En agosto de 1996, los guerrilleros chechenos vencieron a los ejércitos rusos; una ofensiva inesperada barrió con un regimiento en el barrio de Chernoreche y los soldados del general Dzohjar Dudájev reconquistaron Grozny, la capital de Chechenia -que Moscú mantenía ocupada desde diciembre de 1994. Miles de soldados rusos sucumbieron o quedaron atrapados entre las […]
En agosto de 1996, los guerrilleros chechenos vencieron a los ejércitos rusos; una ofensiva inesperada barrió con un regimiento en el barrio de Chernoreche y los soldados del general Dzohjar Dudájev reconquistaron Grozny, la capital de Chechenia -que Moscú mantenía ocupada desde diciembre de 1994. Miles de soldados rusos sucumbieron o quedaron atrapados entre las ruinas de la ciudad; el orgullo del ejército de la Federación Rusa se desmoronó como un castillo de arena. Todo ocurría en un momento crítico de Chechenia, en que la lucha armada contra el poder ruso estaba más fuerte y extendida que nunca. Ya no eran las bandas de montañeses dispersas con escopetas de fisto que se paseaban a todo lo largo y todo lo ancho del río Terek, en la frontera con Daguestán, sino un verdadero ejército regular, con guerreros diestros y muy bien entrenados, bazukas y lanzagranadas, morteros y artillería pesada capaces de arrasar el cuartel general ruso de Jankala. Varias veces, en ese año, las fuerzas armadas de Rusia habían proclamado la victoria final sobre la subversión chechena, pero la realidad se había encargado de demostrar al día siguiente que la guerra continuaba cada vez más intensa y que amenazaba con ser sangrienta y sin término.
Boris Yeltsin había comenzado la guerra esperando que una victoria rápida aumentara su popularidad, pero en esos días se dio cuenta de que era imposible: el juego bélico había terminado. Los ejércitos rusos se rindieron, el Estado Mayor depuso las armas, enarboló banderas blancas y abandonó Chechenia escoltado por los guerrilleros; en la retirada, muchos soldados lloraban, la memoria de Afganistán regresaba a sus filas.
Todos sabían por qué se llegó a ese punto. En 1994, la guerrilla chechena expresó su propósito de deponer las armas para tomar parte en las negociaciones, a cambio de una amnistía real y completa. El gobierno de Yeltsin tuvo entonces la oportunidad de instaurar una paz civil en la región del Cáucaso que tal vez hubiera sido la única verdadera y estable en los últimos 60 años. Pero Yeltsin y sus asesores, Vladimir Putin entre ellos, prestaron oídos sordos al clamor nacional, rechazaron inclusive un proyecto de paz del general Alexander Lebed y se embarcaron en una guerra absurda y bestial. Chechenia estaba arruinada. Miles habían sido torturados y asesinados, los soldados rusos se especializaron en la tortura directa; violaron a las mujeres, ejecutaron a los hombres en los campos de prisioneros, torturaron a niños y ancianos hasta la muerte. No conocieron piedad. El general Lebed afirmaba que no sólo debían disculparse con los chechenos, sino también y sobre todo con el pueblo de Rusia. «Afirmamos que se trataba de una suerte de operación militar para restablecer el ‘orden constitucional’ en un distrito rebelde», escribía Lebed, «pero ese puñado de bandidos no sólo resultaron ser guerrilleros, sino sus hijos y padres, viudas y primos: la mayoría de la población chechena». La operación policial se convirtió en la guerra contra un pueblo. Cuando Boris Yeltsin, en el fragor de las elecciones (1997), admitió haber cometido errores, estaba reconociendo también que 10 mil soldados rusos, entre los 18 y los 23 años, sucumbieron mientras destruían una ciudad distante y ajena a la que se les había enviado como redentores.
Los chechenos celebraron en las calles destruidas la retirada de las tropas rusas. En el libro Una guerra sucia: una reportera rusa en Chechenia, Anna Politkovskaya recuerda esos primeros meses después de la guerra, el día en que el comandante militar checheno, Aslán Masjadov, es electo presidente de la república -unas elecciones vigiladas por observadores de la Organización para la Seguridad y la Cooperación de Europa. «Aunque las pérdidas chechenas habían sido catastróficas, y el duelo masivo dominaba las horas y se imponía la sensación de un abismo sin fondo, existía un sentimiento de que la guerra no había sido en vano», escribe Anna Politkovskaya. La memoria no se apaga en Chechenia; por paradójico que suene, la gente se alimenta de ella. Las guerras de independencia que dieron comienzo en el siglo XVIII continuaron hasta el XX, seguidas por la represión y el destierro ordenado por Stalin, son los rasgos distintivos de la conciencia nacional de los chechenos.
En esos años ninguna victoria fue más espectacular; Chechenia nunca estuvo tanto tiempo en las ocho columnas de los diarios internacionales; «en esos días -dice Anna Politkovskaya- los chechenos aprendieron a decir ‘nunca jamás’, nunca otra guerra». Pero este optimismo se evaporó muy pronto. Los rusos, en cambio, no modificaron en absoluto el hermetismo tradicional del poder soviético. Sus dirigentes guardaron silencio ante la derrota, con la excepción del general Alexander Lebed, que muy pronto fue retirado del Servicio. Ningún gobierno extranjero se atrevía a poner en peligro sus relaciones con Rusia al reconocer a Chechenia; ni siquiera trataron de ayudar a su reconstrucción, a diferencia de la antigua Yugoslavia, o en Timor Oriental. Aparte de una indemnización excepcional que se entregó al gobierno checheno, Rusia se desatendió del verdadero problema de la independencia y de sus históricas declaraciones de paz, todo se olvidó en el trajín de los días. Así, abandonada otra vez por el mundo exterior, sobre todo por la Unión Europea, en ruinas y en la miseria, poblada por hombres jóvenes y desempleados, armados hasta los dientes y paranoicos, la república de Chechenia comenzó el camino de su propia autodestrucción. Aslán Masjádov nunca pudo imponer su autoridad, los grupos armados no le obedecían y confundió la política con la publicidad. Así empezó la jornada más difícil en la vida de este militar poco acostumbrado a los paraísos artificiales del poder. Por otra parte, el Consejo de Ancianos, una suerte de gobierno descentralizado, estaba destruido, las voces sabias habían desaparecido, y con ellos la memoria del pasado y de las luchas por la independencia. La gran mayoría de los proyectos de cambio, incluida la negociación con Georgia y Osetia del Norte, que era el más ambicioso, terminaron en el fracaso. En el centro de este caos, los grupos islámicos radicales recién llegados a Chechenia -grupos que tenían dinero y daban la impresión de una férrea disciplina- fueron cobrando cada día mayor fuerza. Esta era la situación en noviembre de 1997, cuando la espiral del crimen y el bandidaje se apoderó de Grozny. En esos días Chechenia, como decíamos ayer, estaba en las primeras páginas de los diarios, como la capital mundial del secuestro y el crimen.
Actualmente hay cerca de 80 mil soldados rusos en Chechenia; sin duda, un país ocupado. En realidad, este drama es infinito. En abril de 2003, tres años después de la última guerra, la administración impuesta por Moscú en Chechenia -el régimen del ex mufti Ajmad Kadírov- ha escrito un informe sobre los crímenes cometidos en 2002 por las fuerzas federales rusas. Estas autoridades prorrusas revelan unas estadísticas aún más espeluznantes que las del Memorial o Human Rights Watch. En el año de 2002, murieron mil 314 civiles en ejecuciones sumarias y como resultado de las torturas, es decir, más de 100 mensuales. Esta cifra corresponde al doble de las estimaciones reveladas por Memorial, que lleva una crónica minuciosa de todas las muertes denunciadas en Chechenia y de las fosas comunes que van descubriendo. El informe también confirma la existencia de fosas comunes, algo que nunca antes había reconocido el Ministerio de Situaciones de Emergencia checheno.
El 12 de julio de 2002, en el cementerio central de Grozny, se encontró una fosa común con 297 cuerpos, personas asesinadas y con huellas de tortura. Frente a la base militar rusa de Jankalá, los funcionarios del gobierno de Kadírov encontraron otra fosa con 39 cadáveres, y así hasta llegar a la cifra de 2 mil 879 cuerpos. Si leemos el capítulo en torno a las muertes violentas -en algunos casos sólo se encuentran partes del cuerpo, porque los militares ponen granadas en los cuerpos de las víctimas torturadas. En el parte militar se menciona el nombre de la víctima, el lugar del incidente y el número del carro blindado ruso -prueba de la culpabilidad de los militares- presente en la operación durante la cual la persona fue asesinada o arrestada. En los tres primeros meses de 2003 se registraron, según el informe de la Administración Kadírov, 70 asesinatos, 236 secuestros, 18 desapariciones y 35 casos en los que se descubrieron fragmentos humanos.
El Informe Kadírov fue escrito para convencer al Kremlin de la necesidad de poner un límite al enorme poder del ejército en Chechenia. Después de este recuento del horror, de este informe sobre la inhumanidad, quizá haya que volver a citar a Nietzsche: «Hay que redimir a los hombres de la venganza. Nadie tiene derecho a vengar en los demás lo que sus padres o sus abuelos hicieron con él». Nietzsche sabía que nuestra sed de venganza es una cadena infinita de seres humillados y ofendidos que buscan humillar y ofender a los demás y librarse de las humillaciones y las ofensas anteriores con otras todavía más atroces.
También:
–El Cáucaso en llamas I
José María Pérez Gay