El conflicto entre Huawei y Google enseña más sobre el comercio internacional, el de verdad, el real, que los tediosos manuales sobre relaciones económicas internacionales
No empiezo por aquello de «es la geopolítica, estúpidos» por dos razones, porque me parece de mala educación y, sobre todo, porque ayuda poco a adentrarse en un tema tan complejo como este. Da un poco de vergüenza decirlo, en etapa electoral, ya no se hace política en serio, a lo grande. Todo el mundo quiere cambiar Europa sin saber si es posible o no y en qué dirección. 30 años después, todos defienden la Europa social, un nuevo modelo de desarrollo europeo y la necesidad de una transición energética. De la emigración, lo justo. Y no mucho más. De rondón, se habla de ejército europeo, de una mayor autonomía de EEUU y nada se dice de lo fundamental, a saber: de la suspensión por parte de EEUU del Tratado de las fuerzas nucleares de alcance medio (INF), del incremento sustancial de los presupuestos militares, de una carrera armamentística que se acelera y de una UE que, conforme más se integra, neoliberalmente hablando, menos papel juega en un mundo que está mutando radicalmente.
De geopolítica se puede hablar mucho y de varias maneras. No es este el lugar para entrar en debates de fondo. Algunos entendemos la geopolítica como un arte de base estatal o paraestatal, que se fundamenta en ciencias como la geografía, la demografía, las relaciones internacionales y, sobre todo, política y ciencias militares. Se puede decir que, de una u otra forma, existe un equilibrio, un cierto orden de poder que identificamos con el término sistema mundo capitalista. Su característica: estar organizado jerárquicamente, donde sus específicas relaciones y su modo de distribución del poder concretan cada etapa histórica. Los actores, en un sentido amplio, se sitúan ante cada momento en función de si se está en fase de equilibrio u orden -más o menos estable- o de desorden y caos. La clave es siempre conocer y actuar cuando el sistema se transforma, cuando vive una transición como la actual en la que se rompe con viejas hegemonías y se busca un nuevo orden basado en reglas de juego distintas y una nueva distribución del poder. En estas estamos ahora.
Las crisis desvelan lo que la normalidad oculta. El conflicto entre Huawei y Google enseña más sobre el comercio internacional, el de verdad, el real, que los tediosos manuales sobre relaciones económicas internacionales, costes comparativos incluidos. Por lo pronto, nos dice que las grandes empresas multinacionales tienen siempre un Estado-nación detrás y que se someten a él cuando se les necesita. En segundo lugar, nos dice que estamos ante una guerra económica de grandes proporciones. Por lo pronto, la globalización salta por los aires y se queda en lo que fue, un mundo a imagen y semejanza de EEUU. Y, en tercer lugar, que en el trasfondo de esta disputa está la lucha por la hegemonía, es decir, organizar una nueva redistribución del poder en el sistema mundo capitalista. La transición hace tiempo que comenzó. Vivimos en una etapa de excepción y crisis que durará mucho tiempo y que, de una u otra forma, marcará el presente y el futuro de la economía, de las relaciones internacionales y de los Estados individualmente considerados.
¿De dónde venimos? De una época histórica muy especial, la que alumbró la II Guerra Mundial y que duró casi 50 años, cuyo elemento central fue un equilibrio bipolar como modo de regulación que articulaba, en el tiempo y en el espacio, fases de «guerra fría», guerras calientes y de conflictos que hoy se llamarían de «zonas grises», todo ello presidido por el miedo a un conflicto nuclear que supondría una destrucción mutua asegurada de las grandes potencias. El conflicto nunca desaparece y la lucha se organiza en función de escenarios y de estrategias mejor o peor pensadas. El mundo socialista implosionó y EEUU se convirtió en lo que alguien llamó la hiper potencia; el mundo bipolar terminó y parecía que la tendencia era hacia un mundo unipolar hegemonizado por la gran potencia norteamericana. La globalización fue, una vez más, el proyecto político y la ideología legitimadora de este dominio. Hay una parábola que explica bien el fin de todo esto que es que Hillary Clinton, la compañera del hombre que «decretó» la globalización, fue vencida por Donald Trump que venía a constatar, no solo su agotamiento, sino la necesidad de un cambio radical en la política interna y externa de los EEUU. ¿Cómo interpretar la política de este personaje que parece actuar como un matón en unas relaciones internacionales cada vez más complejas y diferenciadas? Lo primero, tomárselo en serio y pensar que es bastante probable que gane las próximas elecciones norteamericanas. En segundo lugar, más allá de cómo gestiona los conflictos, su estrategia representa un núcleo de poder fuerte y que tiene un consenso popular notable. En tercer lugar, que con él o sin él, la política exterior norteamericana no variará sustancialmente en el futuro.
¿Cómo definir la actual estrategia norteamericana? Lo diré así, un realismo ofensivo, tomando prestado un concepto que ha desplegado convincentemente John Mearsheimer. EEUU se siente desafiado, tiene una clara hegemonía en el hemisferio occidental y, de nuevo, aparece una gran potencia con vocación de hegemonía en el hemisferio oriental. Ese desafío EEUU no lo puede permitir y sabe que, tarde o temprano, se va a enfrentar a él. Su escenario básico está en Asia y, de lo que se trata ahora es de organizar una coalición de Estados con el objetivo de frenar a China e impedir que se acabe convirtiendo en la primera potencia económica, tecnológica, diplomática y político militar de un mundo en transición. Lo que hace EEUU es adelantarse e intentar cuartear un poder al que fundadamente se le teme. La política exterior norteamericana es integral, ya no distingue entre comercio internacional, innovación tecnológica y la llamada «revolución» en los asuntos militares. Como en el caso de China, la administración norteamericana no distingue entre tecnologías civiles y tecnologías militares y se aprestan a una ofensiva larga y difícil en todos los planos, desde el ciberespacio, la inteligencia artificial o el uso de conflictos de baja y variable intensidad.
Quien habla de crisis habla de escenarios no siempre bien controlados y de dinámicas donde es fácil perder la dirección. Lo de Irán es un problema real y que tiene detrás, no solo un territorio geopolítico estratégico, sino la presencia en él de un actor en la zona que lo es, a la vez, en la política interna norteamericana; me refiero a Israel. John Mearsheimer y Stephen Walt escribieron una monografía, «El lobby israelí», que fue un auténtico escándalo y cuya tesis fundamental era que, por la presencia activa de este lobby, EEUU no es capaz de definir una estrategia autónoma en un lugar de enorme importancia para sus intereses.
Como es sabido, Israel es el único Estado del mundo que tiene licencia para intervenir militarmente en cualquier lugar de Oriente Medio sonde, según él, se jueguen sus intereses vitales. Netanyahu ya ha advertido que no admitirá un Irán nuclear y esto significa que, dados determinados contextos, Israel puede intervenir sobre objetivos iraníes, como ha hecho recientemente en Siria. La estrategia de EEUU hay que verla siempre desde estos supuestos y va encaminado a provocar una crisis política, social y económica que ponga fin al régimen dominante en la antigua Persia. Lo ha hecho muchas veces y sabe cómo hacerlo.
¿Qué papel juega la Unión Europea en este mundo que cambia aceleradamente? Poco o nada. Lo primero que falta es una decisión política. ¿Está de acuerdo con ser parte y actor de un mundo multipolar en gestación o va a seguir presa de unos viejos supuestos como los de la OTAN que han perdido su razón de ser y ya no definen el mundo que viene? Lo que sabemos no dice mucho de la dignidad de la UE como actor internacional. Donald Trump lo dice claro y no se le quiere escuchar: los intereses estratégicos norteamericanos están dirigidos a contener, frenar e impedir que China se convierta en un actor que dispute la hegemonía norteamericana en el hemisferio occidental.
Esos son sus intereses y a ellos se tienen que subordinar sus aliados, hasta el punto que ha avisado que está dispuesto a abandonar la OTAN y que los europeos se ocupen de su propia defensa. Es algo más que una bravata y la reacción de UE es débil, incoherente y sin capacidad para definir en qué consiste realmente su llamada autonomía estratégica. Aquí tampoco hay que engañarse, la «vieja-nueva» Europa, es decir, los países del Este, son aliados estratégicos de EEUU y hacen del enemigo ruso su identidad y el fundamento de su política exterior. El tipo de Europa (los norteamericanos siempre estuvieron por la ampliación al Este) que se está construyendo les beneficia, la hacen girar más a la derecha, promueven política económicas fuertemente neoliberales y hacen de su pertenencia a la OTAN la razón de ser que impide un acuerdo en serio con Rusia. Paradójicamente, esto se tiende a olvidar, son los más interesados a un entendimiento con China y formar parte de la nueva Ruta de la Seda defendida por el viejo imperio del centro.
Espero que, cuando termine este ciclo electoral, podamos discutir de geopolítica en serio. Quien piense que vamos a tener por delante cuatro años de armonioso gobierno del PSOE no debería de olvidar que vivimos una etapa de anormalidad, de excepción y transición donde lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Una cosa es segura: retorna el conflicto, retorna la guerra y retorna un mundo ancho y ajeno marcado por una crisis ecológico social de grandes dimensiones.
Fuente: https://www.cuartopoder.es/ideas/2019/05/22/eeuu-china-trump-huawei-geopolitica/