La consigna que fue utilizada en Estados Unidos para justificar casi todo, después de los atentados a las Torres Gemelas
Geraldo Rivera en Fox News, al anunciar la muerte de Osama Bin Laden.
Luego del 11 de setiembre de 2001, el giro idiomático malos muchachos estuvo presente en nuestra conversación, y su presencia continua sirve como prueba de las múltiples formas en las que ese terrible trauma modificó nuestro carácter nacional.
En los días posteriores al ataque, Dick Cheney advirtió al mundo que «la gente debe elegir entre Estados Unidos y los ‘malos muchachos'». Las columnas de Tom Friedman de ese otoño invocaban repetidamente la frase. «De aquí en adelante -escribió el 28 de setiembre de 2001- son los malos muchachos los que tienen que estar atemorizados en cada momento de su vigilia. Cuanto más asustados estén nuestros enemigos hoy, menos tendremos que luchar mañana».
Pero el término perduró más allá del daño inmediato. Mientras Irak se sumía en la insurgencia y la guerra civil, Newt Gingrich dijo que la «clave para derrotar a los malos muchachos es tener suficientes buenos muchachos iraquíes». Todos, desde Madeleine Albright hasta John Kerry y Joe Biden también adoptaron esa muletilla. En una aparición en el programa Face the Nation, el secretario de Defensa Robert Gates habló de terminar con «posibles reclutamientos para los malos muchachos». Y el último verano, el general Petraeus dijo a la audiencia parlamentaria: «Tienen que tener contacto con malos muchachos para obtener información de inteligencia sobre malos muchachos».
Cuando el presidente Obama anunció la revocación de la ley «Don’t ask, don’t tell» (ndr: No pregunte, no diga era una ley que prohibía a cualquier homosexual o bisexual revelar su orientación sexual o hablar de cualquier relación homosexual, incluyendo matrimonios o lazos familiares, mientras estuviesen sirviendo en el ejército), citó a un soldado de las Fuerzas Especiales que describía a un compañero suyo de la siguiente manera: «Es grande. Es violento. Mata a muchos ‘malos muchachos’. A nadie le importa que sea gay».
Es comprensible que la frase causara muchas risas. La causa del humor era la mezcla de estereotipos, pero la invocación «malos muchachos», con su brusca simplicidad, fue la que hizo que el chiste funcionara.
La frase es deliberadamente pícara, pero también insidiosa. El adulto que la invoca está expresando una serie estratificada de proposiciones. Lo que «malos muchachos» dice, bruscamente, es: «Soy un adulto que ha considerado la naturaleza de la moral universal en la que vivimos y he concluido que ella es blanca y negra. He decidido que mi concepción más temprana, la más infantil, de héroes y villanos, es, de hecho, la más exacta, que luego fue obstruida por matices y por una falta de confianza floja y sensiblera. Rechazo esa concepción más madura y complicada como falsa. Me aferro a la visión infantil del mundo».
Malos muchachos fue una frase que canalizó nuestras emociones más crudas luego del 11 de setiembre, emociones que mitificamos colectivamente. Recordamos la profunda solidaridad que sentimos luego del 11 de setiembre como algo noble y honrado, algo que miramos con nostalgia. Ésa era la idea que estaba detrás del famoso proyecto de 9 principios y 12 valores de Glenn Beck y el tema del presidente en una cena bipartidista en la Casa Blanca para los miembros del Congreso, el día después de la muerte de Bin Laden.
«Anoche -dijo-, mientras los estadounidenses nos enterábamos de que Estados Unidos había llevado a cabo una operación que había culminado con la captura y la muerte de Osama Bin Laden, experimentamos el mismo sentimiento de unidad que imperaba el 11 de setiembre. Nos hicieron recordar nuevamente que hay un orgullo que nuestra nación representa y que lo que podemos lograr va mucho más allá del partidismo, mucho más allá de la política».
Recuerdo vívidamente la opresión de esa emoción en esos días de otoño, diez años atrás. Recuerdo el deseo de sentir algo sin complicaciones: pura cólera o una simple sed de justicia; de cantar el himno nacional, de poner la mano sobre el corazón, de enarbolar la bandera en la ventana, sentirme bien y aliviado, como si pudiéramos encontrar el refugio colectivo en este mundo nuevo y terrorífico, pero refrescantemente simple, que súbitamente vinimos a habitar, un mundo en el que fuimos atacados, un mundo en el que debemos defendernos, un mundo en el que los malos muchachos estaban allá afuera y nos querían hacer daño. Un lugar donde podía disfrutar la fraternidad del muchacho que estaba sentado a mi lado en la barra del bar y decirle: «Agarraron al bastardo» y sentir que compartía algo profundo: que éramos, al menos en ese breve segundo, no extraños sino compatriotas.
Pero la década de guerra y derramamientos de sangre incesantes que se inició aquel 11 de setiembre me hizo sospechar profundamente ante tal impulso. Por más adecuado y estimulante que sea ese momento festivo en el bar, también contiene algo muy oscuro, como una gota de tinta en un vaso de agua. Es la misma oscuridad que convirtió a nuestro estado de ánimo de profunda pena y patriotismo en diez años de guerra la que explotó en las calles de Nueva York y Washington entre la multitud que vitoreaba la noticia de la muerte de Bin Laden.
GUERRA BUENA
Es una ironía que muchas veces se pase por alto el hecho de que la guerra tan sangrienta que nos toca vivir no sea la «guerra tonta» que Bush inició en Irak sino la «guerra buena» de Afganistán, autorizada en 2001 por una votación de 98 a 0 en el Senado, 420 a 1 en la Cámara baja y apoyada, en ese momento, por el 88 por ciento de los estadounidenses. La guerra nació de nuestro puro y compartido deseo de justicia. En esos días, hablar contra el bombardeo y la invasión de Afganistán parecía absolutamente extremista, casi un insulto contra los que habían muerto. Pero, en retrospectiva, quizás también era un gesto correcto.
Tengo la bendición de no haber sufrido ninguna pérdida personal el 11 de setiembre de 2001, y resultaría insensible enojarse con las emociones de los sobrevivientes: la gente siente lo que siente. Pero, en el reino de la vida pública, deberíamos resistir la atracción del mal muchachismo. No sorprende que Friedman no haya podido resistir las ganas de usar la frase una vez más en su primera columna luego del asesinato de Bin Laden.
Podemos utilizar el acontecimiento de la muerte de Bin Laden para aferrarnos nuevamente al momento en el que el mundo parecía simple, o podemos salir de ese impulso.
Podemos decir que, con su muerte, volvemos al mundo tal como lo ven nuestros ojos adultos, con un dejo de sufrimiento y complejidad. Podemos sentir compasión por los miles de inocentes que murieron por causa no sólo de Bin Laden sino también nuestra, justo en el lugar equivocado y en el momento equivocado, en Bagram (Afganistán) o en Bagdad (Irak). Podemos recordar que el hecho de que exista el mal en el mundo en el que luchamos -y donde Bin Laden era un asesino en masa y criminal de guerra- no significa que nosotros seamos absolutamente honrados. Podemos rechazar el relativismo y aun considerar matices. Podemos tener el coraje de hablar y actuar como adultos, de dejar a un lado las cosas infantiles y de, finalmente, ahuyentar de nuestras pesadillas a los malos muchachos.
Traducción: Ignacio Mackinze