A mí este papa me gusta. Exhibe una sonrisa afectuosa, con perfil atractivo, lejos del semblante adusto que presentaba Juan Pablo II. Juan Pablo II: ¿Quién lo recuerda ? El otro día en Madrid me decía un taxista que Wojtyla había sabido aprovecharse de la globalización de los medios. «Ya verá, concluyó, cuando salga algo […]
A mí este papa me gusta. Exhibe una sonrisa afectuosa, con perfil atractivo, lejos del semblante adusto que presentaba Juan Pablo II.
Juan Pablo II: ¿Quién lo recuerda ? El otro día en Madrid me decía un taxista que Wojtyla había sabido aprovecharse de la globalización de los medios. «Ya verá, concluyó, cuando salga algo más rentable para las empresas de comunicación se acabó». La mirada límpida del Ratzinger alejó de la pantalla y de las primeras planas el sufrimiento del polaco. Sic transit gloria mundi. A rey muerto rey puesto. O el muerto al bollo y el vivo al hoyo, puede titularse la función a la que estamos asistiendo.
Ya en Barcelona, me deslumbra el primer discurso del vivo: «Venerabilis gratis nostri, dilectisimi fratres ac sorores in Christo, vos universi homines bonae voluntatis! (¡Qué grandioso!) Gratia copiosa et pax vobis. Duo animun nostro discordes sensus hoc tempore una simul subeunt…»
Para los católicos que no entiendan latín (debería serles obligatorio ¿qué es eso de que el jefe les hable en una lengua que no entienden?) el periódico matutino ofrecía la traducción al castellano, mas no incurriré yo en semejante descortesía con ustedes. En una entrevista no sé si en español o en francés, que Ignacio Ramonet y yo mantuvimos con Borges, le preguntamos sobre la decadencia del latín: «¿Pero en qué estamos hablando nosotros ahora mismo?», nos hizo observar.
El lunes leí una declaración del nuevo papa en otro periódico barcelonés: «No quiero imponer mis ideas». Signo de humildad que no hubiera aflorado a los labios del anterior. No ignora Ratzinger que si en veinte siglos de existencia la Iglesia romana ha sido incapaz de extender por todo el orbe conceptos que considera tan primordiales como la Resurrección del Señor, la virginidad de María y el intríngulis del Espíritu Santo, difícil le será a él en los años de transición que cruelmente se le auguran.
Es un hombre, Ratzinger, que sabe sacar fruto de sus fracasos, como el que sufrió cuando dirigió el grupo de presión que pretendió incluir en la Constitución europea el carácter católico de nuestro continente en lugar de «Europa de los ciudadanos» o de las «naciones» Abandonó esa exigencia, quizás sólo en su aspecto formal, y por eso se haya puesto el nombre de Benedicto, nada menos que el patrón de Europa.
No hago mucho caso de los apelativos con los que lo designan sus contrarios, «Torquemada», «Nazinger» o «Panderkardinal» por sus escarceos juveniles con los nazis; ni con sus detractores comparto la idea de que «cuanto peor mejor». A este paso, dicen, se acabará hundiendo la institución católica.
Al punto me viene a la memoria un poema de Constantino Cavafy titulado «Esperando a los bárbaros». Una antigua cuidad se preparaba para la irrupción de las hordas, pero éstas no llegaban. Nada en el horizonte, hasta que al fin, desanimados, declaran: «Y ahora ¿qué vamos a hacer sin los bárbaros?».
Algo semejante pasa con la religión. La idea de un Dios aporta ciertas soluciones a las preguntas angustiosas de los humanos. Su existencia permite a muchos sufrir en el mundo, vivir con ciertas reglas y esperar que una justicia venga a reinar en un hipotético más allá.
No es deseable que se hunda la Iglesia , pero sí que el papa Benedicto se ocupe de sus ovejas como tiene prometido («No quiero imponer mis ideas») y deje al resto del rebaño tranquilo.