Hubo un Papa que fue padre de diez hijos de distintas amantes y que compró el papado con mulas cargadas de plata. Se dice que Alejandro VI, el más disoluto de los pontífices de los Borgia, electo en 1492, incluso tuvo una aventura amorosa con una de sus hijas. Otro Papa contrajo sífilis durante su […]
Hubo un Papa que fue padre de diez hijos de distintas amantes y que compró el papado con mulas cargadas de plata. Se dice que Alejandro VI, el más disoluto de los pontífices de los Borgia, electo en 1492, incluso tuvo una aventura amorosa con una de sus hijas.
Otro Papa contrajo sífilis durante su pontificado, una «enfermedad con predilección por los sacerdotes, sobre todo los adinerados», como se decía en la época del Renacimiento. Ese fue Julio II, conocido como el Terrible.
Un tercer Papa, Pío IX, agregó Madame Bovary, de Flaubert, y el libro de John Stuart Mill sobre la economía del libre mercado a la lista de libros prohibidos del Vaticano durante su largo papado en el siglo XIX. También formalizó la doctrina de la infalibilidad papal.
Lo que estos santos padres tenían en común no solo era que se trataba de hombres muy viciados que proponían ideas muy deficientes, sino que en la raíz de sus fracasos morales se encuentra la incapacidad que desde hace siglos ha tenido el catolicismo para abordar el tema del sexo.
Lo digo como un católico que ya no es tan practicante pero que escucha, alguien que fue educado por excelentes mentes jesuitas y se sintió animado por la apertura mental del papa Francisco. El gran problema detrás de la reciente guerra civil en una fe de 1.300 millones de personas -una ruptura que podría hundir a la Iglesia en una mentalidad medieval sobre la sexualidad- es el mismo de siempre.
Además, la mayoría de las enseñanzas retrógradas de la Iglesia, dictadas por hombres nominalmente célibes e hipócritas, no tiene relación con las palabras de Jesucristo.
Parafraseando el dicho sobre derrocar a un rey, si vas tras un Papa, debes asesinarlo. Los católicos de derecha, quienes creen que permitir que los miembros homosexuales de la fe practiquen su religión con dignidad es una afrenta a Dios, acaban de lanzar su mejor tiro contra Francisco.
Se trató de un intento de golpe de Estado disfrazado de periodismo revelador por parte del arzobispo Carlo Maria Viganò, un clérigo con remordimiento de conciencia. Viganò afirma que el Papa debe renunciar porque sabía sobre los casos de abuso sexual contra jóvenes seminaristas perpetrados por un cardenal deshonrado y no alejó del sacerdocio al depredador.
Es una observación razonable y que exige una respuesta cabal de Francisco. Pero si se lee toda la carta de once páginas de Viganò, se ve lo que en realidad los está impulsando a él y a su grupo ultraconservador de inquisidores: el aborrecimiento a los católicos homosexuales y un deseo de regresar a la edad oscura.
«Las redes homosexuales presentes en la Iglesia deben ser erradicadas», escribió Viganò. Quienes son cercanos a Francisco, afirmó, «pertenecen a la corriente homosexual a favor de subvertir la doctrina católica en torno a la homosexualidad». Para tener autoridad teológica, citó la infame carta de 1986 dirigida a los obispos en la que se condenó a la homosexualidad como «un trastorno moral».
Esa directiva fue emitida por la Congregación para la Doctrina de la Fe y estaba diseñada para hacerles a los herejes lo que alguna vez hizo la Inquisición, sin las muertes en la hoguera.
La carta del obispo cita las sanciones del Antiguo Testamento a los «sodomitas» y una interpretación del Nuevo Testamento de san Pablo, quien admitió que no estaba hablando con autoridad divina directa. San Agustín, a quien le encantaba el sexo y lo practicó mucho antes de odiarlo, moldeó la mentalidad de la Iglesia al respecto en el siglo V diciendo: «El matrimonio es solo un grado menos pecaminoso que la fornicación».
Lo que falta en estos pronunciamientos puritanos, desde entonces hasta ahora, es la figura en el centro de la fe. Eso se debe a que, salvo por su condena al comportamiento adúltero, Jesucristo jamás dijo nada sobre a quién se podía amar. Nada sobre las personas homosexuales. Nada sobre el celibato sacerdotal ni sobre prohibir que las mujeres formen parte del clero, para el caso.
El año pasado, mientras caminaba por la vía Francígena, de mil años de antigüedad, me topé con muchos católicos a lo largo de ese sendero peregrino hacia Roma que se mostraban emocionados por los nuevos aires en el Vaticano, donde no se había abierto una ventana en décadas. La única nube que tapaba el sol de estos viajeros eran las noticias constantes sobre el clero criminal.
Los conservadores no moverían un dedo para solucionar el problema, sino que harían de la Iglesia una paria global. A la vieja guardia le enfurecen declaraciones como la que hizo Francisco el 26 de agosto. Cuando le preguntaron cómo debe tratar un padre a un hijo homosexual, dijo: «No lo condenes, dialoga, escucha».
La manera de salir de la crisis actual es tener más luz y menos oscuridad, así como dar algunos pasos audaces y drásticos. Para empezar, los clérigos no deben juzgar a otros clérigos; dejen que los miembros laicos, mujeres y hombres, realicen las investigaciones.
El celibato sacerdotal debe ser opcional. Es un anacronismo y, en efecto, no es una de las verdades «infalibles»; además, quizá es una de las principales razones por las que abunda la pedofilia en el clero. Durante los primeros mil años de la Iglesia, los hombres casados podían ordenarse sacerdotes, como aún pueden hacerlo en la fe griega ortodoxa.
Las mujeres deberían poder entrar al sacerdocio. Cuando le preguntaron al respecto, Francisco dijo que únicamente los hombres podían ser sacedotes porque Jesucristo solo eligió a hombres como apóstoles. Esa lógica es deficiente, pues Jesucristo también eligió a judíos, y no hay muchos de ellos en la actualidad que sean invitados al sacerdocio.
Una última alternativa podría ser tomar como guía moral a la embajadora de Estados Unidos en el Vaticano, Callista Gingrich, quien tuvo una aventura de seis años con Newt Gingrich, quien era casado, y se convirtió en su tercera esposa. En Roma, como siempre, la hipocresía es eterna.