La crisis desatada por la pandemia del COVID-19 tiene desconcertadas a las autoridades públicas de todos los países. No es para menos, habida cuenta su magnitud (escala global, gravedad de efectos), su complejidad multidimensional (crisis sanitaria, pero también económica, política y social), y la oscuridad que rodea a su etiología y cura (la medicina sigue investigando el origen de la mutación viral y buscando desesperadamente una vacuna). Se lo reconozca o no, lo cierto es que nadie sabe con certeza cómo salir del atolladero; atolladero al que tampoco se sabe muy bien –la verdad sea dicha– cómo diablos se llegó. Prácticamente la totalidad de lxs economistas ya se atreve a vaticinar que la recesión resultante de todo esto superará con creces a las de 2008 (crisis de las hipotecas) y 1973 (crisis del petróleo).
No solo eso: una buena mayoría se atreve a pronosticar que muy probablemente equipare a la Gran Depresión de los años 30, hasta ahora la peor crisis en la historia del capitalismo. E incluso no son pocas las voces alarmadas que prevén una superación de ese récord recesivo, a la luz de la velocidad pasmosa de la caída que registran casi todas las variables macroeconómicas (producción, comercio, consumo, ahorro, inversión, nivel de empleo, salarios, recaudación fiscal, crédito, exportaciones e importaciones, turismo, remesas, flujo de transporte, etc.). En su informe de abril, criticado por su exceso de optimismo, el FMI hablaba de una caída del PBI global cercana al 3%, que no es poco… La OMC, más realista, ha augurado un desplome de casi 9%. Al ritmo que venimos, es poco probable que esta parálisis productiva, comercial y financiera no derive en algo igual o peor que la Gran Depresión.
Sirvan estos dos datos como botones de muestra: 1) en Estados Unidos, la mayor economía del planeta, 33 millones y medio de personas (casi un 15% de la PEA) se quedaron sin trabajo en menos de dos meses; 2) el tráfico internacional de bienes y servicios, durante 2020, podría experimentar una caída mayor al 30%. Si bien no se ha llegado aún a los niveles históricos de la Gran Depresión (desempleo del 25% en EE.UU. y caída del comercio mundial no inferior al 50%), vamos camino a eso, y de manera más acelerada que en los meses siguientes al crack del 29.
Por lo demás, según puede observarse, nadie sabe muy bien cómo recuperar la economía capitalista de su propia debacle. Todo lo que hay son conjeturas vagas, difusas. Conjeturas que parecen expresar más un apriori ideológico y desiderativo que un análisis realista y riguroso de la presente coyuntura: neoliberales pidiendo obcecadamente más mercado y menos estado (como si no hubiésemos tenido ya suficientes dosis tanáticas de laissez faire), y neokeynesianxs pidiendo ilusamente menos mercado y más estado (como si el capitalismo tardío de hoy, hiperglobalizado e hiperconcentrado, permitiera volver sin más a los viejos tiempos del Estado-nación benefactor de Posguerra)… Lo cierto es que ni unxs ni otrxs sacan los pies del plato. Sus razonamientos empiezan y concluyen dentro de la lógica capitalista, que aceptan con entusiasmo o resignación.
El desconcierto en este terreno es equiparable, por magnitud, al del crack de 1929 y los comienzos de la década del 30. Pero con tres importantes diferencias cualitativas que es conveniente subrayar. La primera: por entonces había una alternativa realmente existente al ordenamiento capitalista de la economía y el estado. Con todos sus defectos, la URSS era una realidad concreta (esos defectos, además, no habían mostrado aún su peor cara, ya que el estalinismo recién estaba dando sus primeros pasos). La segunda: el capitalismo se hallaba en plena expansión, sin que los límites ecológicos a su «progreso indefinido» se hubieran tornado palpables, y sin que la situación se hallara próxima a una catástrofe civilizatoria. La tercera: no hubo nada parecido a la actual pandemia: ninguna emergencia sanitaria ni ola de pánico o paranoia que se asemeje a lo que estamos viviendo hoy, al menos a escala planetaria.
La crisis de los 30 fue esencialmente económica, producto de la dinámica intrínseca del capitalismo: grosso modo, un cóctel de sobreproducción primaria-industrial y burbuja financiera. Nada aseguraba a priori que el orden burgués pudiera salir a flote de la crisis. Era perfectamente posible que sucumbiera en medio de una oleada revolucionaria, y la primavera española del 36 pareció por un momento dar algún crédito a ese optimismo o pesimismo (según el cristal ideológico con que se la mire). Pero, si por el contrario lograba domar a la clase trabajadora y controlar políticamente la situación, el sistema del capital podía retomar su crecimiento. Eso fue lo que pasó, como sabemos. Tanto el nazifascismo como el New Deal rooseveltiano, y sus respectivos parientes, consiguieron salvaguardar el statu quo burgués combinando en distintas proporciones la represión y la cooptación, el garrote y la zanahoria.
Aquella crisis indicaba que la expansión ilimitada del capital afrontaba dificultades internas, por decirlo de algún modo. Pero no había claros límites externos. La actual crisis ecológica pone sobre la mesa el problema de los límites externos, los límites naturales –más que sociales– de la acumulación ilimitada de capital. Sin embargo, en el capitalismo actual no hay nada propiamente externo. La naturaleza como límite exterior de la acumulación de capital es una concepción a la vez correcta y unilateral. Es correcta porque evidentemente el medio natural, aunque ampliamente socializado, es algo diferente a las dimensiones más puramente sociales de la realidad (como el sistema financiero). Pero es unilateral porque ningún sistema social puede desarrollarse al margen del entorno natural, por fuera del medio ambiente; y porque la naturaleza se ve crecientemente influida por el factor antrópico, por procesos económicos, demográficos, políticos y culturales (la contaminación, el extractivismo minero y forestal, los agronegocios, la superpoblación, el consumismo, el uso omnipresente de materiales plásticos, las guerras, los accidentes nucleares, las migraciones, etc.).
Los límites interiores y exteriores arriba mencionados deben ser tomados, pues, en un sentido relativo, cum grano salis. Naturaleza y sociedad son parte de una misma realidad integrada, interconectada, donde caben hacer distinciones analíticas mas no separaciones tajantes, al menos no a esta altura del devenir humano. En los últimos decenios, la ecología cultural y la historia ambiental han hecho aportes científicos decisivos al enfoque holístico, que inhabilitan cualquier mirada segmentada a la vieja usanza.
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Ahora bien, ¿cuán endógena o exógena debemos considerar a la pandemia actual? ¿Es un fenómeno más natural que social, o más social que natural? Si exceptuamos las explicaciones de tipo conspirativo –como aquella que reclama que el virus fue creado en laboratorios y esparcido accidental o incluso deliberadamente por China (Trump fue uno de los difusores de esta teoría), la representación dominante en la mayoría de los países, y en la mayor parte de los grandes medios de comunicación, concibe la emergencia del COVID-19 como un fenómeno natural: una desgracia imprevisible, una calamidad inevitable. De acuerdo a esta visión, las autoridades no tendrían ninguna culpa retroactiva, ninguna responsabilidad respecto al origen de la pandemia, y únicamente deberían ser evaluadas de aquí en adelante, por la eficacia o ineficacia de su respuesta sanitaria.
Tanto el enfoque conspiranoico a lo Trump, como la visión fatalista de la desgracia natural, coinciden en un aspecto clave: lo que cuenta es la política. Ya se trate de la malicia o irresponsabilidad de quienes desparramaron el virus, o ya se trate de la eficiencia o desidia con que afrontaron el problema los gobiernos, el foco está puesto en lo subjetivo, en lo agencial. No hay factores objetivos y estructurales fundamentales, o, si los hay, son del orden de lo inalterable: la vida de los virus sería ajena al control y la responsabilidad humanas, salvo en el caso de los virus creados ex professo, maquiavélicamente, en laboratorio.
Pero es precisamente en este punto donde se revela, inconfundible, el núcleo ideológico capitalista de esta representación. Hace ya décadas que se viene alertando sobre el riesgo de proliferación descontrolada de nuevos y viejos virus producto del calentamiento global, de la desforestación acelerada que deja a las especies silvestres cada vez menos espacio, obligándolas a interacciones inusuales; y de esa moderna caja de Pandora que son las granjas de aves de corral y de ganado vacuno, porcino, etc., criado en condiciones de hacinamiento horrendas, que sobreviven en base a antibióticos y antivirales. Empresas y gobiernos son responsables del problema, por acción u omisión. Pero claro: de eso no se habla, fuera de algunos ámbitos militantes minoritarios (veganismo, antiespecismo, ambientalismo, ecosocialismo).
Desde que la especie homo sapiens, en su largo devenir evolutivo, produce y reproduce cultura, su existencia ha tenido siempre algo –mucho o poco– de artificialidad contra natura. Pero esta tensión, este conflicto, en la modernidad capitalista, con la Revolución industrial, alcanzó niveles insospechados. Ni hablar en las décadas más contemporáneas de la sociedad de consumo, la globalización y el extractivismo a gran escala… Entrado el siglo XXI, la relación naturaleza-capital ha alcanzado un grado tal de antagonismo, de incompatibilidad radical, de destructividad, que solo pareciera posible describirla adecuadamente en términos de metáfora bélica, como ha hecho recientemente, por ej., Mónica Cragnolini en un artículo para el libro colectivo La fiebre (ASPO, 2020), donde la autora recupera el concepto de ontología de guerra para pensar el fenómeno del biocapitalismo.
Si el COVID-19 resulta ser, como parece, una zoonosis (transmitida o no por los murciélagos), habrá llegado la hora de plantearse muy seriamente, a fondo y con urgencia, el problema de la cría industrial de animales, ya no solo por elevadas razones éticas (lucha contra el maltrato animal, repudio de la violencia especista antropocéntrica), sino también por elementales razones de salud pública, e incluso –permítasenos agregar sin ninguna exageración distópica o apocalíptica– por estrictas razones de supervivencia. Porque la del coronavirus dista mucho de ser la primera pandemia o epidemia zoonótica que se origina en alguna mutación viral ligada a la ganadería intensiva de mercado. Es solo la última de la lista: mal de las vacas locas, SARS, gripe aviar, gripe porcina… Incluso el VIH-sida y el ébola podrían tratarse de zoonosis, y acaso también la gripe española que tantos estragos causó allá por 1918. En el siglo XXI, la proliferación de enfermedades letales de origen animal se ha vuelto un flagelo crónico. Las zoonosis no son, pues, una anomalía externa al orden económico burgués. Podemos y debemos considerarlas productos típicos del capitalismo tardío y de su irracionalidad civilizatoria.
Sin embargo, de esto casi no se habla. Autoridades y medios de comunicación, gobernantes de diferente signo político y empresarios de todas las tendencias, parecen coincidir en algo: lo pasado, pisado. Sucede que progresistas declaradxs y neoliberales confesxs avalaron por igual, sin grandes diferencias, el imperativo del crecimiento económico permanente, la expansión sin freno de la frontera agraria a costa de la biodiversidad, y la aplicación despiadada del régimen fabril a la actividad ganadera. Tuvieron varias advertencias con anterioridad (gripe aviar, gripe porcina y otras zoonosis), además de innumerables estudios científicos y documentos elaborados por pueblos originarios y organizaciones ecologistas, pero hicieron caso omiso de ellos. El show productivista-consumista debía seguir… Y la verdad es que nada invita hoy a creer que COVID-19 les haga recapacitar, por mucho que se esté hablando –en broma distendida o con morbo sensacionalista– de la sopa de murciélago de Wuhan. Su adhesión al capitalismo se mantiene incólume. Unxs y otrxs evitan reflexionar, como si se tratase de un tabú, sobre la cada vez más evidente ligazón entre zoonosis y capitalismo.
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Hay, sin embargo, una verdadera batalla de relatos en la cual, a un lado y al otro del espectro ideológico del capital, se esgrimen explicaciones igualmente inconsistentes del éxito o fracaso sanitarios a la hora de afrontar la crisis pandémica. Las mismas medidas, o medidas muy semejantes, son aplaudidas si las implementa un gobierno de determinado signo político, y condenadas si las pone en práctica un gobierno de signo contrario. Día tras día, la población es intoxicada con noticias relativas al número o proporción de contagios y muertes, y con acusaciones o elogios a las autoridades de turno. Parecería que la supervivencia de la especie dependiera pura y exclusivamente de decisiones políticas tomadas con celeridad. Y los datos incómodos son dejados a un lado, pues ahora es momento de actuar, y de actuar rápido. Quienes hoy gobiernan, deben sentirse algo así como Churchill en 1940, ofreciendo blood, toil, tears and sweat, y lidiando con los bombardeos masivos de la Luftwaffe en medio de la Batalla de Inglaterra; o bien, el presidente Whitmore (Bill Pullman) en la película Día de la Independencia, enfrentando una invasión de monstruosos alienígenas procedentes del espacio exterior.
Sin embargo, un examen atento de los números de la pandemia no justifica tanto tremendismo, como ya explicamos en otro escrito (Pandemia: paranoia e hipocresía global en tiempos de capitalismo tardío http://la5tapata.net/pandemia-paranoia-e-hipocresia-global-en-tiempos-de-capitalismo-tardio). Si se cotejan con serenidad las estadísticas de la OMS, el coronavirus sigue estando lejos –muy lejos, a decir verdad– de otras causas de mortalidad como el cáncer, las cardiopatías, los accidentes de tránsito y de trabajo, las enfermedades propias de la pobreza y la periferia (cólera, tuberculosis, malaria), los asesinatos, el VIH/sida y los suicidios.
A escala global, el COVID-19 revela marcadísimas diferencias geográficas. Las cifras sugieren más bien la incidencia de patrones geopolíticos de larga duración (estructurales), antes que la eficacia o torpeza de decisiones políticas circunstanciales. Las tasas de mortalidad por millón de habitantes varían de manera casi increíble de una región a otra. Dentro de cada región, en cambio, los resultados suelen ser bastante parecidos, aunque las políticas desarrolladas para afrontar la pandemia hayan sido profundamente diferentes de un estado a otro. Si bien se podría sostener que ciertos gobiernos han sido más eficientes para contener la pandemia que otros, rara vez la mejor o peor performance de un estado de cierta región se acerca a las performances típicas de otra región. Hay saltos regionales curiosamente marcados.
Examinemos los datos. África y la India, los dos grandes núcleos de la pobreza global, tienen unas tasas que van de 0 a 2 muertes por millón de habitantes. En el polo opuesto, la Europa occidental y Norteamérica (EE.UU. y Canadá) tienen en casi todos los casos más de 100 defunciones por millón de habitantes, con Bélgica encabezando el raking (+700), y con pocos países por debajo de los 100 decesos. Las naciones de Europa oriental se ubican uniformemente –casi sin excepción– entre 10 y 40 muertes. El Asia oriental tiene tasas de entre 2 y 10 defunciones por millón de habitantes. América Latina oscila, en general, entre 4 y 40.
¿Qué sucede al interior de estas regiones? Empecemos por Asia oriental. Las tasas de Corea del Sur son parecidas a las de China y Japón, a pesar de que los tres estados aplicaron medidas muy diferentes: confinamiento total (aunque sólo en las provincias más afectadas), en China; detección temprana en base a tests masivos, en Corea; confinamiento muy parcial junto a extremas medidas de higiene, en Japón.
Geográficamente cercanos, los dos países más grandes y desarrollados de Oceanía, Australia y Nueva Zelanda, presentan prácticamente la misma baja mortalidad (aproximadamente 4 víctimas fatales por millón de habitantes), no obstante el hecho de que sus gobiernos optaron por estrategias divergentes (Australia, cuarentena parcial; Nueva Zelanda, confinamiento total). Sus tasas de contagio también son similares. Ambos países consiguieron aplanar sus curvas exitosamente, aunque transitando distintos caminos sanitarios.
Si la pandemia parecería haber sido contenida en todos estos países, no sucede lo mismo en Europa occidental y Norteamérica. Allí las muertes por millón de habitantes se cuentan, en casi todos los estados, de a varios centenares. Solo parecerían estar por debajo de esas cifras, y aun así parcialmente, los países nórdicos. Las severas políticas de cuarentena total no impidieron a Italia, España y Francia ubicarse entre los países más afectados, acaso por haberlas implementado tardíamente (¿la implementación tardía habrá servido de mucho, o solo para mostrar que se hacía algo y/o aliviar un poco las conciencias?). El confinamiento drástico solo pareciera poder compensar los ingentes sacrificios económico-sociales que demanda cuando se lo pone en práctica de modo muy incipiente, antes de que se dispare la curva de contagios. Inversamente, la ausencia casi total de aislamiento en Suecia y Holanda no las catapultó al tope de las naciones más afectadas: sus tasas de mortalidad son significativamente inferiores a las de los tres países mediterráneos (entre un 20 y 45% más bajas).
Europa oriental presenta otra realidad, un cuadro mucho menos sombrío que la Europa del oeste: su cantidad de defunciones por millón de habitantes oscila entre 10 y 40. Nuevamente, con relativa independencia de las medidas sanitarias adoptadas: por ejemplo, un confinamiento bastante estricto en Ucrania, y actividades prácticamente normales en Bielorrusia, arrojan cifras semejantes: 9 y 14 muertes por millón, respectivamente. Lo mismo cabe decir de Polonia y Rusia. La vecina eslava de Alemania, cuarentenada sin dilaciones a mediados de marzo, ha registrado 21 decesos por millón de habitantes, mientras que la potencia euroasiática presidida por Putin, cuarentenada con cierta demora a fines de marzo, exhibe –paradójicamente– una tasa incluso más baja: apenas 13. La relativa levedad del COVID-19 en la Europa del Este otrora comunista obedece a varios factores estructurales: posición periférica en el tráfico global de personas y mercancías, pirámides de población más jóvenes, menor densidad demográfica y acaso también (es una hipótesis que están investigando varixs especialistas) un umbral más alto de inmunidad colectiva asociado a la continuidad, hasta hoy, de la BCG en las cartillas de vacunación universal y obligatoria (en la mayoría de los países desarrollados de Europa occidental y otras partes del mundo, esa política sanitaria se abandonó en el último tercio del siglo pasado, a medida que la tuberculosis fue dejando de ser un problema sanitario).
Pasemos ahora a América Latina. Argentina y Brasil pueden ser considerados, poco más o menos, como las dos antítesis mundiales en la reacción al coronavirus. Argentina estableció la cuarentena más severa y precoz –en términos relativos– que cualquier otro país: encierro total antes de que hubiera circulación comunitaria del virus. Brasil ha tenido, junto a Estados Unidos, el presidente que más irresponsablemente tomó la pandemia, con un nivel de ceguera y negacionismo rayano en la estupidez homicida. Sin embargo, Argentina –con 6,59 defunciones por millón de habitantes– supera con creces el 1,47 de la India, o las cifras aún más bajas de muchas naciones africanas; en tanto que Brasil, con medio centenar por millón, se encuentra a gran distancia de las mortandades pluricentenarias de España, Italia, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Con un confinamiento mucho menos severo, Uruguay presenta una tasa de mortalidad inferior a la de Argentina, aun teniendo mayor densidad poblacional.
Ecuador es, por lejos, el país latinoamericano con mayor cantidad de decesos por millón de habitantes, y, de hecho, el único que supera la barrera centenaria (120). Paraguay, por el contrario, es uno de los menos afectados de toda la región (no llega siquiera a 2). Sería intelectualmente poco serio atribuir semejante disparidad al grado de pericia sanitaria y responsabilidad social de sus respectivos gobiernos de turno, que –dicho sea de paso– implementaron la cuarentena con escasos días de diferencia. Claramente la explicación pasa por otro lado. Ecuador es el país con mayor densidad demográfica de toda Sudamérica, mientras que Paraguay es uno de los menos densamente poblados. Ecuador, debido al puerto de Guayaquil (donde la pandemia precisamente causó más estragos), es parte del circuito marítimo internacional del Pacífico. Paraguay, por su ubicación mediterránea y periférica, es una de las naciones más aisladas del continente.
En Asia, la cantidad de decesos por millón de habitantes es muy baja. Se ha hablado mucho de China, por ser el foco original de la pandemia, y también de Corea del Sur y Japón, por su –al parecer– riesgosa proximidad al coloso oriental. Pero, al final, solo se trató de mucho ruido y pocas nueces... En Japón y Corea del Sur, la mortandad ha sido escasa, tanto en términos relativos como absolutos. En China, es cierto, murieron más de 4.600 personas, pero tratándose del país más populoso de todo el planeta, esa cifra representa un porcentaje extremadamente exiguo (algo que los medios de comunicación occidentales suelen pasar por alto, por preferir erróneamente, en general, las comparaciones numéricas absolutas a las relativas). Ninguno de los tres países más importantes del Asia oriental supera el umbral de 5 muertes por millón de habitantes. La distancia con Europa occidental y Norteamérica es sideral. India, el segundo país más poblado de Asia y del mundo, tiene una tasa inferior a 2… En el Sudeste Asiático, el Asia central y la Siberia rusa el panorama es similar. También en Medio Oriente, con dos únicas excepciones, muy parciales: Irán y Turquía, con 80 y 46 defunciones por millón de habitantes, guarismos que siguen estando bastante lejos de aquellos que exhiben los países occidentales más castigados por el flagelo del COVID-19.
¿África? Sin lugar a dudas, es el continente menos impactado por la pandemia (dejando de lado la Antártida, desde luego). Muchas naciones africanas tienen tasas inferiores a 1 ó 2. El rango de las más afectadas (Sudáfrica, Camerún, Egipto, Marruecos, etc.) oscila apenas entre 3 y 5. El único país que rebasa el techo decenal es Argelia, con tan solo 12 víctimas fatales por coronavirus cada millón de habitantes. Igual que Asia, el continente africano ofrece un panorama sumamente uniforme, sin diferencias destacables entre sus regiones (Magreb, África subsahariana, etc.).
Sin embargo, también en Asia y África se imponen diferentes tipos de restricciones sanitarias, y ciertamente no faltan allí las medidas draconianas como la cuarentena. Medidas que, dadas las condiciones socioeconómicas tan vulnerables de la mayoría de esos países, podrían provocar una catástrofe humanitaria mucho peor que el COVID-19. En su artículo “India’s Starvation Measures” (New Left Review, n° 122, mar-abr. 2020), N. R. Musahar alertó:
El confinamiento ha descargado el peso de la pandemia casi totalmente sobre los hombros de las personas pobres y marginadas. Queda claro, por los videos en las redes sociales de gente común expresando su enojo e impotencia, que la mayoría ve la cuarentena como una calamidad mucho mayor que el propio COVID-19. Esto podría ser en parte porque el impacto pleno de la epidemia aún no llegó, mientras que los efectos mitigadores de la cuarentena han sido patéticamente inadecuados. Pero sus argumentos no pueden ser descartados a la ligera. La población joven de la India y el sesgo fuertemente etario de esta enfermedad implican que las tasas de mortalidad del coronavirus podrían ser algo más bajas que en Occidente, especialmente entre las comunidades más pobres con una esperanza de vida generalmente más baja. Dicho brutalmente, los trabajadores podrían morir de hambre para, básicamente, salvar de la agonía a ancianos de clase media. Y para quienes dudan de que la posibilidad de inanición sea real, vale la pena señalar que el jefe de gobierno de Kerala, ampliamente elogiado por su respuesta a la pandemia, sintió la necesidad de reafirmar explícitamente al pueblo que él no permitiría que nadie muriera de hambre a causa del confinamiento.
Musahar tiene razón. A veces, como reza el refrán, el remedio puede ser peor que la enfermedad… Esto se aplica no solo al subcontinente indostánico, sino también, en líneas generales, al África, y también a numerosos países asiáticos y latinoamericanos del «Tercer Mundo», donde abundan los problemas estructurales como la pobreza e indigencia, la subnutrición, el hacinamiento, el desempleo, la precarización y la informalidad laboral.
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¿Cómo explicar estas disparidades regionales a nivel global? Evidentemente, la variable clave es la cantidad de población con afecciones respiratorias o pulmonares preexistentes. Este tipo de afección es la primera causa de muerte en los países más pobres. Y es, por el contrario, una causa de mortalidad muy secundaria en los países más ricos. Digámoslo crudamente: en los países pobres la gente que tiene enfermedades respiratorias o pulmonares se muere en masa como consecuencia de la combinación de tales dolencias con problemas de nutrición y de escasez o inexistencia de tratamientos médicos adecuados (vacunas, aparatos respiratorios, antibióticos, etc.). Al ingresar en estos países, el COVID-19 halla pocas víctimas potenciales. Los países ricos, por el contrario, poseen una masa enorme de habitantes –en términos absolutos y/o relativos– con trastornos pulmonares o respiratorios que sobreviven en base a vacunas, intervenciones médicas habituales y un estado de medicación permanente. Al penetrar en las naciones más prósperas, el COVID-19 se topa con cantidades ingentes de víctimas potenciales: la gente con inconvenientes respiratorios o pulmonares abunda, y a diferencia de lo que ocurre con otras neumopatías, los sistemas de salud carecen de vacunas preventivas para la enfermedad del coronavirus, no sabiendo bien cómo tratarla; circunstancia muchas veces agravada porque, como los problemas pulmonares o respiratorios no son ni los más frecuentes ni los más importantes, no hay mucha práctica en afrontarlos (algo que ha explicado con claridad el virólogo argentino Pablo Goldsmith).
La segunda variable decisiva –luego de la enfermedades respiratorias o pulmonares preexistentes– es la ancianidad. Sin embargo, como parece sugerir el caso de Japón (que posee tasas de mortalidad por millón muy alejadas de las europeas y norteamericanas, aunque su pirámide poblacional es incluso más regresiva que la italiana), el quid de la cuestión no pasa tanto por la cantidad en sí de adultxs mayores, sino, más bien, por sus condiciones de salud y habitabilidad. Todavía no hay estudios precisos, pero todo indicaría que Japón consigue llegar a niveles de longevidad iguales o superiores a los de Europa occidental dependiendo menos de la farmacopea: su elevada esperanza de vida parecería ser consecuencia de una vida más saludable (por lo menos a nivel nutricional), antes que de intervenciones médicas masivas. A esto se le suman las pautas de cohabitación: el mayor número de víctimas fatales del COVID-19 se halla en los geriátricos: la mitad en Europa, casi dos tercios en España. Entre los ancianos y ancianas que viven con sus familias se registran menos casos letales. La masiva concentración de mayores de 65 años –principal grupo de riesgo– en asilos u hogares comunitarios constituye un alarmante caldo de cultivo, pero tal fenómeno se halla bastante más extendido en Occidente que en Oriente.
La insularidad y/o el aislamiento relativo respecto a los grandes circuitos internacionales son también factores de peso, como parecen sugerir los casos de Australia, Nueva Zelanda, Paraguay, Bolivia, Japón, Mongolia y Madagascar, entre otros. Menos tráfico de bienes y personas, menos viajes de negocios o estudios, menos turistas que vienen de visita o que regresan del extranjero, fronteras más fáciles de cerrar y vigilar, ausencia o lejanía de países vecinos, etc. En el extremo opuesto, tenemos al norte de Italia, España, París, Londres, Nueva York… grandes mecas del turismo global. La geografía también tiene su incidencia.
Imposible obviar la importancia de los recursos sanitarios –materiales, humanos y tecnológicos– preexistentes a la crisis pandémica: cantidad de hospitales, camas, respiradores, ambulancias, laboratorios, personal médico y de enfermería, kits de testeo, insumos varios, etc. Aquellos países desarrollados donde el sistema de salud pública ha sufrido grandes recortes y privatizaciones, resultaron más vulnerables: Italia y Estados Unidos, por caso.
Otros dos elementos a tener en cuenta son la densidad demográfica y el hacinamiento urbano. Por obvias razones, todo fenómeno de concentración humana (grandes metrópolis, asentamientos precarios, cárceles, asilos, etc.) conlleva cierto riesgo sanitario frente al COVID-19 y cualquier otra enfermedad de tipo contagioso. No es casualidad que Nueva York, San Pablo, Montreal y Guayaquil sean algunas de las comarcas americanas más afectadas por la pandemia. Tampoco es casualidad que, dentro de la Argentina, Buenos Aires encabece con holgura el ranking de morbilidad y mortalidad.
También el factor climático podría tener cierta influencia indirecta. Dado que el COVID-19 afecta especialmente a las personas con afecciones pulmonares o respiratorias, el invierno resulta más riesgoso que otras temporadas. La gran disparidad entre los hemisferios norte y sur podría deberse, al menos en parte, a esa circunstancia.
Agreguemos a la lista el factor cultural: formas de saludo, hábitos de higiene, etc. En muchas sociedades asiáticas (Japón por ej.) ha primado tradicionalmente un mayor distanciamiento corporal. La gente no estila saludarse con besos, abrazos o apretones de mano. Las personas se quitan el calzado para entrar a sus casas o departamentos, y están acostumbradas desde hace mucho tiempo a utilizar preventivamente barbijo ante el menor síntoma de resfrío o fiebre. En Italia y España, por el contrario, tales costumbres brillan por su ausencia.
Y no se pueden descartar cuestiones de índole genética (mayor o menor predisposición a contraer la enfermedad según el ADN), ni otras hipótesis en estudio como la masividad y continuidad de ciertas políticas de vacunación. Esto último, por ej., podría llegar a explicar, quizá, las bajas tasas de contagio y mortalidad en el «Tercer Mundo», los países comunistas y poscomunistas, Japón y Corea del Sur, donde la BCG ha perdurado en las cartillas obligatorias hasta el día de hoy, o por más tiempo que en EE.UU. y Europa occidental.
¿Qué importancia habría que atribuir a las medidas específicas adoptadas por las autoridades ante la pandemia ya desatada? Contrariamente al sentido común imperante, habría que concluir que relativamente poca: las condiciones estructurales preexistentes han mostrado una influencia mucho mayor. Ha sido la celeridad de la respuesta, antes que una forma específica de la misma, lo que parece haber tenido cierta influencia positiva en la contención de la pandemia. Y quedan por verse los efectos colaterales o no deseados de las medidas sanitarias más draconianas, que en algunas regiones podrían ser dramáticos.
En cualquier caso, no hay explicaciones generales unicausales de la pandemia, al menos no que resulten empíricamente satisfactorias. Aquí se ha propuesto un modelo más complejo, multicausal, donde diversos factores se refuerzan o contrarrestan de forma variable. Un modelo multicausal que, empero, asume la existencia de una jerarquía u orden de importancia –no absolutamente uniforme, pero sí bastante general– entre los distintos factores intervinientes.
Las medidas tomadas por los gobiernos de turno ante la pandemia ya desatada, sin desmerecer su importancia ni desconocer su utilidad –o perjuicio–, no pueden modificar esas condiciones objetivas preexistentes a la crisis sanitaria. De ahí la relativa heterogeneidad interregional –y también homogeneidad intrarregional– que ha exhibido el coronavirus en su dinámica expansiva, con relativa independencia de las políticas de emergencia implementadas, más o menos similares o diferentes en tiempo y forma. Las acciones coyunturales pueden paliar o empeorar el cuadro, pero no pueden borrar de un plumazo los límites y las presiones estructurales.
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Las diferencias pandémicas entre el mundo occidental, por un lado, y Asia oriental, por otro, están siendo objeto de interpretaciones ideológicas en el viejo y negativo sentido de la palabra «ideología»: falsa conciencia con escasa atención a las evidencias empíricas. Se habla de una cultura más colectivista y autoritaria, sustentada en la tradición confuciana (China, Japón, Corea del Sur, Taiwán, etc.), contrapuesta a una cultura más individualista y liberal (oeste europeo, EE.UU. y otros países anglosajones). Las preferencias pueden variar, pero el contraste parece ser aceptado como una evidencia tanto por los que deploran el ascenso del autoritarismo policial-digital chino (variante casi distópica del biopoder), como por quienes saludan las decididas políticas comunitarias de salud montadas por los fuertes e interventores estados del lejano este asiático.
Por lo demás, Australasia exhibe guarismos similares a los del Asia oriental. Los países del Pacífico occidental, pese a sus enormes disparidades demográficas, políticas e histórico-culturales, celebran por igual su éxito frente a la amenaza pandémica, con el mérito adicional de haber logrado una rápida contención en la mismísima región donde surgió el COVID-19. Tanto la gigantesca, autoritaria y confuciana China, como la pequeña, liberal y anglosajona Nueva Zelanda, hoy pueden ufanarse de haber vencido al coronavirus.
Es notable que Byung-Chul Han, a la hora de explicar la disparidad del impacto pandémico entre Europa occidental y Asia oriental, haya elegido reciclar el choque de civilizaciones, cuando dos países «blancos» bastante próximos al Lejano Oriente, Australia y Nueva Zelanda, ponen totalmente en entredicho su tesis culturalista. No solo eso: Australia y Nueva Zelanda son estados de ascendencia británica, es decir, países occidentales donde el individualismo y el liberalismo tienen mayor arraigo histórico que en otros donde ha primado, por ejemplo, la cultura latina, como Italia, España, Francia y Portugal. Siguiendo el razonamiento del filósofo coreano, la Europa mediterránea debería haber tenido una mejor performance sanitaria que la Australasia anglosajona, pero esto es ostensiblemente falso, incluso en el caso lusitano, el menos desfavorable. La cohesión comunitaria no parece ser un aspecto tan fundamental… Dentro del mundo islámico, ¿cómo se explicaría entonces que el ultrafundamentalista Irán duplique la tasa de mortalidad por coronavirus de Turquía y Bosnia-Herzegovina, las naciones musulmanas más occidentalizadas?
También han sido objeto de polémica otros casos contrastantes. El presidente argentino Alberto Fernández comparó recientemente la situación de Noruega y Suecia, creyendo ver en ellas una confirmación de lo acertado de su severa política sanitaria frente a la pandemia: el ASPO (aislamiento social, preventivo y obligatorio), un confinamiento masivo y total muy precoz que ya ronda casi los dos meses. Noruega –con una cuarentena relativamente temprana– y Suecia –donde hasta los bares continúan abiertos– presentan tasas de mortalidad por millón de habitantes ciertamente diferentes: 43 contra 325. Sin embargo, es cuanto menos dudoso lo que esa comparación demuestra, o deja de demostrar. Después de todo, la mortalidad proporcional que exhibe con orgullo la cautelosa y mesurada Noruega de Solberg no está lejos de aquella que ostenta con escándalo el irresponsable y desquiciado Brasil de Bolsonaro; en tanto que la tasa de la permisiva Suecia es muy inferior a las de España, Italia y Bélgica, tres países que han optado por la vía más estricta del confinamiento. Por otra parte, ¿por qué habríamos de asumir, contra toda evidencia hasta el momento, que las tasas de mortandad por millón de habitantes en América Latina tienden a ser análogas a las de Europa occidental? Hasta ahora, viendo el panorama en conjunto, los datos estadísticos muestran casi uniformemente lo contrario. Las excepciones parciales sirvan para matizar, no para validar o refutar.
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Nadie sabe a ciencia cierta cuál es la efectividad de las medidas tomadas. Los tan marcados contrastes regionales más bien parecen mostrar –como dijimos– que el impacto de la pandemia se ve más determinado por condiciones estructurales preexistentes que por las decisiones coyunturales y acciones urgentes de quienes gobiernan. Las comparaciones Argentina-Brasil y Noruega-Suecia parecerían indicar que las medidas de confinamiento total pueden reducir significativamente el impacto de la pandemia, pero dentro de claros y bien diferenciados parámetros regionales (el peor resultado latinoamericano difiere poco del mejor resultado europeo-occidental). Y el parangón entre Japón y China, o Rusia y Bielorrusia, ponen en duda la eficacia de la cuarentena estricta respecto a otras estrategias de contención más flexibles pero inteligentes.
Por otra parte, es un hecho que el confinamiento tiene consecuencias sociales y económicas. Y aquí también son marcadas las diferencias regionales. En India y Filipinas, por ejemplo, la cuarentena ha colocado a millones de personas al borde de la inanición. No es lo mismo la suspensión de actividades económicas en países centrales desarrollados y ricos –capaces de brindar cierta cobertura a su población más desfavorecida–, que en estados subdesarrollados y pobres de la periferia: en estos, la pandemia bien puede devenir en hambruna. Tampoco es equiparable el impacto de la parálisis económica para empresas que han acumulado grandes capitales, que para trabajadores sin capacidad de ahorro: en el primer caso, peligran las ganancias; en el segundo, la propia supervivencia.
Lo mismo cabe señalar en relación a otras variables macroeconómicas, como los niveles de desempleo, precarización e informalidad, o el PBI per cápita y la distribución de la riqueza. La Noruega que ha invocado Alberto Fernández tiene una espalda que Argentina de ningún modo posee. Las sociedades escandinavas, prósperas y poco desiguales, pueden hacer sacrificios materiales y esfuerzos sostenidos en el tiempo que sus pares latinoamericanas –con enormes bolsones de desocupación, subempleo, pobreza y marginalidad– no están en condiciones de afrontar, por lo menos sin que medie una auténtica revolución (el gobierno argentino retrocedió en chancletas tras lanzar una tímida propuesta de establecer un gravamen del 1% a las grandes fortunas. En paralelo –y claro contraste– estableció sin mucho ruido un recorte del 25% a los salarios en los sectores privados paralizados). La Argentina que dejó Macri, endeudada hasta el cuello y en aguda recesión, tiene índices de pobreza/indigencia e informalidad cercanos al 40%, que no cesan de incrementarse debido a la crisis pandémica. El mentado quedate en casa es una meta imposible, o suicida, para amplios sectores sociales de la Argentina y del resto del «Tercer Mundo».
En tal sentido, la antinomia salud-economía tiene mucho de falaz. ¿La salud de quiénes? ¿La gente pobre, caída del sistema? ¿Los sectores medios y altos, bien integrados a la sociedad de consumo y el empleo formal? ¿De qué hablamos cuando hablamos de economía? ¿De la rentabilidad empresarial o de la subsistencia popular? La burguesía, igual que los medios y economistas que le son funcionales, solo se preocupan por las ganancias. Su egoísmo de clase es repudiable. Pero también merecen crítica aquellos gobiernos que, como el de Alberto Fernández en Argentina, enarbolan un talibanismo sanitario despreocupado por las condiciones materiales de existencia de la gente humilde, sobre la premisa equivocada –implícita más que explícita– de que economía es sinónimo de afán de lucro y riqueza concentrada.
Defender la economía no necesariamente es hacerle el juego a la derecha neoliberal, como dicen algunos sectores del progresismo (sectores que, dicho sea de paso, poco y nada hacen, en términos prácticos, para que se les cobren más impuestos a las personas más ricas, con los cuales poder financiar la actual emergencia sanitaria y social). Se puede –y se debe– defender la economía como aquello que hace posible la reproducción vital de las clases trabajadoras y las mayorías populares. Está muy bien que nos importe más la salud pública que el enriquecimiento privado, el bienestar general más que la codicia corporativa. Lo que no está bien es que no nos importen las consecuencias ruinosas de la cuarentena prolongada sobre el trabajo y la subsistencia de los sectores más vulnerables, para los cuales la estabilidad de ingresos y la capacidad de ahorro son cuentos de hadas.
Entre el no hacer absolutamente nada de Trump y Bolsonaro al inicio de la pandemia, y la cuarentena draconiana e indefinida del talibanismo sanitario, hay una enorme gama de opciones que, desgraciadamente, no están siendo objeto de ningún debate público. Hay que tener mucha estrechez mental para asociar mecánicamente el cuidado de la economía a la defensa del lucro privado. El cuidado de la economía bien puede pasar por el establecimiento de una renta básica ciudadana, una reforma progresiva del sistema tributario, o incluso por expropiaciones al capital. Al poner esto sobre el tapete se torna transparente que no es exactamente la estrechez mental lo que lleva a la asociación economía-lucro. Lo que subyace es, en realidad, el compromiso sustancial con una economía basada en la propiedad privada sobre los medios de producción, el mercado y la acumulación capitalista: eso es lo que impide pensar alternativas económicas de otro tipo.
La contraposición entre salud y economía que hoy se asume masivamente es, pues, un espantajo. Aunque suene inverosímil en medio del pánico mundial por el COVID-19, el principal problema sanitario de la humanidad es, por lejos, el hambre, junto con la falta de agua potable. Que los millones de niños y niñas que, año tras año, mueren de desnutrición (o de problemas colaterales como las enfermedades diarreicas), no generen angustia social en la comunidad internacional, ni sean causa de drásticas medidas políticas y económicas, dice mucho del mundo en que vivimos… tanto como el pánico desatado por una pandemia que, hasta ahora, no supera los 300 mil decesos. La cifra puede parecer impresionante, pero en verdad no lo es. Para ingresar al sombrío ranking de las diez causas de muerte más importantes a nivel global, aunque más no sea en el décimo puesto, el coronavirus debería al menos cobrarse un millón y medio de víctimas fatales en 2020. Para hacerlo, la mortandad de los dos cuatrimestres próximos debería triplicar la mortandad acumulada durante el primer cuatrimestre del año, algo sumamente improbable, dado que, en casi todos los países, la curva de contagios tiende a aplanarse.
En la sociedad posmoderna del espectáculo, el rigor lógico y empírico, los análisis sobriamente mesurados, las comparaciones respetuosas del principio de proporcionalidad y el examen en contexto son arrojados a la basura. Las cifras absolutas son preferidas a las relativas (casi nadie habla de Bélgica, pero se sigue hablando de China), los argumentos especulativos y anecdóticos campean por doquier, y las aprobaciones o descalificaciones a priori –ideológicas– resultan mejor valoradas que los datos y las evidencias.
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La inmensa mayoría de los gobiernos, igual que el grueso de la opinión pública intoxicada por los mass media, parecen empeñarse en creer que la pandemia es una calamidad terrible que puede ser contenida si las autoridades hacen lo adecuado. No hay ninguna duda de que esta es la situación subjetiva hoy imperante. Sin embargo, los crudos datos objetivos cuentan otra historia. La mortandad del COVID-19 está muy por debajo de la del cólera, la malaria, el sida, la desnutrición… y la lista sigue. Incluso en los estados más afectados por la pandemia, las cifras no son catastróficas.
Italia ha superado los 30 mil decesos a causa del coronavirus. La cifra absoluta es impresionante. Pero pocas veces se recuerda que en 2019 murieron en ese país casi 650 mil personas, unas 2 mil por día. Aun en el improbable caso de que todos los decesos por COVID-19 no hubieran tenido lugar sin la pandemia (esto es, si a los 650 mil fallecimientos que habría aproximadamente en condiciones normales adicionásemos 30 mil), la tasa de mortalidad general de Italia aumentaría aprox. un 5% en relación a 2019. Oscilaciones de ± 5 % son usuales en las tasas de mortalidad general, sin que medie ningún evento excepcional. En España, por ej., de 2013 a 2014 hubo un aumento del 7 % en la cantidad de decesos. El fenómeno no motivó ninguna discusión pública. Y tratándose del COVID-19, los casos de Italia y España son bastante extremos, muy por encima de la media mundial.
La comparación con la pandemia de 1918 –tan traída y llevada por estos días– desmiente en realidad el alarmismo paranoico en que vivimos. La mal llamada gripe española causó entre 20 y 50 millones de muertes sobre una población mundial de unos 1.850 millones de habitantes. Tomando la más baja de estas cifras, para que el COVID-19 alcance un guarismo equiparable debería provocar no menos de 80 millones de decesos. Argumentos escépticos de este tenor, basados en la estadística comparada y el método lógico de la reductio ad absurdum, podrían invocarse a granel.
¿Por qué entonces, si las cifras de la actual pandemia no son –en términos relativos y absolutos– tan descomunales, tan excepcionales, la humanidad se encuentra en una situación sin precedentes? Uno de nosotros intentó una explicación más exhaustiva en el artículo La política del terror http://www.laizquierdadiario.com/La-politica-del-terror, publicado en La Izquierda Diario. Baste aquí con recordar que la clave del asunto parece ser que el coronavirus ha afectado especialmente a países y clases sociales normalmente invulnerables a las grandes causas de mortandad mundial, y en particular, invulnerables a las temidas y temibles enfermedades contagiosas. La disparidad abismal del impacto de las enfermedades contagiosas entre los países de más bajos ingresos (donde son principalísima causa de muerte) y los países de ingresos más elevados (donde son un problema sanitario menor) explica tanto el poderoso efecto subjetivo de la actual pandemia en las clases acomodadas y las naciones ricas (que se topan con un riesgo inusual para ellas, pero muy corriente entre las clases pobres y los estados subdesarrollados), como su baja incidencia factual en Asia y África.
Si el pánico generado no se corresponde con las cifras objetivas, la eficacia de las medidas gubernamentales tampoco concuerda con los relatos oficiales u oficiosos. Esas cifras tampoco parecen encajar con las explicaciones más difundidas, basadas en una presunta omnipotencia de las políticas de emergencia improvisadas por las autoridades, o en interpretaciones especulativas inspiradas en algo parecido al «choque de civilizaciones». No hay panaceas sanitarias in extremis, y las tesis culturalistas a lo Toynbee o Huntington oscurecen más de lo que aclaran.
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Más allá de los fuegos de artificio retóricos, el sustrato ideológico de las interpretaciones imperantes sobre la presente crisis pandémica es lo que podríamos llamar el juego de las pequeñas diferencias, y la hiperpolitización de las explicaciones de los procesos de larga duración. Paradójicamente, mientras el rango de las alternativas políticas se angostaba en extremo tras la caída del Muro de Berlín, las explicaciones politicistas cobraban nuevos bríos. Al capcioso «no hay alternativa» thatchereano, se replicó con algo así como hay muchas alternativas mínimamente diferentes entre sí. La estructura capitalista de las relaciones de producción fue considerada un dato inalterable, irreversible, tanto por la ortodoxia neoliberal como por sus detractores progresistas o populistas. Tras la debacle del socialismo real, quienes asumieron implícita o explícitamente –de buena o mala gana– que ya no había ningún horizonte posible más allá del sistema del capital, empezaron a detectar sutiles diferencias dentro del capitalismo. Esas diferencias por supuesto que existían. Pero el verlas como enormes y sustanciales fue una consecuencia de la desaparición del comunismo en el abanico de las posibilidades históricas. Ante una alteridad civilizatoria radical como lo fue la Unión Soviética y sus satélites, las diferencias entre el capitalismo yanqui, renano o nipón parecen meros matices escasamente relevantes.
Nadie sabe si un nuevo sistema alternativo al capitalismo podría triunfar en el futuro. En todo caso, las fuerzas socialistas –o genéricamente anticapitalistas– son indudablemente débiles en la actualidad. Por ello, desde el estricto punto de vista del análisis de situación, el no contar con la probabilidad de una opción por fuera de la sociedad burguesa no podría ser intelectualmente reprochable, por aquello del pesimismo de la inteligencia –o de la realidad– que reclamaban Gramsci y Mariátegui. Sin embargo, la eliminación de una alternativa anticapitalista del horizonte de lo posible –o lo inmediato– ha contribuido a que, quienes asumen esa conclusión, caigan con suma facilidad en errados análisis y discutibles diagnósticos. Desde luego que aquellas personas que consideren poco probable una alternativa socialista, una quimera perimida del siglo XX corto, no tienen por qué embellecer formas específicas del capitalismo, ni se hallan condenadas a brindar explicaciones poco consistentes de los procesos actuales. Sin embargo, es esto lo usual en el panorama intelectual contemporáneo.
Y sin embargo, las agudas contradicciones del capitalismo se hallan en la base de todo cuanto está aconteciendo en el mundo en estas últimas décadas. La inviabilidad de un crecimiento económico infinito en un planeta finito es algo evidente. Esta imposibilidad lógica tiene ya manifestación empírica: los desastres ecológicos de toda índole. Pero el compromiso con un régimen social fundado en el imperativo del progreso material indefinido es la piedra basal de todos los estados hoy existentes. No es de extrañar entonces que, en el discurso público mayoritario, a un lado y otro de las fronteras ideológicas internas del capital (conservadores y progresistas, liberales y populistas, ortodoxos pro-mercado y heterodoxos estatistas), se omita o minimice la vinculación de la pandemia actual con la problemática ambiental, se hable lo menos posible de la relación del capitalismo con esta última, y se contraponga burdamente salud y economía. Por lo mismo, tampoco es de extrañar que, en la polarizada Argentina de la grieta, la política del ASPO dispuesta por el gobierno nacional peronista sea apoyada –y replicada con celo a nivel local– por las tres provincias radicales (Mendoza, Jujuy y Corrientes), y también por CABA, controlada por el macrismo, las cuatro jurisdicciones opositoras de centroderecha.
Las diferencias regionales expuestas en el presente texto –algo que estalla en la cara de cualquiera que mire los datos– son sistemáticamente ignoradas. El abordaje típico se concentra en un nivel político superficial, ignorando pertinazmente tanto los fenómenos estructurales de larga duración, como la posibilidad agencial de cambiar las estructuras socioeconómicas: posibilidad siempre abierta, aunque con disímiles circunstancias y grados de factibilidad. En consecuencia, lo que predominan son flacos análisis. Flacos porque deben omitir datos obvios (como las escandalosas diferencias regionales), descartar preguntas reveladoras (¿por qué, por ej., hay tanta alarma con el COVID-19, cuya tasa de mortalidad se halla muy lejos de las de la desnutrición, el cólera, o el paludismo?) y evitar el cruce de variables o dimensiones (como ecología y capitalismo).
El resultado de todo esto es una pésima discusión pública de los problemas, junto a un desconcierto generalizado que no reconoce fronteras geopolíticas ni sociales. La humanidad parece ingresar al ojo de la tormenta de una crisis civilizatoria con los ojos vendados. Solo que, a diferencia de la diosa Temis, su balanza está descalibrada; y su espada, sin filo.