En el pensamiento marxista es habitual utilizar criterios extraídos de Lenin, para discernir si Rusia es o no imperialista.
A principio del siglo XX, el líder bolchevique interpretó la dinámica imperial a la luz de una etapa final del capitalismo. Consideró que ese período estaba signado por la crisis, la guerra y la revolución y observó la gran conflagración de 1914-18 como una prueba del ocaso del sistema. Posteriormente confirmó esa caracterización con el triunfo de la revolución rusa y estimó que esa victoria inauguraba la transformación socialista de todo el planeta.
Lenin elaboró su teoría del imperialismo concibiendo ese escenario de inminente extinción del capitalismo. Entendía que los nuevos rasgos económicos de su época eran representativos de la desaparición de un régimen social y del nacimiento de otro. Evaluaba la exportación de capital, la preeminencia de los monopolios y la supremacía del capital financiero, como indicadores del agotamiento del capitalismo y la madurez del socialismo (Lenin, 1916).
La secuencia histórica posterior siguió otra trayectoria, pero la fértil visión de Lenin continúa en el centro de los debates. Distintos enfoques ponderan, actualizan o reconsideran su mirada. Nuestro balance se emparenta con esta última revisión (Katz, 17-3: 2011). Pero la gran pregunta actual gira en torno a la pertinencia de su tesis para clarificar el status de Rusia. ¿Ofrece los instrumentos requeridos para esclarecer la eventual condición imperial de ese país?
Los autores que responden en forma positiva a ese interrogante, destacan la semejanza de la era actual con el período retratado por el líder bolchevique. Consideran que los criterios aportados por el dirigente comunista clarifican el perfil imperial de las principales potencias del siglo XXI.
Pero de esa evaluación surgen dos respuestas contrapuestas sobre el status contemporáneo de Rusia. Algunos planteos deducen que ya se ubica en el club de los imperios dominantes y otros estiman que no reúne los requisitos para participar de ese entramado. Ambas interpretaciones afrontan serios problemas.
CRITERIOS INCUMPLIDOS
Los enfoques que observan a Rusia como una potencia imperial ya consumada, utilizan parámetros del texto de Lenin para resaltar esa condición. Estiman que tres elementos económicos señalados en ese libro son definitorios de ese status: el predominio de la exportación de capitales, la primacía de los grandes monopolios y la preeminencia de los sectores financieros. Consideran que esas características ya son dominantes en la potencia euroasiática.
También plantean que esa incidencia corona el fulgurante ascenso de una clase dominante que digirió el colapso de los años 90. Entienden que esa oligarquía se desprendió de sus pasivos incobrables, para motorizar inversiones en el extranjero, crear corporaciones globales y explotar la periferia (Pröbsting, 2012).
Pero esa imagen no condice con la dinámica de una economía muy distante de los colosos del capitalismo. Moscú incumple todos los criterios atribuidos a Lenin, para situar a ese país en el podio de la economía mundial.
Rusia carece, ante todo, del arrollador capital financiero que exige ese barómetro. Si a principios de siglo XX poseía una estructura bancaria dependiente del extranjero, actualmente se desenvuelve en los márgenes de la globalización financiera. En la década pasada contaba con una sola entidad entre los principales 50 bancos del mundo (en términos de activos) y sólo dos entre los 100 mayores. Arrastra, además, un bajísimo desarrollo del circuito crediticio interno (Williams, 2014).
Es cierto que figura en las estadísticas internacionales como un gran colocador de capitales. Pero esa medición está condicionada por la monumental fuga de divisas, que consumó la capa dominante para proteger sus patrimonios. El grueso de esos fondos está localizado inversiones inmobiliarias o paraísos fiscales y lucra con la especulación financiera global. Esa participación ubica a Rusia muy lejos del inversor imperialista, en la acepción clásica del término.
La economía rusa tampoco es influyente en la exportación de capitales. En este plano se ubica apenas por encima de Finlandia y por debajo de Noruega (Desai, 2016). Esa reducida incidencia es coherente con la baja gravitación de sus exportaciones de mercancías. En 2017 el país ocupó el puesto 17 en el volumen de las ventas mundiales, detrás de varias economías que nadie situaría en el club de los imperios (México, Emiratos Árabes Unidos, Singapur). El petróleo y el gas representan el grueso de los productos comercializados en el exterior, que están integrados en un 82% por materias primas (Smith, 2019). Este perfil primarizado no se amolda con el retrato de una economía imperialista.
Los seguidores de la clasificación leninista también subrayan la gravitación de los monopolios rusos, como factor determinante del status imperial. Pero en el ranking de las 100 principales corporaciones del planeta sólo figuran cuatro empresas del país. Esa baja incidencia internacional es compartida por otras economías, que han logrado situar a sus contadas megaempresas en el ranking global, sin ninguna ambición de integrar el club de los imperios.
Rusia no reúne, por lo tanto, las tres condiciones económicas señaladas para acceder a esa selección. Pero el problema conceptual supera esa mera exclusión, puesto la aplicación de ese criterio exigiría colocar en el ranking de los dominadores, a países manifiestamente alejados de ese sitial. Suiza reúne por ejemplo todos los atributos del gigantismo financiero, para ubicarse en la crema de las grandes potencias, a pesar de su insignificancia geopolítica y militar.
También la mera preeminencia internacional de ciertos monopolios podría ubicar a algunos países dependientes en ese techo y la misma colocación se extendería por el simple registro de la exportación de capitales. Este último rasgo se amplió a varias economías asiáticas carentes de cualquier perfil imperial, pero altamente integradas a la globalización.
Los parámetros atribuidos a Lenin no esclarecen el status de Rusia e introducen irresolubles problemas conceptuales en su generalización al resto del mundo. Su utilización para argumentar que Moscú ya alcanzó una acabada condición imperial induce a sobredimensionar el desenvolvimiento real de esa economía. Se supone que completó todos los casilleros de una dudosa clasificación, omitiendo la gran distancia que separa al país de las potencias centrales.
INDICIOS MÁS CONTUNDENTES
Rusia no forma parte del grupo económico dominante del capitalismo mundial. Esa exclusión se verifica con ejemplos más evidentes, que los expuestos en la corroboración de las normas observadas en Lenin.
El país cuenta con un PBI inferior a la mitad del prevaleciente en Estados Unidos y la productividad de su mano de obra se ubica también en la mitad de la media europea (Clarke; Annis, 2016). La producción manufacturera no dista de India, Taiwán, México o Brasil y suele lidiar con serios escollos para ascender a un escalón superior de la división global del trabajo.
Esa lejanía de las economías desarrolladas no coloca a Rusia en el polo opuesto del Tercer Mundo (o del rebautizado Sur Global). Forma parte del segmento internacional de las semiperiferias, con un desenvolvimiento relativamente autárquico. Es una economía intermedia que debería recorrer un largo camino para acceder a la liga de los poderosos del planeta. Mantiene un PBI semejante a otros emergentes de nueva o vieja data, como Australia o España.
Esa configuración sustrae al país de las habituales presiones de sobreproducción o sobreacumulación, que empujan a las economías más avanzadas a descargar excedentes en el exterior. Esa carencia constituye otro indicio de su lejanía del imperialismo, en la caracterización meramente económica de ese dispositivo.
Rusia también incumple el típico patrón de cualquier economía imperial en sus relaciones con la periferia. Exhibe un escaso comercio con los países relegados y obtiene pocos lucros del intercambio desigual. No participa, además, de la habitual provisión de bienes sofisticados a cambio de insumos básicos, que caracteriza a las potencias dominantes.
La gravitación internacional de Rusia deriva de su peso geopolítico-militar y no de su influencia económica. Esa singularidad se verifica, por ejemplo, en la relación del gigante euroasiático con América Latina. Su presencia en la región se extinguió con la implosión de la URSS e inició un moderado retorno posterior, que no ha alcanzó gran significación comercial o financiera. Las exportaciones a Latinoamérica representaron apenas el 1,2% de las ventas y el 2,8% de las compras del país (2017) (Tirado, 2019).
Resulta más fácil encontrar pruebas de preeminencia económica de Brasil o México que de Rusia en el hemisferio. No captura de plusvalía, no absorbe renta y al igual que Venezuela o Ecuador su principal exportación es el petróleo. Moscú es totalmente ajeno a la batalla que libran Beijing y Washington por el predominio comercial al sur del Río Grande.
Rusia circunscribe sus negocios a ciertas actividades específicas. No promueve ningún organismo tipo CELAC-China, ni intenta confeccionar tratados regionales (Schuster, 2017). Privilegia el sector de la energía y ciertas obras de infraestructura, en los acuerdos suscriptos con Bolivia, Brasil o Argentina.
Estas iniciativas sólo complementan la lógica geopolítica de la reciprocidad, que el Kremlin ensaya en un territorio tradicionalmente controlado por Estados Unidos. Moscú pretende disuadir las agresiones de Washington, mediante cierta presencia en el hemisferio de su enemigo.
Un instrumento de ese contrapeso es la venta de armas, que saltó de 1247 millones de dólares (2005) a 6347 millones (2012).. El equipamiento bélico made in Russia mantuvo su significación sin alcanzar volúmenes siderales y permite visibilizar a Moscú en la región. Esa influencia bélica es irrelevante en comparación al Pentágono, pero envía un mensaje al Departamento de Estado.
Rusia no hace valer su gravitación en el Patio Trasero de su rival con mercancías, capitales o inversiones. Exhibe influencia a través de la diplomacia, la geopolítica y el sostén de los gobiernos hostilizados por Washington.
DILEMAS CON CHINA
La caracterización imperial de Rusia con criterios económicos extraídos de Lenin, afronta las contundentes refutaciones que han resaltado los críticos de ese status (Smith, 2019). Pero esas objeciones se quedan a mitad de camino, al limitar su evaluación a ese caso. El país estudiado viola los requisitos para una clasificación imperial con los instrumentos citados. ¿Pero qué ocurre con la situación más conflictiva de China?
En cualquier área de las finanzas, el comercio o la inversión, el gigante oriental reúne todas las condiciones del recetario tomado de Lenin, para ubicarse en la cima del poder imperial. Supera con creces los exámenes de una potencia dominante.
China ni siquiera se mantiene en el umbral previo de exportador de bienes básicos e importador de capitales que observan algunos analistas (Dolek, 2018). Ya dejó atrás ambas asignaturas y actúa como un gran financista foráneo, mientras exporta bienes intermedios (e incluso de avanzada tecnología).
Con los criterios en discusión, China quedaría incorporada a una liga de imperios que Rusia no integraría. Pero ese corolario choca con cualquier registro del escenario actual. Es evidente que Moscú desenvuelve acciones geopolíticas y militares más descollantes que Beijing. China suele mantener una sobria prescindencia en ambos terrenos. Esta diferencia permite sugerir una cercanía al imperialismo que Rusia ya insinúa y China aún no esboza.
Este dato decisivo es omitido en las evaluaciones centradas en los parámetros extraídos del instrumental de Lenin. La presencia de los ingredientes económicos -resaltados en esa fórmula clásica- son inoperantes para emitir un veredicto de pertenencia al círculo imperial.
Para dilucidar ese estadio hay que analizar con más detenimiento las intervenciones foráneas, las acciones geopolítico-militares externas y las tensiones con el entramado bélico que encabeza Estados Unidos.
Esa indagación debe privilegiar hechos y no meros enunciados expansionistas. El imperialismo no es un discurso. Es una política de intervención externa sistemática. Con ese criterio hemos postulado que China no es una potencia imperialista (Katz, 2021). Y para el caso de Rusia proponemos el concepto de imperio no hegemónico en gestación.
LENIN AYER Y HOY
El líder bolchevique describió los rasgos generales del imperialismo de su época, sin proponer una estricta clasificación de los países incluidos en esa estructura. Nunca tuvo la intención de construir un mapa del orden mundial con parámetros económicos (Proyect, 2014).
Lenin estimaba por ejemplo que Rusia integraba en su época el círculo imperial, a pesar de incumplir todas las condiciones financiero-comerciales requeridas para formar parte de esa asociación. En la era final de los zares, Moscú contaba con una estructura financiera muy frágil, carecía de pujanza exportadora y no albergaba un empresariado involucrado en la disputa por el botín mundial.
Ese subdesarrollo económico no alteraba el status imperialista de Rusia, que fue corroborado durante su participación en la Primera Guerra Mundial. La presencia en esa sangría (y no el acervo económico acumulado) ubicaba a Rusia en el tándem de los imperios (Dolek, 2018). Lenin privilegiaba esa dimensión en todas sus miradas.
La misma evaluación involucraba a otro contendiente. A principio del siglo XX Japón no era un exportador relevante de capital y tampoco contaba con formas preeminentes de capital financiero. En ninguna esfera reunía la madurez capitalista exhibida por otros participantes de la competencia mundial. Pero entre 1895 y 1910 desplegó su arrolladora maquinaria militar en Asia Oriental y por esa razón exhibía un incuestionable status imperial. Al igual que en el caso ruso, en esa clasificación primaba el criterio geopolítico (Ishchenko, 2019)
Los parámetros económicos descriptos por Lenin especificaban rasgos capitalistas de principios del siglo XX, que presentaban especial intensidad en Alemania o Gran Bretaña. Esas características perdieron (o modificaron) posteriormente su significación inicial.
La primacía de la exportación de capital, la centralidad del capital financiero y la gravitación de ciertos monopolios, no permanecieron invariables en la posguerra y mutaron en forma radical en las últimas décadas. Lenin nunca pretendió elaborar un recetario atemporal.
Los diagnósticos que el líder bolchevique postuló para el capitalismo del comienzo del siglo XX no rigen en la actualidad. Si se desconoce esa inadecuación, resulta imposible comprender el status de Rusia en las últimas cuatro décadas de capitalismo neoliberal, precarizador, digital y financiarizado.
El rol de esa potencia debe ser contextualizado en este marco específico y no en el escenario de la centuria pasada. El imperialismo no ha permanecido inalterado al cabo de tanto tiempo y amoldó sus dispositivos a las nuevas exigencias del capitalismo.
LA CENTRALIDAD DE LA GUERRA
El principal legado de Lenin sobre el imperialismo no está focalizado en el plano económico. Sus evaluaciones sobre los monopolios, las finanzas y la exportación de capital, sólo formaban parte a principio del siglo XX de un conglomerado mayor de estudios sobre el capitalismo. El dirigente ruso compartía convergencias y disidencias con numerosos economistas sobre esas investigaciones y no concebía a esa esfera como el eje de su actividad.
El líder comunista concentró toda su atención en la acción política y abordó desde ese campo el análisis del imperialismo. El principal debate que abordó fue el posicionamiento de los socialistas frente a las guerras (Proyect, 2019). Lenin definió posturas frente a esos cruciales acontecimientos para impulsar cursos de acción militante. Todas sus opiniones sobre el imperialismo tenían destinatarios políticos (primero socialistas y luego comunistas) y ofrecían respuestas a las dramáticas coyunturas bélicas. Los aspectos complementarios de esa temática nunca involucraron polémicas relevantes.
Lenin retomó ante todo la diferenciación establecida por Marx y Engels entre guerras justas o legítimas y puramente opresivas. El primer tipo de gestas contenía elementos positivos para la liberación de los pueblos. Destacaba la importancia de las confrontaciones libradas contra los monarcas, los colonialistas y la nobleza, en el curso de enfrentamientos que asumían tónicas progresistas (Lenin, 1915).
Todas las acciones bélicas que afectaban a esos bastiones de la reacción eran ponderadas por su avanzada impronta. Lo mismo ocurría con las guerras que socavaban la dominación colonial. Lenin no dudaba en apuntalar las batallas de la periferia contra las potencias imperiales.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, el líder bolchevique encabezó un giro radical en las posturas tradicionales de los marxistas, al denunciar por igual a los dos bandos en disputa. Criticó a todos los participantes de esa sangría y rechazó las tesis del reformismo socialdemócrata, que observaba atisbos de progresividad en los distintos ejércitos enfrentados. El dirigente ruso objetó, en cambio, la aplicación de la vieja distinción entre guerras justas y regresivas para este caso.
Lenin subrayó que las potencias en disputa sólo ambicionaban el reparto del mundo entre los capitalistas de cada imperio. Destacó que perpetraban una carnicería para consumar la distribución del botín y convocó a propiciar la derrota de todos los bandos, con la mira puesta en abrir un camino socialista.
La teoría leninista del imperialismo gira en torno a esa batalla política. Contraponía el nuevo escenario con la atadura a los viejos esquemas y subrayaba la excepcional oportunidad que se había creado para inaugurar procesos socialistas. Con esa línea estratégica comandó la revolución bolchevique de 1917.
La evaluación del imperialismo contemporáneo exige retomar ese legado. Lenin ofrece varios criterios para clarificar los campos en disputa, los enemigos principales y las formas de intervención en los conflictos bélicos. Ese abordaje ha cobrado enorme importancia, en las discusiones actuales de la izquierda frente a la guerra de Ucrania. Nuestra postura frente a esos debates se basa (en gran medida) en una relectura de Lenin (Katz, 2022).
El privilegio que asignamos a la problemática bélica para dilucidar la naturaleza del imperialismo contemporáneo, no desvaloriza la dimensión económica de ese fenómeno. Sólo evita la simplificada reducción analítica a esta última esfera. El materialismo no es sinónimo de mera detección de las raíces económicas de los procesos sociales. Y en el caso específico del imperialismo, el gran desafío radica en conectar esa dinámica con el curso de las grandes disputas geopolíticas y militares.
El imperialismo concentra los mecanismos coercitivos y disuasivos que utiliza el sistema capitalista para reforzar su dominación internacional. Opera en las relaciones entre los Estados, mediante dinámicas de competencia, fuerza o disputa hegemónica y sintetiza la forma que adopta la supremacía de las distintas potencias en cada era del capitalismo.
Con este enfoque postulamos respuestas a los interrogantes que rodean a la potencial dimensión imperial de Rusia. Nuestras conclusiones sobre ese status contrastan con otras miradas, que analizaremos en el próximo texto.
RESUMEN
Los criterios inspirados en un texto de Lenin no permiten esclarecer la condición imperial de Rusia. Esa economía no incluye la preeminencia financiera, la gravitación mundial de los monopolios y el peso de los capitales exportados exigidos por esos parámetros. Prevalece un perfil intermedio y distante de los países dominantes. China alcanzó ese podio sin convertirse en una potencia imperial. Ese lugar no se define con indicadores económicos. Los conceptos de la centuria pasada deben ser amoldados a la nueva realidad del capitalismo y las caracterizaciones de la guerra concentran el principal legado de Lenin.
REFERENCIAS
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Claudio Katz. Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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