Traducido para Rebelión por Germán Leyens
Juan Pablo II llegó a ser Papa en 1978, justo cuando los años de la emancipación declinaban hacia la prolongada noche política de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Cuando comenzó a doler el bajón económico del comienzo de los años setenta, el mundo occidental realizó un cambio decisivo hacia la derecha, y la transformación de un oscuro obispo polaco de Karol Wojtyla a Juan Pablo II formó parte de esa transición general. La iglesia católica había vivido su propio modelo del poder de la paz y del amor en los años sesenta, conocido como el Segundo Concilio Vaticano, y había llegado la hora de controlar a los monjes izquierdistas, a las monjas entusiastas, y a los católicos marxistas latinoamericanos.. Ese desarrollo había sido posibilitado por un Papa – Juan XXIII – visto como chiflado en el mejor de los casos, y como agente soviético en el peor por los católicos conservadores.
Para cambiar de modo radical la tendencia precisaban a alguien que estuviera bien entrenado en las técnicas de la guerra fría. En su calidad de prelado venido de Polonia, Wojtyla provenía de lo a probablemente el puesto avanzado nacional más reaccionario de la iglesia católica, pleno de la sensiblera adoración de María, de fervor nacionalista y de feroz anticomunismo. Años de enfrentamiento con los comunistas polacos los habían convertido, a él y a los demás obispos polacos en expertos y hábiles políticos. En realidad, convirtió a la Iglesia polaca en algo que, a veces, era casi indistinguible de la burocracia estalinista. Ambas instituciones eran cerradas, dogmáticas, censuradoras y jerárquicas, impregnadas de mitos y cultos de la personalidad. Era de esperar que, como muchos alter egos, también hayan sido enemigas morales, atrapadas en una lucha a muerte por las almas del pueblo polaco.
Conscientes de lo poco que habían ganado en el diálogo con el régimen polaco, los obispos se sentían poco inclinados a prestar oídos al estilo de Rowan-Williams a ambos lados del conflicto teológico que se encarnizaba dentro de la iglesia universal. En una visita al Vaticano antes de llegar a ser Papa, el autoritario Wojtyla se horrorizó al ver las discusiones de los teólogos. Así no se manejaban las cosas en Varsovia. El ala conservadora del Vaticano, que detestó el Concilio Vaticano desde el primer día y que había hecho lo posible por llevarlo al fracaso, buscó su salvación en los polacos. Cuando se desocupó el trono de Pedro, los conservadores lograron vencer su aversión ante un pontífice no-italiano y eligieron a uno, por primera vez desde 1522.
Una vez que establecido en el poder, Juan Pablo II se dedicó a deshacer los logros liberales de Vaticano II. Destacados teólogos liberales fueron convocados ante su trono para ser regañados. Uno de sus principales objetivos fue restaurar en manos del Papa el poder que había sido descentralizado hacia las iglesias locales. En la Iglesia del comienzo, los seglares y las mujeres elegían a sus propios obispos. Vaticano II no llegó tan lejos, pero insistió en la doctrina de la colegialidad – que el Papa no debía ser considerado como el capo di tutti capi, sino como primero entre iguales.
Juan Pablo, sin embargo, no aceptó la igualdad con nadie. Desde sus primeros años como sacerdote, se destacó por su exorbitante creencia en sus propios poderes espirituales e intelectuales. Graham Greene soñó una vez con un titular que decía «Juan Pablo canoniza a Jesucristo». Los obispos eran citados a Roma para recibir órdenes, no para consultas fraternales. Descabellados extremistas de derecha y franquistas fueron honrados, y a los liberacionistas políticos latinoamericanos se les trataba a gritos. La autoridad del Papa era tan inexpugnable que el jefe de un seminario español logró convencer a sus estudiantes de que tenía el permiso personal del Papa para enviarles correos electrónicos.
El resultado de la centralización de todo el poder en Roma fue una infantilización de las iglesias locales. Los clérigos se vieron incapacitados para tomar iniciativas sin lanzar miradas nerviosas hacia el Santo Oficio. Fue precisamente en ese momento, cuando las iglesias locales tenían el menor poder para manejar con madurez una crisis, cuando estalló el escándalo del abuso sexual de niños. La reacción de Juan Pablo fue recompensar a un cardenal estadounidense que había encubierto diligentemente el crimen con un lujoso puesto en Roma.
El mayor crimen de su papado, sin embargo, no fue su parte en este encubrimiento ni su actitud prehistórica hacia las mujeres. Fue la grotesca ironía con la que el Vaticano condenó – como «cultura de la muerte» – a los condones, que podrían haber salvado a innumerables católicos en el mundo en desarrollo de una muerte horrenda por el sida. El Papa va hacia su recompensa eterna con esas muertes en sus manos. Fue uno de los mayores desastres para la iglesia cristiana desde Charles Darwin.
Terry Eagleton es autor de «The Illusions of Post-Modernism: Or the Cultural Logic of Late Capitalism».