La guerra y la historia están entrelazadas. Concepciones enteras de la historia están definidas por el estatus que uno otorga a la guerra en la propia teoría del cambio.
La guerra ciertamente no es la única forma de puntuar la historia, pero es claramente uno de los marcapasos. Las batallas y las campañas no son los únicos eventos que definen a los ganadores y perdedores, pero sí importan. En su apogeo la guerra fue el gran motor de la historia.
Una de las esperanzas recurrentes de la humanidad ha sido que a través de la historia podamos escapar de la guerra. Desde la Segunda Guerra Mundial, Europa Occidental, en particular, ha estado involucrada en la idea de relegar la guerra al pasado. Esa es una esperanza que se basa no solo en un impulso humanitario, sino también en la sensación de que las cuestiones básicas de la política internacional se han resuelto y que, para resolver las que quedaban, los instrumentos de guerra modernos, en particular las armas nucleares, probablemente eran contraproducentes. La era de la historia militar quedó así relegada a una fase de desarrollo anterior.
Si alguna vez fue sensato pensar en la guerra como la extensión de la política por otros medios, el desarrollo histórico había cerrado ese capítulo. Han cambiado tanto las principales cuestiones de política como el repertorio de herramientas de política sensatas. Con el paso de esa época, la guerra pertenecía al pasado. El escepticismo acerca de la guerra no era, ante todo, una cuestión de valores morales, sino una cuestión de realismo, de comprensión de lo que realmente movía al mundo moderno.
Desde este punto de vista, si las grandes potencias “todavía” hacían la guerra, como lamentablemente muchos recurrían a ella, era una señal de que estaban retrocediendo a una etapa anterior del arte de gobernar, bajo la influencia maligna de las élites reaccionarias. O las élites en cuestión habían cometido un error de cálculo fundamental, al no comprender lo que realmente estaba en juego, o los medios adecuados para perseguir sus mejores intereses. O la guerra en cuestión simplemente no era muy importante, menos un punto de inflexión histórico que una indulgencia atávica. Las “guerras de elección” son una ocasión para mostrar el poder bruto del estado sin enfrentar una resistencia seria.
Los tres modos de interpretación podrían aplicarse a lo que hasta la fecha ha sido la guerra más grande en la que han participado las principales potencias en el período posterior a la Guerra Fría: la invasión de Irak liderada por Estados Unidos en 2003.
El asalto de Rusia a Ucrania es impactante, por lo tanto, no solo por su violencia, sino por el hecho de que reabre la cuestión de la guerra como tal y, por lo tanto, también la cuestión de la historia.
El peso de esta pregunta me impresionó por primera vez en la tercera semana de febrero, en ese bendito intervalo en el que parecía que la pandemia de COVID en Nueva York había pasado, pero antes de que Putin lanzara su ataque contra Ucrania.
En concreto fue el martes 22 de febrero cuando tuve el placer de comentar el atrevido nuevo libro de Alex Hochuli, George Hoare y Philip Cunliffe, El fin del fin de la historia, con uno de sus autores, Alex Hochuli.
Fue un placer particular debatir con Alex Hochuli porque él y yo habíamos discutido previamente sobre su tesis de la “brasilización” del siglo XXI .
En El fin del fin de la historia, Hochuli, Hoare y Cunliffe ofrecen una atrevida relectura de la tesis del fin de la historia de Fukuyama. Enuncian la política de clase del fin de la historia, la lógica despolitizadora del neoliberalismo y postulan una dinámica a través de la cual será superada. La supuesta conclusión de la historia en la que se resuelven todos los conflictos ideológicos fundamentales produce, sugieren los tres autores, sus propios sepultureros.
Silvio Berlusconi, el magnate de los medios italianos y primer ministro con sus notorias “fiestas Bunga”, es para ellos tanto una figura arquetípica del fin de la historia como un emblema del hecho de que esa época no puede perdurar. Todos estamos atrapados, como lo expresaron gloriosamente, en un «Aufhebunga Bunga», una pequeña chorrada teórica dadaísta que uno espera que entre en el vocabulario general.
En esta linea, merece la pena escuchar su podcast Bungacast.
Pero, si es cierto que la historia tiene tendencia a reiniciarse, la pregunta es ¿con que clave se reiniciará?
Trabajando desde un marco marxista, Alex y sus coautores plantean la cuestión de la política y la historia sobre todo en el contexto del análisis de clase. ¿Puede realmente perdurar la parálisis neoliberal de la política y la historia? ¿No será finalmente desestabilizada y rota por una insurgencia de lo que ellos llaman “las masas”? ¿Es el llamado populismo una de las formas que tomará la explosión?
Alex y yo tuvimos un intercambio fascinante sobre su análisis de clase y esto ocupa la mayor parte del tiempo en el video. Pero debo admitir que mi mente esa noche estaba en la posibilidad de algo aún más urgente. Hablando con analistas militares a principios de semana, me di cuenta de que las fuerzas rusas estaban a punto de atacar.
¿Qué pasaría si la historia se reiniciara pero en el otro eje de la historia moderna? ¿No la lucha de clases, sino guerra? Y, de ser así, ¿qué tipo de guerra sería? Esta fue la pregunta con la que comencé a luchar a partir del minuto 39 del video. Esa pregunta sería respondida el 24 de febrero, dos días después.
Tras la conversación con Alex Hochuli, Gavin Jacobson, otro ávido lector de Fukuyama, me pidió que profundizara en la cuestión de la guerra al final de la historia. Lo que salió es el ensayo que apareció esta semana en el New Statesman.
El punto de partida original para el ensayo fue el hecho de que, como me recordó Gavin, en el capítulo final de El fin de la historia, Francis Fukuyama había anticipado una figura de hombre fuerte que podría querer porner fin al fin de la historia mediante un golpe de fuerza. Esa figura querría reiniciar las luchas del pasado, devolver sentido y humanidad a la existencia, casi independientemente del contenido ideológico. Sería la lucha por el estatus lo que importaría, per se.
Eso iba en contra de Stephen Kotkin, quien interpreta a Putin como un descendiente directo del linaje del expansionismo ruso que se remonta a Iván el Terrible.
Otros han etiquetado a Putin como un “hombre del siglo XIX” atrapado en un mundo del siglo XXI.
No me convence ninguna de estas interpretaciones. No le concedamos a Putin y su guerra un pedigrí tan distinguido o una intención tan radical. En cambio, ubiquemos a Putin donde pertenece. En nuestra época. Nos guste o no, Putin es nuestro contemporáneo.
Tal como se concibió originalmente, la guerra en Ucrania fue, como dije con cierta ligereza el 22 de febrero, una «guerra Bunga»: frívola, gratuita, ni un acto serio de política de gran poder, ni un esfuerzo dramático para reiniciar la historia.
El plan de invasión original, posiblemente inventado por funcionarios de inteligencia en lugar de soldados, parece haber sido apoderarse de Kiev, las oficinas presidenciales y las estaciones de televisión mediante un golpe de Estado. Eso falló. Y luego el Plan B, el asalto aéreo a gran escala y el cerco convencional del Ejército Rojo de Kiev, también fracasó.
Eso ha dejado a Putin luchando por la supervivencia de su propio régimen, su ejército en crisis, una guerra que consiste menos en operaciones coherentes que en una serie de atrocidades. Cualquiera que sea el flujo de la batalla sobre el terreno, Rusia ha perdido la capacidad de controlar la narrativa a través de la cual se da sentido a la guerra fuera de la órbita inmediata de Rusia.
Lo realmente interesante no es tanto la intención de Rusia, sino por qué fracasó. En parte fue incompetencia y mala planificación. Muchos de los soldados rusos no parecen haberse dado cuenta de que en realidad estaban involucrados en una invasión, un síndrome Bunga ejemplar. El pastiche propagandístico y la realidad violenta se fusionaron completamente de una manera que recuerda en cierto modo a los disturbios del 6 de enero en Washington DC.
La dura realidad a la que se enfrentaron los aturdidos invasores rusos, al menos hasta donde nuestros medios nos permiten vislumbrar, fue la resistencia ucraniana respaldada por un apoyo inesperadamente significativo de la OTAN.
Por lo tanto, si la guerra de Ucrania marca una ruptura, poner el énfasis en Putin puede ser un error. Si a alguien le corresponde el honor de reavivar la historia, de “devolvernos al siglo XIX”, no es a Bunga-Putin. Ese honor pertenece a los ucranianos.
Son los ucranianos, para asombro y y bastante incomodidad de Occidente, quienes están interpretando un drama de resistencia nacional hasta la muerte. Bajo el ataque ruso, se unen y exigen el reconocimiento de su soberanía. Hay muchos otros pueblos que hoy luchan por su existencia y reconocimiento. La diferencia es que los ucranianos lo hacen en la forma clásica de una nación en armas reunida en torno a un estado nación. Y los ucranianos lo hacen con eficacia. Han hecho retroceder a un ejército ruso. Han salvado su ciudad capital. Esos no son logros meramente simbólicos.
Recordando la conversación con Alex Hochuli, no puedo dejar de pensar en uno de los pasajes más impresionantes de su libro, que le cité la noche del 22 de febrero.
«La afirmación de Hegel sobre el Fin de la Historia no se basaba en la durabilidad y la estasis del asentamiento posnapoleónico, sino más bien en el carácter irreversible de ciertos desarrollos históricos con respecto a nuestra autocomprensión colectiva. El más importante de ellos fue la universalidad de la libertad dentro del mundo moderno que había sido desencadenada por la Revolución Francesa. En opinión de Hegel, el logro histórico específico de la Revolución Francesa fue revelar el carácter universal de la libertad humana, es decir, la afirmación de que la libertad es, de hecho, parte del ser humano. Así pues, la libertad no era simplemente una propuesta filosófica abstracta, sino una propuesta política que podía realizarse en instituciones concretas. Este fue el significado original del Fin de la Historia de Hegel: que todo lo que siguió a la Revolución Francesa tenía que estar basado en las reivindicaciones universales de la libertad humana. Esto, a su vez, significó que ningún orden social o político podría ser completamente estable. La importancia de esta idea es que la libertad no puede limitarse ni anexarse a un régimen u orden específico, ya que es precisamente la expansión y la inquietud de la libertad humana lo que excede cualquier conjunto específico de instituciones políticas y sociales. Es esto lo que explica cómo puede haber una finalidad en el proceso histórico: después de la Revolución Francesa, el carácter irreversible y simultáneamente contradictorio de la libertad humana sirve como un tope para la historia… La verdadera intuición de Hegel es que ningún orden fundado en la libertad humana puede ser osificado; todos los fines de la historia terminan, todos los ordenes políticos modernos tienen que ser reconstruidos».
Hochulí, Alex; Hoare, George. El Fin del Fin de la Historia (pp. 33-34). Editorial John Hunt. Versión Kindle.
Si Hegel hablaba de libertad en un sentido colectivo, ¿no es probable que tuviera presente, entre otras cosas, el ejemplo de las guerras revolucionarias francesas y las guerras napoleónicas? ¿Y hasta qué punto no es legítimo extrapolarlo a la lucha de Ucrania hoy?
Cuando hablamos esa noche de febrero, ni Alex ni yo, creo, preveíamos lo que vendría después. (Lean el libro, vean el video y juzguen ustedes mismos). Hablé de guerra, pero anticipé una “guerra Bunga”, una demostración brutal de la fuerza rusa que aplastaría Ucrania. Lo que no anticipamos fue una lucha prolongada y con éxito por la supervivencia que pondría a Putin también en un riesgo existencial.
Con Rusia y Ucrania enfrascadas en la batalla, la pregunta es ¿cómo responderán las potencias occidentales? ¡Depende de ellos/nosotros! Como escribí en el artículo de New Statesman, el Fin del Fin de la Historia será lo que hagamos de ella. Eso es lo que está en juego tanto en la guerra como aún más en la pacificación que debe seguir. ¿Cómo se combinarán el orden y la libertad en Europa?
Por cierto, para su interesante lectura de Hegel, Hochuli, Hoare y Cunliffe se basan en el libro de Todd McGowan sobre Hegel, Emancipation after Hegel: Achieving a Contradictory Revolution . Nueva York: Prensa de la Universidad de Columbia, 2019.
Por mi parte, este intercambio con Alex Hochuli y Gavin Jacobson me devolvió el interés por la tesis del fin de la historia de Fukuyama que se remonta a principios de la década de 2000. En particular, la lectura de Perry Anderson de Fukuyama en Zones of Engagement cambió el curso de mi vida intelectual.
El impacto más inmediato fue en la forma de un curso que impartí en Cambridge en 2006 y 2007 que articuló una serie de sesiones en torno a la dialéctica que traza Anderson desde el voluntarismo -el sentido de poder hacer historia mediante un acto de voluntad- hasta el agotamiento de la agencia histórica, al final de la historia.
Fue un curso divertido. Los títulos de las sesiones fueron los siguientes:
Haciendo historia: el marxismo hegeliano de Lukacs, Gramsci, Gentile
El fin de la historia: el Hegel de Kojeve, el estalinismo y la nueva Europa
El terror y el final abierto de la historia: Merleau-Ponty, Sartre, Camus, Merleau-Ponty
El nazismo y el eclipse de la razón: Arquitectos del Aniquilamiento y la Dialéctica de la Ilustración
Modernización de Europa, Convergencia, Fin de la ideología
De la historia a la biología: Herbert Marcuse
¿La historia se reinicia? 1968-1978 La crisis de la gobernabilidad
1989: Otro final
Puede descargar el plan de estudios completo aquí.
Adam Tooze es profesor de historia y director del Instituto Europeo de la Universidad de Columbia. Su último libro es ‘Crashed: How a Decade of Financial Crises Changed the World’, y actualmente está trabajando en una historia de la crisis climática.
Fuente: https://adamtooze.substack.com/p/chartbook-109-war-at-the-end-of-history
Traducido para Sin Permiso por G. Buster