuerzas del complejo financiero y la lucha de clases desapareció en favor de los libros de autoayuda, las políticas de identidad y la nueva industria de la felicidad. Todo esto constituía el nuevo sentido común de la posmodernidad y del universo neoliberal.
Mientras que la doctrina neoliberal se consolidó en el campo económico y político, la posmodernidad se convirtió en el principal marco para entender los cambios socioeconómicos y culturales en las ciencias sociales. La academia dejó de teorizar para construir horizontes comunes y se centró en la deconstrucción del mundo moderno y su dimensión “totalizante” y “homogeneizadora” que evocaba los fantasmas del comunismo y el fascismo. Había que luchar contra el abstracto eurocentrismo moderno y su falta de sensibilidad hacia la diversidad cultural y social y no contra la economía política. En este contexto, la modernidad simbolizaba la era de los totalitarismos. Como consecuencia, los esfuerzos teóricos se centraron en la creación de nuevos sujetos y categorías socioculturales, contribuyendo así a una atomización y compartimentación de la realidad que supuestamente trascendía las categorías modernas totalizantes. Paradójicamente, la producción de conocimiento social se producía en un contexto histórico donde se afirmaba que no existía la sociedad. Sin embargo, mientras que la posmodernidad rehuía de las grandes narrativas modernas, esta, junto con su expresión económica neoliberal, se propagaban desde el corazón de los estados anglosajones a la periferia del sistema capitalista, alterando así las tradiciones de pensamiento político y cultural de los estados-nación receptores.
Más allá del origen contingente del virus, el desastre colectivo que Occidente ha sufrido como consecuencia de la expansión del COVID-19 tiene sus raíces en ese cambio de época de los años 70. Las ideas hegemónicas que se han desarrollado durante las últimas décadas nos han desprovisto de herramientas para lidiar con problemas colectivos. Al fin y al acabo, esto no es más que la consecuencia lógica de la perversa obsesión por la “deconstrucción”. Las sociedades se han vaciado. En el campo ideológico y cultural, la “deconstrucción” de lo social y de lo “moderno” nos ha llevado hacía un abismo colectivo del que ahora nos será muy difícil salir, a no ser que construyamos un nuevo sentido común o rescatemos aquellos elementos del pasado que en su día nos sirvieron de brújula colectiva. Mientras que la estructura ideológica y cultural de la posmodernidad ha sido el talón de Aquiles de los estados euroamericanos durante la tragedia del COVID-19, en Asia Oriental hemos observado otras lógicas y dinámicas opuestas.
La modernidad en Asia Oriental y el Covid-19
La modernidad en Asia Oriental llegó con los cañones del imperio británico en el siglo XIX. El imperialismo británico justificaba así su misión civilizatoria con el mantra de que el imperio británico tenía que consumar la misión histórica de elevar a las naciones asiáticas hacía la modernidad. El carácter “anti-moderno” de la región tenía que quedar enterrado en el pasado. El declive geopolítico de la China imperial en el siglo XIX y la paralela expansión del imperialismo europeo marcó el inicio de la ¨gran transformación” de la que hablan Barry Buzan y George Lawson, un proceso histórico que marcó y revolucionó profundamente a Asia Oriental durante el siglo XX y al resto del mundo. Si bien es cierto que los diferentes imperios y reinados de la región afrontaron esta transformación geopolítica y cultural de una manera divergente, ninguno pudo escapar de sus tentáculos y sus dinámicas globalizadoras. Durante el siglo XX, el desarrollo político, cultural y económico de los estados de la región estuvo marcado por el legado de esa traumática confrontación. Décadas más tarde, durante los años setenta, mientras que Occidente estaba experimentando un cambio de paradigma socioeconómico que proclamaba el fin de la modernidad, los estados dearrollistas de Asia Oriental –China, Corea del Sur, Taiwán- basaban su desarrollo económico y político en elementos propios de la modernidad. En este sentido, como sostiene Philip Golub, “la constitución de los estados desarrollistas que facilitó el retorno de Asia Oriental a una posición central en la economía global fue posible gracias a las dinámicas generadas por el imperialismo, la guerra y las revoluciones”.
Durante las últimas décadas, la historia de Asia Oriental ha estado marcada por la desincronización de los tempos de la posmodernidad y la modernidad. Mientras que la posmodernidad ha servido para legitimar la integración de los estados-nación de la región con ¨culturas confucianas¨ a la globalización liberal y celebrar sus grandes avances tecnológicos, la modernidad ha sido el ancla que ha mantenido los pilares de la política nacional de dichos estados. Esta contradicción ha sido descrita por algunos expertos como los “valores asiáticos”. Sin embargo, esta aparente divergencia cultural no es más que una condensación de la modernidad con los elementos culturales que esta se encontró en Asia Oriental durante su expansión en el siglo XIX. Y es aquí donde reside la clave para entender el éxito de China, Corea del Sur y Taiwán a la hora de lidiar con el COVID-19. El legado de la modernidad ha contribuido a que dichos estados no hayan dudado en movilizar recursos estatales para afrontar una crisis colectiva; de esta manera, el tan despreciado estado-nación ha vuelto a la centralidad de la política internacional y las grandes narrativas sobre un destino común han regresado, poniendo en evidencia la perversa obsesión posmoderna por fragmentar la realidad y cuestionar cualquier relato colectivo.
El éxito de los estados-nación de Asia Oriental a la hora de luchar contra el COVID-19 no solo nos da claves sobre cómo lidiar con la crisis sanitaria global – si es que los estados euroamericanos están dispuestos a escuchar y a trascender su arrogancia histórica- sino también ha revelado que la posmodernidad ha sido un espejismo. Lo que se celebró como un gran cambio de época en Occidente, en realidad fue la creación de una temporalidad quimérica. Las estrategias exitosas que han desarrollado China, Taiwán y Corea del Sur contra el COVID-19 han evidenciado que necesitamos más que nunca la intervención estatal para solucionar problemas colectivos y la construcción de grandes narrativas que nos ayuden a construir horizontes comunes y no a su desmantelamiento. En una paradoja histórica, esa modernidad que Occidente intentó eliminar en la década de los años setenta ha regresado gracias a aquellos estados “anti-modernos” que en el siglo XIX tuvieron que afrontarla trágicamente. Es una ironía que los estados de Asia Oriental estén “recivilizando” a los soberbios estados euroamericanos. Esto demuestra que la modernidad nunca se fue. Quizás, la obsesión de los eruditos neoliberales por celebrar su defunción en realidad sólo fue una cortina de humo para desposeer a las sociedades de herramientas para combatir dificultades colectivas y la disciplina del gran capital transnacional. En esta tragedia, Asia Oriental ha demostrado que la modernidad “ha regresado”. ¿Estamos observando el fin de la posmodernidad?
Ferrán Pérez Mena es doctorando en Relaciones Internacionales en la Universidad de Sussex (RU).