En septiembre de este año, la situación en materia de seguridad en el Cáucaso y en Asia Central registró una escalada dramática de la violencia.
El 12 de septiembre, las fuerzas armadas de Azerbaiyán lanzaron un ataque masivo en seis direcciones distintas en el interior del territorio de la vecina Armenia. Después de 48 horas de encarnizados combates se contabilizaron cerca de 300 personas muertas (en cifras oficiales: 207 soldados armenios y 80 azeríes).
En el mismo periodo, del 14 al 20 de septiembre, y a unos 3.000 kilómetros más al este, se produjeron violentos enfrentamientos en la frontera entre Kirguistán y Tayikistán, al sudeste del valle de Ferganá. El número de muertos es objeto de controversia, pero las cifras oficiales sobrepasan el centenar, mientras que tan solo en el lado kirguiso de la frontera fueron evacuadas 140.000 personas.
Numerosos analistas han relacionado el estallido de violencia en el Cáucaso y en Asia Central con el debilitamiento de Rusia a raíz de la guerra en Ucrania. Mientras que el plan inicial de Putin era ocupar Ucrania y reforzar la influencia rusa en el espacio postsoviético, un comentarista ha escrito que “Moscú acelera activamente el declive de su influencia en toda Eurasia, incluidos los antiguos países soviéticos del sur del Cáucaso y de Asia Central”. Marlene Laurelle, en un artículo publicado en Foreign Affairs, incluso ha ido más lejos: no solo Rusia pierde influencia en el espacio postsoviético, sino que “no parece que pueda seguir sirviendo de garante de la seguridad regional para los regímenes de la región […] y varias potencias –principalmente China y Turquía– tienen todas las de ganar”.
El debilitamiento de la posición rusa en el Cáucaso y en Asia Central ha venido acompañado de informaciones según las cuales Rusia iba a retirar tropas de sus bases sitas en esas repúblicas postsoviéticas para desplegarlas en Ucrania. Por ejemplo, en septiembre, nuevos informes sostienen que Rusia había retirado a unos 1.500 militares tan solo de Tayikistán. En otras palabras, a causa de la guerra actual en Ucrania, el ejército ruso se ha debilitado y su influencia sobre el terreno ha menguado mucho.
Es preciso aclarar dos cuestiones. En primer lugar, los conflictos en el Cáucaso y en Asia Central se remontan a mucho antes de la invasión rusa de Ucrania. Los enfrentamientos más recientes en el Cáucaso son las réplicas de la guerra de Karabaj de 2020, cuando Azerbaiyán lanzó una nueva ofensiva contra las fuerzas armenias desplegadas en Karabaj y en Armenia. Además, el conflicto de Karabaj tiene una prehistoria que hunde sus raíces en el periodo de colapso de la URSS, ya que este conflicto estalló en 1988, cuando la población armenia de la región solicitó un cambio de estatuto de su región autónoma, una reivindicación que dio pie a una guerra total cuando Armenia y Azerbaiyán accedieron a la independencia (1992-1994).
Asimismo, ya en la primavera de 2021 se produjeron choques fronterizos entre Kirguistán y Tayikistán, es decir, antes de la invasión rusa de Ucrania, causando decenas de víctimas. Además, el valle de Ferganá ha sido escenario de rivalidades en relación con sus recursos naturales como la tierra y el agua, generando tensiones interétnicas a causa de la emergencia de fronteras internacionales que datan de los últimos años de la URSS.
La segunda aclaración necesaria es la siguiente: Rusia no era la guardiana de la paz, ni una parte que favorecía la resolución de conflictos. De hecho, Rusia trató de mantener su influencia procurando establecer un equilibrio entre las partes enfrentadas, tal como hizo también en el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán. La presencia militar rusa en Armenia no impidió que Azerbaiyán lanzara la segunda guerra de Karabaj. Cuando este juego de equilibrios no es posible, Rusia opta por una intervención militar directa, como en Georgia en 2008. Tampoco hay que demonizar demasiado el papel de Rusia en los conflictos postsoviéticos. Los actores locales también son responsables de la transformación de las tensiones y los problemas políticos en conflictos armados.
La guerra en Ucrania y el fin del modelo autoritario de Putin
Al invadir Ucrania, Putin ha erosionado los dos fundamentos de su régimen autoritario. El primero era la proyección de la fuerza, a menudo asociada a la fuerza militar. Putin prometió hacer de Rusia nuevamente una potencia mundial y ganarse el respeto de Occidente, sobre todo de EE UU. La propaganda oficial rusa se orienta en este sentido, con imágenes de nuevas máquinas de guerra, desfiles militares en la plaza Roja y campañas militares (en particular aéreas) rusas en Siria. Sin embargo, los dirigentes rusos también eran conscientes de su inferioridad con respecto a la potencia militar estadounidense, de ahí la insistencia en la doctrina de la guerra híbrida. Al invadir Ucrania, Putin ha fragilizado los pilares de su régimen autoritario.
Todo sistema autoritario se basa de hecho en un acuerdo tácito con la población. En el caso de Putin, se trataba de asegurar estabilidad a cambio de la confiscación de la esfera pública. Los años de inestabilidad durante dos presidencias anteriores –la de Mijaíl Gorbachov con su perestroika y la de Boris Yeltsin con su transición interminable– produjeron el hartazgo de la población rusa con los cambios. Putin prometió que no habría más cambios, sino estabilidad –incluido el fin de las reformas internas indispensables–, y en contrapartida la población debía mostrarse apolítica. Con su guerra en Ucrania, y sobre todo con la movilización masiva, Putin socava un segundo pilar de su autoritarismo.
Finalmente, el impacto de la invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022 es cualitativamente distinto del que tuvo la ocupación rusa de Crimea en 2014. Putin consiguió entonces generar una ola de entusiasmo nacionalista que sirvió para hacer olvidar a la opinión pública las elecciones presidenciales de 2012, en las que el intercambio de sillas de Putin y Medvédev había contrariado a una parte del electorado.
Después de haber cultivado pacientemente, durante una veintena de años, una apariencia oficial de fuerza y conservadurismo, Putin ya ha sido derrotado en su guerra contra Ucrania. Cuando la oposición ciudadana en el interior de Rusia está prohibida y se enfrenta a una dura represión, muchas personas rusas votan con los pies: más de 700.000 han abandonado el país desde que comenzó la operación especial.
Conflictos regionales y competición entre grandes potencias
La derrota en Ucrania reducirá sin duda la influencia rusa en el Cáucaso y en Asia Central. A título comparativo, en enero de este año la elite kazaja solicitó una intervención militar rusa para sofocar una revuelta interna. Tras la invasión en Ucrania, la elite kazaja se muestra más cautelosa con Putin y su proyecto expansionista, que cuestiona la soberanía de los Estados postsoviéticos, no solo la de Ucrania.
La invasión de Ucrania y el fracaso ruso ya dibujan los contornos de la sucesión de Putin. Rusia saldrá muy debilitada, al igual que su ejército, y su influencia internacional quedará mermada. Además, la máquina de ganar dinero en que se basaba la estabilidad de Putin –las exportaciones de petróleo y gas– se verá drásticamente reducida debido a las sanciones occidentales. El ejército ruso podría tratar de replegarse a raíz de su fracaso en Ucrania, mientras que la elite política podría adoptar un enfoque cada vez más aislacionista. Después de Putin, Rusia deberá recuperar dos decenios de reformas que Putin se había negado a llevar a cabo.
Una Rusia más débil y aislacionista no implica que los conflictos en el Cáucaso, en Asia Central o en Oriente Medio vayan a encontrar una solución más fácil. Constatamos ya un refuerzo de la competencia entre grandes potencias en el Cáucaso, cuya importancia estratégica como corredor entre las economías asiáticas y los mercados europeos no deja de crecer. Tampoco cabe pensar que la influencia rusa vaya a desaparecer en estas regiones. Incluso una Rusia más débil seguirá siendo un actor importante en los territorios vecinos de la propia Rusia.
Traducción: viento sur