EE.UU. es el único país que ha lanzado bombas atómicas en el mundo. Fue en 1945, asesinando in situ en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki a unas 125.000 personas directamente y a un número similar de afectados durante los siguientes seis meses. En total, 250.000 seres humanos arrancados de cuajo de la vida, […]
EE.UU. es el único país que ha lanzado bombas atómicas en el mundo. Fue en 1945, asesinando in situ en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki a unas 125.000 personas directamente y a un número similar de afectados durante los siguientes seis meses. En total, 250.000 seres humanos arrancados de cuajo de la vida, a los que cabría añadir una cantidad indeterminada que arrastraron las pavorosas secuelas lustros y décadas después de sendas detonaciones genocidas.
Eso registran los fríos anales de la memoria histórica. Pero el olvido es traicionero y EE.UU. continúa impartiendo lecciones éticas al resto de países. Ahora mismo, con el acuerdo alcanzado con Irán para que éste abandone las investigaciones que le lleven a la temida bomba atómica bajo el chantaje de las clásicas sanciones comerciales internacionales. Pura hipocresía made in USA y también de la Unión Europea.
Estamos nuevamente ante la ley imperial del más fuerte, que ejerce su violencia diplomática y militar a su antojo para salvaguardar los intereses de la «moral suprema» de Occidente. ¿Por qué no renuencia EE.UU. a sus bombas atómicas y armas nucleares en concierto con los otras naciones poseedoras de este tipo de arsenal destructivo? Eso sí sería un dato histórico, moral y democrático de alcance universal.
Occidente se arroga el derecho inviolable de dictar a los demás países lo que es bueno y malo, guardando para sí la capacidad de ser juez y parte en cualquier conflicto local e internacional. Su moral se impone por la fuerza, manu militari en última instancia o a través de provocar miedos escénicos de carácter económico y financiero (véase Grecia en la actualidad). Y nadie alza la voz para denunciar este hecho tan clamoroso e injusto. En Occidente vivimos los buenos, más allá es territorio comanche sin matices ni distinciones sutiles.
Se sabe a ciencia cierta que, además de EE.UU., cuentan con armas nucleares declaradas Rusia, Gran Bretaña, Francia y China. Han realizado pruebas nucleares avanzadas India, Pakistán y Corea del Norte. Figuran en el interregno de la sospecha, Irak y Arabia Saudí. Y permanece en una nebulosa de no sabe, no contesta el temible Estado de Israel, aunque todos los indicios apuntan a que desde hace mucho tiempo han desarrollado armas y bombas nucleares de tecnología ultramoderna muy sofisticada. Con la dictadura saudí y con la tecnocracia artificial israelí, aliados estratégicos de EE.UU., Washington no se mete ni dice jamás nada al respecto. De su bocas nunca saldrá una mínima censura o reconvención amable contra los gobiernos de la beligerante Tel Aviv o de la satrapía medieval instalada en Riad. La Unión Europea esconde, como siempre, la cabeza bajo el ala de su proverbial insignificancia política cuando EE.UU. ha marcado sus doctrinas unilaterales e inamovibles urbi et orbe.
EE.UU. jamás ha exportado democracia: solo ideología capitalista para defender sus propios intereses y guerra para someter a los países díscolos que juegan un papel geoestratégico en su dominio casi absoluto del mundo. Esa es la verdadera historia que no recogen los titulares de prensa internacionales al servicio de la globalidad neoliberal de las multinacionales de Occidente.
La paz mundial no vendrá por este convenio puntual con Irán. EE.UU. continúa teniendo la sartén por el mango, y con ella, en menor medida, Rusia, Gran Bretaña, Francia, China e Israel. Cuando estos países decidan de común acuerdo destruir sus arsenales nucleares, químicos y biológicos, una ventana de luz se abrirá por el oscuro horizonte de nuestros días. Mientras tanto, la vida seguirá igual, bajo la espada de Damocles de la ley del más fuerte, de la moral sesgada de la irracionalidad asesina, principalmente del Pentágono.
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