Es saber común que el fundamentalismo islámico se ha expandido por el mundo a base de guerras (Afganistán), guerrillas (Siria, Nigeria) y un exuberante despliegue de propaganda, financiado por élites integristas desde todos los rincones del mundo musulmán. Un proyecto titánico que parece difícil de emular en condiciones diferentes a las actuales, especialmente en un […]
Es saber común que el fundamentalismo islámico se ha expandido por el mundo a base de guerras (Afganistán), guerrillas (Siria, Nigeria) y un exuberante despliegue de propaganda, financiado por élites integristas desde todos los rincones del mundo musulmán. Un proyecto titánico que parece difícil de emular en condiciones diferentes a las actuales, especialmente en un escenario en el que los países del golfo Pérsico no hubieran amasado semejantes fortunas petrolíferas. Cambiar la sensibilidad y las costumbres de los musulmanes del mundo entero requiere de un esfuerzo ímprobo, cuyo éxito no parece en absoluto garantizado (afortunadamente).
Pero ¿qué sucede con el «fundamentalismo budista»? Aquel que está en la raíz de la crisis rohinyá de Myanmar, de la que tanto se ha hablado ese último año. Aquel que en la larga, cruel y absurda guerra civil de Sri Lanka, que finalizó en 2009, clamaba por la matanza indiscriminada de los tamiles (hindúes) de la isla, ideal que no estuvo tan lejos de verse realizado en el siniestro julio de 1983. Aquel que durante la Segunda Guerra Mundial se adhería al rampante militarismo japonés, haciendo del término «zen» un sinónimo de chovinismo, conservadurismo y beligerancia (en claro contraste con las connotaciones progresistas, liberales y buenrrollistas que tiene hoy en Occidente decir que algo «es muy zen»). Las causas de estos acontecimientos son muy complejas, pero el hecho es que las diferencias de base entre las facciones son, en todos los casos,étnico-religiosas, y en países donde la identidad étnica está fuertemente asociada a la religión, ésta no puede desentenderse de las consecuencias. La pregunta que todos se hacen es: ¿cómo pueden unos budistas, seguidores de una religión comúnmente entendida como pacífica y tolerante, llegar a tales extremos de violencia súbita e inopinada?
Hace unos meses, el Dalai Lama, que representa al budismo tibetano, diferente al de Sri Lanka o Myanmar (que se adscriben a la escuela Theravada, de origen más antiguo), expresó que el Buda habría auxiliado a esos refugiados rohinyá que huyen, desesperados, de la persecución del ejército birmano. Uno se pregunta si el Buda podría haberles ayudado directa y físicamente (su código monástico, que prohíbe manejar dinero o arar la tierra, dificulta a los religiosos la ejecución de cualquier acción profana), pero sin duda se pronunciaría en contra de esa -y de toda- violencia. En el sutta 21 de la colección Majjhima Nikāya oímos de sus labios que cualquiera que odie a quien le haga mal, en lugar de emanar benevolencia hacia esa persona, habrá dejado de seguir sus enseñanzas, incluso si unos bandoleros están en ese mismo momento cortándole los miembros del cuerpo con una sierra de doble mango. Otros muchos sermones y fábulas atribuidos al Buda esbozan ideales de no violencia tanto o más radicales; se podrá criticar su ingenuidad, su falta de realismo, de sentido de Estado, etcétera, pero en ningún caso que no hayan dejado claro su mensaje.
Uno de los problemas de estos textos es que son mejor conocidos entre los budistas occidentales que para el habitante promedio de los países budistas asiáticos. El budismo, al menos en su vertiente Theravada, es la única gran religión cuyas escrituras (casi) nadie ha leído: tradicionalmente, sólo unos pocos monjes y eruditos han tenido acceso a unos corpus escriturarios que, en ésta como en otras corrientes budistas, son oceánicos (la edición moderna más completa del canon Theravada en su lengua original, el pali, comprende unos 56 volúmenes). No es solamente lo inabarcable de los textos lo que ha contribuido a alejar las fuentes de la doctrina budista del fiel de a pie. También es responsable la estructura de la sociedad india de tiempos del Buda (circa 500 a. C.), calcada por los países del sudeste asiático donde predomina el budismo Theravada.
Se trata de una sociedad en la que unos pocos monjes y virtuosos se consagran (en teoría) a la vida santa que conducirá al Nirvana y el resto de la población aspira a hacer méritos para vidas futuras mediante las buenas acciones y las donaciones a monjes y templos. La pobreza material de la mayoría de los países Theravada (algunos de los cuales, como Camboya o la propia Myanmar, figuran entre los diez más pobres del continente) permite que esta sociedad dual se conserve sin la erosión que supondría una modernización integral. Del laico theravadín tradicional, campesino cultivador de arroz, no se espera un conocimiento religioso más profundo que los ocasionales consejos y sermones de los monjes de su pueblo, que suelen versar más sobre moralidad básica (además de ritualística, astrología…) que sobre las enseñanzas específicas de aquel al que todos llaman Buda, pero al que unos consideran (con las Escrituras) un ser humano iluminado que alcanzó la condición suprema y ofreció al mundo una enseñanza insuperable, y otros (muchos) algo así como un ser celestial al que se puede rezar para obtener toda clase de beneficios mundanos.
No es de sorprender, por lo tanto, que la doctrina de ese maestro/dios esté, en las tierras del Theravada, inevitablemente diluida en un maremágnum de creencias animistas, mágicas y adivinatorias de las que él mismo se sorprendería en ocasiones. En China, Japón, Vietnam y otros países donde predomina la otra gran corriente budista (la Mahayana), un budismo más tardío se combina, además de con la adivinación y la religión popular, con el taoísmo, el confucianismo o el sintoísmo. En Nepal, Mongolia y el Tíbet, un budismo tántrico aún posterior, muy influido por el hinduismo, toma elementos del chamanismo y la religión autóctona Bön. Se comprende, pues, que T.W. Rhys Davids, uno de los primeros eruditos occidentales que se consagró a la religión que nos ocupa, escribiera en 1887 palabras tan drásticas como las siguientes: «Nadie entre los quinientos millones que ofrecen de vez en cuando flores en los santuarios budistas, que se han formado más o menos a fondo en las enseñanzas budistas, es única o totalmente budista».
Esta religiosidad laxa y sincrética no favorecerá en exceso el sentido crítico, pero tiene innegables puntos positivos. Para empezar, existe cierto consenso en que el budismo es la más tolerante de las grandes religiones. En el siglo X, mientras Europa se ganaba a pulso el tópico de sus «años oscuros», el geógrafo musulmán Abu Zeid al Hasan escribía que el rey de lo que hoy llamamos Sri Lanka toleraba todos los credos, incluidos el judío y el maniqueo. El franciscano italiano Giovanni de Marignolli, que visitó la isla en el siglo XIV, recordaba haber sido recibido por los monjes budistas como si fuera uno más de ellos. Los colonizadores británicos del XIX recalcan una y otra vez la suma hospitalidad y cortesía con que eran tratados por los monjes, incluso cuando, a título de misioneros cristianos, su intención era exterminar aquella religión.
En cuanto a Myanmar, no podemos olvidar que es en esencia un país multiétnico (con 135 etnias oficialmente censadas) que alberga importantes minorías musulmanas, hindúes y cristianas, amén de una de las pocas sinagogas de Asia oriental. En la ciudad más poblada del mundo Theravada, Bangkok (Tailandia), los musulmanes llevan siglos conviviendo en paz y armonía con una población abrumadoramente budista, como hacen cristianos o hindúes. (Ajahn Jayasaro nos informa de que en la lengua tailandesa no existe una palabra que exprese el concepto de intolerancia religiosa.) En el vecino Laos, más de 160 grupos étnicos, que en su mayoría calificaríamos como animistas, coexisten bajo el paraguas de la religión del asceta Gautama… o de lo que pasa por ella.
El peligro potencial de dejar la instrucción religiosa de la sociedad en manos de los monjes es que no hace falta una campaña propagandística masiva, como la del fundamentalismo islámico, para que una parte de los theravadines cambie de opinión sobre sus deberes religiosos: basta con conseguir que el «clero»se adscriba a la causa requerida. (Esto no sonará nada nuevo a los que conozcan la historia de la Iglesia católica.) El gobierno tailandés, que lo sabía bien, favoreció a monjes de discurso anticomunista cuando se sintió amenazado por la deriva política de sus vecinos Vietnam, Laos y Camboya, que adoptaron el comunismo en 1975. Hoy, en Myanmar, monjes xenófobos avivan el odio contra los rohinyás entre poblaciones rurales, muchos de ellos amparados (como el Ejército nacional, que lleva más de un año realizando lo que el alto comisionado de Derechos Humanos de la ONU ha llamado una limpieza étnica «de manual») por unas autoridades que, si no simpatizan con sus ideas, de momento tampoco han hecho lo suficiente por obstruirlas.
El Dalai Lama puede estar en lo cierto, si nos atenemos al rigor histórico y doctrinal, cuando dice que el Buda se manifestaría en contra de lo que casi todo el mundo llama ya «genocidio rohinyá»: cualquiera que haya estudiado mínimamente esta religión se sorprendería de que hiciera falta recordarlo. Pero ese Buda que el Dalai Lama tiene en mente no siempre coincide con el de los propios pobladores de las montañas del Tíbet o Nepal, muchos de los cuales le consideran la máxima autoridad espiritual; qué decir de las junglas esrilanquesas o los arrozales camboyanos. La mirada anticuada e idealista que solemos proyectar sobre Oriente, que considera naturales las Cruzadas o la Inquisición pero aún pone el grito en el cielo cuando a un budista se le ve haciendo algo impropio, pierde la perspectiva de que estamos ante una disyuntiva histórica: ¿se podrán reestructurar las sociedades budistas para permitir un mayor acceso a la doctrina y a la meditación sin mermar la clase monástica que las ha preservado durante siglos (y que está en situación crítica en aquellos países de tradición budista, como Japón y Corea del Sur, que se han lanzado de cabeza al torrente de la modernidad)? ¿Irá este revival en detrimento del sincretismo tradicional y en favor de una postura más purista, incluso beligerante, como la del llamado «budismo protestante» cingalés?
Y, en una sociedad moderna y pluralista, ¿se podrá seguir defendiendo que la persecución el Nirvana mediante un entrenamiento monástico -en esta o en futuras existencias- es la única causa espiritualmente relevante, el único sentido último de la vida? Un ideal que no por grandioso y sublime ha abandonado todo resabio de la India antigua en la que se originó, una sociedad prácticamente analfabeta (el saber se transmitía por vía oral), con una exposición mínima a la diversidad cultural humana y nula conciencia histórica, lo que, sumado a su desinterés por la estética o la política, hace difícil (que no imposible) imbricarlo con los ideales gestados en la era moderna, más allá de simpatías más o menos superficiales.
Son procesos de cambio que ya han empezado, y sus frutos resultan impredecibles a largo plazo. Esperemos, simplemente, que no se cuente entre ellos algo tan burdo como el ejercicio de la violencia en el nombre de una religión que, por principio, no admite la violencia en ninguna de sus formas. En los sitios en los que así ha sido, el budismo ha estado y está en riesgo de convertirse en una tradición que defender porque forma parte de nuestra historia y de nuestro pueblo, sin que nos importe demasiado averiguar si tiene algún otro valor: un fundamentalismo sin fundamentos.