Se asemeja a un partido de ping-pong, sólo que el desenlace podría ser catastrófico. El 1-2 de julio se reúnen en la ciudad georgiana de Batumi los jefes de Estado de Georgia, Ucrania, Moldavia y Azerbaiján, integrantes de la Organización para la Democracia y el Desarrollo Económico (GUAM), que poco tiene que ver con su […]
Se asemeja a un partido de ping-pong, sólo que el desenlace podría ser catastrófico. El 1-2 de julio se reúnen en la ciudad georgiana de Batumi los jefes de Estado de Georgia, Ucrania, Moldavia y Azerbaiján, integrantes de la Organización para la Democracia y el Desarrollo Económico (GUAM), que poco tiene que ver con su nombre: es un acuerdo militar, apéndice de la OTAN, cuyo objetivo es «proteger» los corredores regionales de transporte de energéticos que controlan los gigantes petroleros anglo-estadounidenses en zonas limítrofes con Rusia. Del 5 al 12 de julio Moscú realiza maniobras militares en el norte del Cáucaso. El 9 de julio China y Kazajstán anuncian la construcción de un gasoducto que los unirá. Del 15 al 31 de julio EE.UU. y Georgia realizan maniobras militares conjuntas en zonas muy cercanas a Osetia del Sur. El 7 de agosto, efectivos georgianos la invaden. El 8 de agosto, tropas rusas intervienen en Osetia del Sur y Georgia. El 14 de agosto, Varsovia y Washington firman el acuerdo que permitirá estacionar misiles interceptores en territorio polaco. El 26 de agosto Moscú reconoce oficialmente la independencia de Osetia del Sur y de Abjasia, territorios que Tiflis reclama para sí. El 27-28 de agosto comienzan los movimientos de buques de guerra rusos y estadounidenses en el Mar Negro. ¿Qué sigue? ¿La nueva guerra fría anunciada por Sarkozy? ¿Y después, la caliente?
Rusia ya no es la potencia caótica y debilitada que gobernó el alcohólico Boris Yeltsin, período que EE.UU. aprovechó para imponer su influencia en algunas ex repúblicas soviéticas: en los ocho años de Putin, se convirtió en el primer productor de gas natural y petróleo del mundo. Ha vuelto a pisar fuerte. Poca atención se prestó a unas líneas de la declaración del presidente ruso, Dimitri Medvedev, al reconocer la independencia de Abjasia y Osetia del Sur: subrayó que el sistema de misiles que se instalará cerca de su frontera con Polonia «creará tensiones adicionales. Deberemos reaccionar de alguna forma, reaccionar, naturalmente, por medios militares» (AP, 26-8-08). Grave. El problema de fondo -repetitivo- es el control de los energéticos de Asia Central.
EE.UU. no logró adueñarse por completo del petróleo de la cuenca del Mar Caspio, una meta que empezó a delinear en la posguerra fría: la ley HR 3196 del año 1999 propuso la aplicación de la llamada Estrategia de la ruta de la seda, un corredor de transporte de energía que vinculara a Europa Occidental con Asia Central y el Lejano Oriente. Aunque la GUAM militariza el trayecto del oleoducto Bakú (Georgia)-Ceyhan (Turquía), que elude territorios rusos y afines, Wa-shington no ha podido contrarrestar el transporte de petróleo siberiano y kazajo a los mercados del norte y centro de Europa, una moneda política que el Kremlin cuenta a su favor. Ucrania, Azerbaiján y Georgia se han convertido de hecho en protectorados estadounidenses, pero Kirguisistán, Kazajstán, Tadjikistán, Armenia y Bielorrusia se alinean con Moscú.
La militarización occidental de la región tiene su contraparte: la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), una alianza militar de Rusia-China-Kazajstán, Uzbekistán y otros países de Asia Central -Irán tiene estatuto de observador- y la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), a la que pertenecen Rusia, Armenia, Bielorrusia, Kazajstán, Kirguisistán, Tadjikistán y Uzbekistán, que cumple un papel geopolítico clave respecto de los corredores de transporte de energéticos. Ambas organizaciones trabajan de consumo, realizan maniobras militares conjuntas y colaboran con Irán. Aunque son institucional y organizativamente distintas, estas dos alianzas militares conforman un solo bloque que enfrenta al expansionismo de EE.UU. y la OTAN en la región. Esta es la cuestión central que palpita en las entrañas del conflicto en curso. Su claro antecedente: Kosovo.
Era una provincia de Serbia hasta que, después de 78 días de bombardeos de la OTAN, Milosevic decidió que Kosovo pasara a la égida de la ONU en 1999. Serbia prometió su autonomía, pero no la independencia. Los nacionalistas albaneses comenzaron entonces a realizar verdaderos pogromos de kosovares serbios y a incendiar las iglesias y monasterios ortodoxos, causando el éxodo de decenas de miles de familias. Limpieza étnica, pues. Y el 17 de febrero de este año, el gobierno provisional de Kosovo declaró la independencia, acto que fue calurosamente aplaudido por W. Bush y sus aliados europeos. Moscú advirtió entonces que el hecho podía alentar ambiciones secesionistas de otros 200 territorios en todo el mundo. No le hicieron caso. EE.UU. y los países de la OTAN condenan hoy la independencia de Abjazia y Osetia del Sur. Haced lo que yo digo, pero…
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