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Hiroshima y Nagasaki, la Guerra Mundial y la Guerra Fría

Fuentes: mientrastanto.e

Se desarrolla aquí el contenido del artículo «Hiroshima i Nagasaki, 75 anys després», L’Avenç, no. 470, julio-agosto de 2020, pp. 46-55.

* * *

Pocos meses antes de morir, Primo Levi hablaba en una entrevista en 1986 de las catástrofes que le había tocado vivir: «En los siglos futuros, si llega a haberlos, el siglo XX se recordará como el siglo de Auschwitz y de Hiroshima». En otra conversación, de 1982, había dicho, a propósito del programa norteamericano para obtener la bomba atómica entre 1943 y 1945, que creía «que el programa de Los Álamos era necesario, mientras que la explosión de Hiroshima verdaderamente no lo era», y la calificaba de «hecho criminal». Sobre el modo como le afectaba a él, había escrito que «[…] todo hombre, hasta el más inocente, hasta la propia víctima, se siente corresponsable de Hiroshima, […] y se avergüenza […]» [1].

El propio Levi razonaba por otro lado que Auschwitz era, cuantitativa y cualitativamente, «un unicum» [2]. La práctica del odio racial hasta aquellos extremos de engaño, crueldad y tecnificación del asesinato masivo representa la maldad humana de una forma que admite pocas comparaciones. Los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, por su parte, ni siquiera si se los considera actos ilegítimos o criminales, si se piensa que obedecieron al menos en parte a una apuesta estratégica que iba más allá de la situación bélica, difícilmente se pueden entender separándolos de la guerra en la que se inscribieron; una guerra, por otra parte, que el ejército japonés había iniciado, atacando también sin previo aviso en Pearl Harbor, y en la que había cometido igualmente actos de gran crueldad contra poblaciones civiles y prisioneros de guerra [3].

En Japón pueden hallarse puntos de vista que no atienden a ese tipo de distinciones. Kenzaburo Oé, gran escritor de aquel país, dedicó un libro a Hiroshima en el que afirmaba que lo ocurrido allí era «el mayor desastre que ha conocido el hombre», «el acontecimiento más atroz jamás acaecido desde el principio de la humanidad». «La bomba atómica, en el instante mismo en que explotaba, adquirió el valor de un símbolo: el de la voluntad maléfica del hombre.» Quien eso escribía no dejaba de denunciar los crímenes de los ejércitos de su país durante la guerra, incluida la «insensata batalla de Okinawa» y la consiguiente y feroz prolongación de una guerra perdida, y no olvidaba lo ocurrido en Auschwitz [4].

Entre quienes han juzgado inaceptable el uso de las bombas en Hiroshima y Nagasaki ha habido quien ha asociado la condena de aquellas acciones a la de los bombardeos convencionales en aquella misma guerra, con bombas explosivas e incendiarias, de ciudades japonesas y también europeas, bombardeos que en algunos casos causaron casi tantas víctimas civiles como en Hiroshima y más que en Nagasaki. Los ataques aéreos a la población civil son una cuestión fundamental en las guerras contemporáneas, que se plantea ya clamorosamente con el bombardeo de Guernica por el bando franquista en la guerra de España, ejecutado por la Legión Cóndor alemana con apoyo de la Aviación Legionaria italiana, y que resurge a mayor escala durante la Guerra Mundial. Asociar el uso de las armas atómicas con aquellas otras acciones está justificado, en particular para considerar si, por el hecho de ser civiles no combatientes la inmensa mayoría de las víctimas, aquellos bombardeos pueden o deben considerarse crímenes de guerra. Aunque no hubiera entonces ningún convenio referente a la guerra aérea que definiera y prohibiera específicamente todas aquellas acciones, pueden considerarse aplicables a ellas determinados principios generales y prohibiciones que figuraban en normas internacionales sobre los conflictos armados vigentes ya en aquel momento [5].

Por otra parte, desde el principio se vio que las bombas atómicas presentaban una diferencia cualitativa respecto a todas las armas existentes. En documentos que se han conocido luego se aludió repetidamente a aquella diferencia, señalando en particular que podrían destruir de una vez ciudades enteras, lo que suponía la imposibilidad absoluta de distinguir entre objetivos militares y civiles [6]. Con la perspectiva de la inmensa capacidad destructiva de las bombas de hidrógeno, una perspectiva hoy obvia y que algunos de los investigadores nucleares ya entonces preveían y formulaban, puede considerarse que la diferencia es fundamental.

La historia de aquellas bombas con anterioridad a su uso contra personas en Hiroshima y Nagasaki muestra, sin embargo, rasgos complejos y que pueden considerarse ambiguos desde puntos de vista morales y políticos. Al menos para algunos de los científicos que participaron en su concepción y desarrollo, se trataba de producir aquellas armas frente a un enemigo temible que se creía que podía obtenerlas, de disponer de ellas con finalidad disuasoria, pero no para emplearlas en operaciones bélicas corrientes. Además, aunque su uso contra aquellas ciudades japonesas se considere condenable, para juzgarlo adecuadamente es preciso tener en cuenta las circunstancias en las que se produjo.

Por encima de todo, la importancia de aquellas acciones destructivas, así como su pertinencia para considerar el hecho de que se mantengan hoy arsenales nucleares, obliga a intentar superar el silencio que predomina en torno a ellas, salvo en medios especializados o en cautelosos recordatorios con ocasión de los aniversarios de los bombardeos. Ese silencio obedece en parte a la voluntad de que se olviden, o de que se recuerden lo menos posible y sin la necesaria reflexión crítica, asociándolos a una única interpretación por lo menos discutible, la de que las matanzas atómicas fueron indispensables para derrotar a Japón. El combate final contra el militarismo imperial japonés hubiera podido ir por otras vías, que ya entonces se plantearon y debatieron, e intentar recordarlo puede quizá ser un estímulo para trabajar las alternativas a los militarismos de hoy.

Inicios del proyecto nuclear

Una de las fórmulas de la teoría de la relatividad enunciada por Einstein en 1905, la célebre E=mc2, permitía prever que cualquier variación de la masa (m) de un elemento había de dar lugar a la emisión de una inmensa cantidad de energía (E), puesto que se multiplicaba por el cuadrado de c, la velocidad de la luz, un factor elevadísimo [7]. En 1934 Otto Hahn, químico alemán que trabajaba en Berlín, empezó a colaborar en el estudio de las propiedades del uranio con Lise Meitner, judía austríaca que en 1926 había sido la primera mujer que obtenía en Alemania una cátedra de física. A finales de diciembre de 1938, poco después de que ella partiera al exilio para establecerse en Suecia, Hahn le comunicó por carta la desconcertante observación de que los átomos de una variedad o isótopo de aquel metal se desintegraban y daban lugar a átomos de bario. En febrero de 1939 Meitner publicaba en la revista Nature, junto con su sobrino Otto Frisch, también vienés, una carta al director en la que interpretaba el proceso observado por Hahn como «fisión» del núcleo de los átomos de uranio, con pérdida de masa, e indicaba la energía que debía generarse, de acuerdo con la fórmula de Einstein [8]. Ya a finales de enero de 1939, en una reunión científica en Washington, el físico danés Niels Bohr, a quien Meitner había puesto al corriente de los nuevos descubrimientos, había hablado de ellos con Enrico Fermi y otros colegas de la especialidad y en pocos meses se publicaron docenas de artículos científicos sobre la fisión nuclear.

En el Servicio de Armamento del ejército alemán (Heereswaffenamt) estaban al corriente de aquellas novedades y de la posible utilidad militar de la nueva fuente de energía y en octubre de 1939, menos de dos meses después de iniciada la guerra, centralizaron en el Instituto de Física Kaiser Wilhelm de Berlín el fomento y el control de las investigaciones que se llevaban a cabo en el país sobre aquella materia [9]. Muchos de los científicos que habían trabajado en ella en Alemania habían tenido que huir, la mayor parte de ellos para escapar a la persecución antijudía que se inició nada más llegar los nazis al poder en 1933. Algunos de aquellos exiliados, conocedores directos de la malvada naturaleza del nuevo régimen, pensaron que los países en los que habían hallado refugio, a los que Alemania había desafiado ya repetidamente y con los que podía entrar en guerra, debían poder disponer lo antes posible de la nueva fuente de energía para defenderse.

En Inglaterra, que tenía en James Chadwick una figura puntera de la física nuclear, se empezó a trabajar pronto en aquella dirección. En marzo de 1940 el ya mencionado Otto Frisch y el berlinés Rudolf Peierls presentaron a quien les había contratado en la universidad de Birmingham, Mark Oliphant, un estudio «Sobre la construcción de una ‘superbomba’; basada en una reacción nuclear en cadena en el uranio» [10]. Oliphant, que trabajaba en las investigaciones sobre el radar, hizo llegar el texto al presidente del comité de investigación de la defensa aérea británica, y éste formó el llamado comité Maud, con el encargo de comprobar y en su caso desarrollar las conclusiones de Frisch y Peierls. Tras un trabajo coordinado de varias universidades y centros de investigación, en julio de 1941 aquel comité redactó un informe en la línea señalada por los dos refugiados, informe que llegó rápidamente a manos de quienes dirigían la investigación nuclear en Estados Unidos [11].

Allí también la física nuclear, con cultivadores destacados como Arthur Compton, Harold Urey o Ernest Lawrence, había recibido un nuevo impulso a finales de los años treinta con la llegada de investigadores europeos que habían huido del fascismo y el nazismo, entre ellos el italiano Enrico Fermi y el húngaro Leo Szilard, vinculados ambos aunque de distinta manera con la Universidad de Columbia, en Nueva York. Se ha escrito que Szilard fue el primero en pensar que la energía nuclear podría utilizarse en un futuro próximo para fabricar explosivos [12]. En cualquier caso, está claro que creyó que el peligro alemán era grave y que en su país de acogida se estaba haciendo demasiado poco para hacerle frente en aquel terreno.

Szilard, que había estudiado en Alemania y había vivido allí hasta 1933, mantenía una estrecha relación con Einstein desde los años veinte, cuando ambos habían coincidido en Berlín [13], y acudió a él para intentar alguna gestión con la que hacer avanzar las cosas. Einstein firmó una carta dirigida al presidente Roosevelt, fechada el 2 de agosto de 1939 y redactada por Szilard, en la que explicaba la situación y recomendaba que Estados Unidos fomentase la investigación y el acopio del material necesario para fabricar bombas [14].

Roosevelt decidió ya entonces apoyar aquellas propuestas, y se crearon algunas estructuras de trabajo, pero fue a partir de diciembre de 1941, una vez visto el ya mencionado informe Maud británico, y sobre todo cuando el ataque japonés en Pearl Harbor y la declaración de guerra de Alemania obligaron a Estados Unidos a intervenir en el conflicto, cuando aquellas actividades se empezaron a planificar y realizar a gran escala. En secreto, bajo el nombre de Distrito de Manhattan del cuerpo de ingenieros del ejército (Manhattan Engineer District), y a partir de setiembre de 1942 bajo la responsabilidad del general Leslie R. Groves, se puso en pie rápidamente en varios lugares una enorme infraestructura de investigación y producción, con participación de varias universidades y grandes empresas, en la que llegaron a colaborar más de 130.000 personas. Entre ellas estaban muchos de los más destacados físicos y químicos del país, bastantes de ellos muy motivados por la idea de contribuir al esfuerzo bélico contra la Alemania nazi, junto con numerosos jóvenes, discípulos suyos de las universidades y laboratorios de investigación. Tras un acuerdo entre Roosevelt y Churchill, el Reino Unido participó directamente en el proyecto enviando a algunos de sus mejores científicos de la especialidad, y también se asoció a Canadá, donde había minas de uranio [15].

Dos meses después de que los aliados desembarcaran en la península italiana, en diciembre de 1943 el general Groves y el Office for Scientific Research and Development, que coordinaba las actividades de investigación y desarrollo con finalidad militar, decidieron enviar a Europa a un equipo, dirigido por un jefe de los servicios de información y con varios asesores científicos, para intentar averiguar hasta dónde habían llegado los alemanes y sus aliados con respecto a la producción de bombas nucleares, así como para localizar las infraestructuras y los materiales disponibles con esa finalidad [16]. Aquella operación, con el nombre de «misión Alsos», se interrumpió pronto en Italia pero se reanudó y amplió tras el desembarco de Normandía en junio de 1944 y al final de la guerra en Europa tenía asignados a 28 oficiales, 43 suboficiales y soldados y 19 científicos civiles y personal auxiliar, hasta un total de 114 personas; en caso necesario, sus mandos tenían además autorización para reclamar el apoyo de cualquier otra unidad militar presente sobre el terreno [17]. Actuaron en varios lugares de Francia, empezando por Rennes, y luego en Bélgica y los Países Bajos y finalmente en Alemania.

El 23 de noviembre de 1944 una división acorazada francesa tomó Estrasburgo en una operación inesperadamente rápida. Los científicos de Alsos sabían que había allí un laboratorio importante, en el que trabajaban entre otros los físicos Carl Friedrich von Weizsäcker y Rudolf Fleischmann, e inmediatamente se desplazó un destacamento que logró detener e interrogar a Fleischmann; éste no les dio información relevante, pero la correspondencia y demás documentación que encontraron en los despachos de los laboratorios les permitió deducir que las investigaciones de los físicos alemanes distaban mucho de poder conducir a un resultado operativo. Se comprobaba así que el peligro que había dado pie al gran esfuerzo del proyecto Manhattan no existía y que por aquel lado no había que temer ninguna sorpresa de última hora que pudiera alterar la situación bélica general en Europa.

Ante el avance del Ejército Rojo hacia el este de Alemania, entre los objetivos de la misión Alsos pasó entonces a primer plano el de impedir que los soviéticos, y secundariamente los franceses, se hicieran con instalaciones y materiales que pudieran ayudarles en sus proyectos nucleares [18]. Así, los jefes de Alsos se enteraron de que en una mina de sal de Stassfurt, en la región de Sajonia-Anhalt, dentro de la futura zona de ocupación soviética, estaba almacenada la mayor partida de mineral de uranio obtenida por los alemanes, mil doscientas toneladas procedentes de los yacimientos del Congo explotados por la Union Minière; asumiendo el riesgo de posibles problemas con los soviéticos, constituyeron con los británicos una unidad especial y, con los camiones necesarios, se trasladaron hasta allí y en pocos días lograron organizar el transporte a una zona controlada por ellos, para enviar luego el material a Estados Unidos [19].

Distinto fue el proceder con la fábrica Auer de Oranienburg, al norte de Berlín, también en la futura zona soviética, donde según la documentación hallada en Estrasburgo se obtenían uranio y torio metálicos para el proyecto nuclear. Allí era imposible adelantarse al Ejército Rojo para hacerse con las instalaciones, por lo que Groves solicitó y obtuvo que la aviación estratégica las bombardeara, con el fin de destruirlas totalmente [20]. El 15 de marzo de 1945 a primera hora de la tarde, en cincuenta minutos, 612 bombarderos B-17 arrojaron 1.506 toneladas de bombas, algunas de ellas con espoleta de efecto retardado, y 178 de bombas incendiarias. Entre las víctimas mortales del ataque hubo más de 300 mujeres de un «campo exterior» femenino asignado a la fábrica, dependiente del cercano campo de concentración de Sachsenhausen, veintinueve de ellas francesas [21], además de otros prisioneros de guerra y trabajadores forzosos de diversas nacionalidades, que se alojaban en barracones separados, y población civil de Oranienburg [22]; hubo 32 bajas norteamericanas [23].

El proyecto nuclear alemán bajo el nazismo ha sido objeto de diversas controversias. En él participaron personalidades científicas de primera fila, como el físico Werner Heisenberg y el químico Otto Hahn. Se ha llegado a afirmar que el primero saboteó la producción de la bomba, y él mismo y algún otro colega suyo argumentaron después de la guerra que su trabajo no tuvo que ver con el uso militar de los nuevos conocimientos y que eludieron deliberadamente trabajar en aquella dirección orientando su actividad hacia la utilización de la energía nuclear en máquinas para propulsar barcos y generar electricidad [24]. La documentación disponible muestra que quienes dirigían la política científica desde los centros de poder nazis eran menos incompetentes y controlaban las investigaciones mejor que lo que a veces se ha dado a entender, así como que los investigadores conocían el posible uso militar de su trabajo y lo hicieron valer en varias ocasiones, entre otras cosas para obtener recursos.

Los físicos nucleares alemanes obtuvieron medios considerables para sus investigaciones, en proporción con las posibilidades de Alemania en aquel momento. Sin embargo, allí no se pensó que pudieran lograrse resultados a corto plazo, utilizables para una guerra que suponían que iba a ser corta, así que también por ese motivo aquellos medios no pudieron nunca compararse con los que se asignaron al proyecto Manhattan en Estados Unidos, donde sí se creyó que sería posible producir las bombas a tiempo. Además, desde 1943, cuando la suerte de los combates cambió y empezaron los bombardeos aéreos de ciudades alemanas, aquellas actividades tropezaron allí con dificultades materiales cada vez mayores (mudanzas de los laboratorios a lugares menos expuestos, condiciones de trabajo deficientes, tardanza en el aprovisionamiento de materiales indispensables) [25]. Cuando los principales científicos nucleares alemanes, detenidos por norteamericanos y británicos y concentrados en una residencia en Inglaterra, recibieron la noticia del estallido de la bomba en Hiroshima, su primera reacción fue de total incredulidad, salvo en el caso de Otto Hahn, dominado por los remordimientos como autor del descubrimiento que estaba en el origen de todo aquello [26].

A finales de abril de 1945, poco después de suceder Truman a Roosevelt como presidente, tras la muerte de éste el día 12, el general Groves y Henry Stimson, ministro de la Guerra, le explicaron los distintos aspectos del proyecto Manhattan y lo logrado hasta entonces en la fabricación del nuevo tipo de bomba. Estaba claro que se trataba «del arma más terrible que la historia de la humanidad haya conocido jamás» [27], y también que si se usaba influiría en las «relaciones exteriores futuras» de Estados Unidos. El consejero clave de Truman, James Byrnes, quien desde el 3 de mayo le representó en el «comité interino» que le asesoraba sobre el proyecto y el 3 de julio fue nombrado secretario de Estado, creía que podía servirles para «dictar nuestras propias condiciones al final de la guerra» [28].

Final de la guerra en Europa y guerra del Pacífico. ¿Rendición incondicional de Japón?

Cuando terminó la guerra en Europa, con la capitulación de Alemania el 7 de mayo de 1945, Japón estaba militarmente muy debilitado. La supremacía aérea norteamericana era ya clara y el bombardeo de Tokio del 10 de marzo, con más de 80.000 muertos [29], había mostrado la enorme capacidad destructiva de los bombardeos convencionales, que la defensa aérea japonesa no podía interceptar. El 1 de abril habían empezado los desembarcos en la isla de Okinawa, último bastión defensivo al sur del archipiélago principal, y aunque los combates duraron hasta finales de junio y costaron trece mil muertos y más de treinta mil heridos norteamericanos, allí se vio que el ejército japonés perdía combatividad: aunque seguía habiendo bolsas de resistencia a ultranza y suicidios masivos, el número de oficiales y soldados que se rendían era mucho mayor que nunca [30].

A finales del mismo mes de abril las flotas militar y mercante japonesas habían quedado diezmadas y las fuerzas navales estadounidenses estimaban que tenían el mar bajo control, con todo lo que eso suponía para un país insular. En lo que se refería a los suministros militares y de todo tipo la situación del país, perdida la posibilidad de abastecerse de los territorios conquistados durante la guerra en el resto de Asia occidental, bordeaba el colapso; a partir de la conquista de Okinawa Japón ya no podía importar petróleo y sus escasas existencias limitaban drásticamente su capacidad de actuación. Había todavía un gran ejército movilizado y algunos aviones que podían causar daños a las naves norteamericanas en acciones suicidas, pero estaba claro que el país tenía perdida la guerra.

El 18 de junio Truman aprobó que se iniciaran los preparativos para invadir la isla de Kyūshū, en la que se encuentra la ciudad de Nagasaki, y se fijó la fecha del 1 de noviembre para la operación. No obstante, aquello era sólo una posibilidad y, aunque para poder realizarse tenía que prepararse con tiempo, algunos consideraban posible una rendición temprana en condiciones aceptables que permitiera prescindir de la invasión.

El 5 de abril de 1945 la URSS había denunciado su pacto quinquenal de neutralidad con Japón, firmado en abril de 1941, lo que se podía entender como un anuncio de su participación en la guerra de Asia. Según los acuerdos secretos de Yalta de febrero de 1945, que concretaban un compromiso contraído en Teherán, el ejército soviético intervendría en aquel frente a los tres meses de la capitulación de Alemania, es decir en agosto. Nada más terminada la guerra en Europa los movimientos de tropas soviéticas hacia las fronteras asiáticas del país fueron masivos, y a pesar de los esfuerzos por disimularlos, desde principios del verano los servicios de información japoneses los detectaron [31].

La debilidad militar del imperio japonés se reflejaba en la política. El 7 de abril, nada más producirse los desembarcos de Okinawa, el emperador nombró a un nuevo primer ministro, Kantarō Suzuki, con un ministro de exteriores elegido para que intentara negociar el final de la guerra. En las semanas siguientes el embajador en Moscú inició gestiones en ese sentido. El presidente norteamericano y sus más estrechos colaboradores seguían aquellas gestiones al minuto, porque hacía ya tiempo que sus criptógrafos habían logrado descifrar el código de las comunicaciones diplomáticas japonesas, sin que los espiados lo sospecharan.

Ante aquella situación, para terminar la guerra lo antes posible, entre algunas figuras de primer plano del ejecutivo y los estados mayores norteamericanos se abría paso la idea de intentar obtener rápidamente la capitulación de Japón ofreciendo a cambio que se mantuviera la monarquía. Eso suponía renunciar al principio de la rendición incondicional, proclamado por Roosevelt y Churchill en la conferencia de Casablanca de enero de 1943 y reafirmado respecto a Japón en noviembre de aquel mismo año en la declaración de El Cairo. De hecho, el armisticio con el Reino de Italia en setiembre de 1943, manteniendo una monarquía estrechamente vinculada hasta entonces al fascismo mussoliniano, y con el antiguo virrey de Etiopía como presidente del gobierno, era ya un precedente en aquel sentido.

Varios asesores de Truman que conocían bien la realidad política y militar de Japón, empezando por Joseph Grew, vicesecretario de Estado y antes embajador en aquel país durante ocho años, consideraban que, para establecer allí un nuevo orden político atendiendo a los intereses norteamericanos, era peligroso sancionar al emperador y prescindir de la dinastía. Además, para que cualquier capitulación fuera eficaz y todas las tropas depusieran rápidamente las armas, dispersas como estaban por territorios distantes y con numerosos jefes partidarios de la resistencia a ultranza, era útil que aquella autoridad se mantuviera.

Truman pareció aceptar en algún momento la idea de renunciar a la rendición incondicional, pero en definitiva dio largas a la iniciativa. Las propuestas en aquel sentido se repitieron hasta la conferencia de Potsdam, que se celebró a partir del 17 de julio. En paralelo a la conferencia, Estados Unidos y el Reino Unido negociaron un ultimátum a Japón, con la firma adicional de China, que se hizo público en una declaración del 26 de julio y exigía de nuevo la rendición incondicional; hasta el final algunos participantes en la negociación, tanto por parte norteamericana como por parte británica, mantuvieron viva la idea de incluir un apartado que reflejara la posibilidad de la opción monárquica, pero la decisión final, tomada por el secretario de Estado James Byrnes, fue prescindir de aquella garantía, que hubiera podido facilitar y adelantar la capitulación y que, una vez usadas las bombas atómicas, acabó aceptándose [32]. Estados Unidos y el Reino Unido excluyeron a la Unión Soviética de la negociación del ultimátum, a pesar de que Stalin había pedido expresamente participar y de que estaba claro que sin su firma era aún más improbable que Japón lo aceptara [33].

Usar la nueva arma

Tras la capitulación de Alemania en mayo, ante los problemas políticos abiertos en Europa (principalmente el apoyo de la URSS a un gobierno polaco favorable a sus intereses, contra el gobierno en el exilio de Londres, y situaciones parecidas en Checoslovaquia, Rumanía, Bulgaria y Hungría) y para tratar de las perspectivas de la guerra en Asia, se hacía necesaria una conferencia de los aliados, según el modelo de las de Teherán y Yalta. Truman retrasó la convocatoria, con la esperanza de que la prueba de la bomba, que se esperaba que pudiese tener lugar en el mes de julio, llegara a tiempo para reforzar su posición. La conferencia se había convocado finalmente, como se acaba de señalar, para el día 17 y, tras varios retrasos y bajo enorme presión para cumplir el plazo, el 16 tuvo lugar efectivamente en Nuevo México la explosión de Alamogordo, en el valle de la Jornada del Muerto, la cual superó todas las expectativas sobre la potencia de la nueva arma. Era una bomba de plutonio, como la que se usó contra Nagasaki.

En el desarrollo de la conferencia de Potsdam la disponibilidad del arma atómica no parece que indujera a Stalin a ceder gran cosa. Se ha contado repetidamente la escena en la que Truman le habla de ella sin que Stalin parezca prestarle atención, con Churchill observándolos. El dirigente soviético estaba al corriente del proyecto norteamericano a través de sus servicios de espionaje, pero el contraespionaje norteamericano descifraba a su vez desde 1942 comunicaciones de aquellos servicios entre Nueva York y Moscú, y sabía por esa vía de las filtraciones sobre el proyecto Manhattan, así que en la comunicación de Truman había menos sustancia y sobre todo menos ingenuidad que las que a veces se le suponen [34].

La orden de bombardeo atómico, con cuatro objetivos seleccionados (Hiroshima, Kokura, Niigata y Nagasaki), está fechada el 25 de julio, un día antes del ultimátum de Potsdam. La emitió el jefe en funciones del Estado Mayor del ejército Thomas T. Handy (la fuerza aérea, que debía arrojar la bomba, dependía entonces del ejército), siguiendo instrucciones del titular George C. Marshall y del ministro de la Guerra Henry L. Stimson, que estaban en Potsdam para seguir de cerca la conferencia. El 31 de julio el presidente Truman aprobó allí el comunicado de prensa que había de distribuirse nada más lanzada la bomba, previsiblemente durante su viaje de regreso a Estados Unidos en un crucero militar; el general Groves introduciría los últimos detalles y retoques en el texto [35].

En la gestación de aquella orden habían quedado descartadas otras opciones, que habrían permitido emplear la bomba sin víctimas civiles o con muchas menos. Contra lo que a veces se supone, algunas de esas opciones fueron formuladas por militares, con mucha experiencia y muy bien informados de la situación estratégica. Por ejemplo, el propio general Marshall había planteado el 29 de mayo una propuesta concreta para evitar «el oprobio que podría resultar de un empleo indebido de tal fuerza»: primero debía seleccionarse un objetivo puramente militar, por ejemplo una base naval, y luego, si eso no daba resultado, debía anunciarse la destrucción de una serie de grandes centros industriales que el enemigo pudiera evacuar previamente [36].

Por su parte el 27 de junio Ralph Bard, viceministro de Marina y miembro del «comité interino», después de que éste decidiera recomendar que se usara la bomba contra una ciudad y sin previo aviso, reconsideró su postura y formuló por separado en un memorándum dirigido al ministro de la Guerra un breve plan que trataba de reflejar «la posición de Estados Unidos como gran nación humanitaria»; dicho plan incluía avisar del bombardeo con unos días de anticipación, señalar la posición de Rusia y dar garantías respecto al futuro del emperador, ofreciendo así «la oportunidad que los japoneses están buscando» [37].

Entre los físicos nucleares que trabajaban en la concepción de la nueva arma algunos se habían inquietado desde muy pronto por el uso que pudiera hacerse de ella, así como por el riesgo de que la investigación del proyecto Manhattan, mantenida en secreto, fomentara la desconfianza del aliado soviético y de que todo ello diera pie a una peligrosa carrera armamentística. Aunque nadie lo mencionara, hay que suponer que los interesados debían de sospechar que los servicios de espionaje soviéticos tenían información sobre aquellas actividades [38].

Niels Bohr, premio Nobel de especial reputación científica y personal, quien en 1943 huyó de su país a Suecia y luego al Reino Unido y colaboró en el proyecto, se entrevistó con Churchill en mayo de 1944 para exponerle ese tipo de preocupaciones. Al parecer la reunión fue desastrosa: al primer ministro no le interesaban en absoluto las opiniones del físico sobre temas políticos. Bohr tuvo también un encuentro con Roosevelt en agosto del mismo año, y aunque el presidente norteamericano se mostró más receptivo, no hubo ningún resultado práctico [39].

En aquel mismo sentido, la iniciativa principal de los científicos más directamente implicados en el proyecto Manhattan fue el conocido como «informe Franck», por la responsabilidad que asumió en su elaboración el premio Nobel de Física James Franck, otro exiliado alemán. Trataba de los «Problemas sociales y políticos» que la nueva arma planteaba, y fue transmitido al «comité interino» y al ministro de la Guerra el 12 de junio, con las firmas de más de sesenta científicos del equipo de investigadores nucleares de Chicago que disimulaba su actividad bajo el nombre de «Laboratorio metalúrgico» [40].

En la línea de Bohr, el informe argumentaba a favor de la cooperación internacional en el ámbito de la energía nuclear y planteaba los procedimientos posibles para controlar la investigación sobre materiales radiactivos. Como ellos mismos decían, «el modo en que se revelen al mundo por primera vez las armas nucleares, que ahora se desarrollan en secreto en este país, tendrá una importancia enorme, quizá fatídica» [41]. Más concretamente, respecto al uso de la bomba, el informe proponía una demostración en un lugar desértico ante observadores aliados, combinada con un ultimátum al enemigo basado en la amenaza de lanzarla contra él.

Para neutralizar aquellas opiniones, el general Groves llevó la cuestión ante el comité científico («Scientific Panel») que asesoraba al «comité interino» del proyecto, del que formaban parte Robert Oppenheimer, Ernest Lawrence, Enrico Fermi y Arthur Compton, quienes el 16 de junio concluyeron en un informe bastante contradictorio que «no vemos ninguna alternativa aceptable al uso militar directo” [42]. Cuesta imaginar que quienes así opinaban tuvieran buena información sobre la situación militar general, la debilidad del enemigo, la inminente intervención de la Unión Soviética en Asia y las iniciativas japonesas para negociar una rendición. En cualquier caso, con aquel respaldo, el 21 de junio el “comité interino” decidió fácilmente dejar a un lado las propuestas del informe Franck y mantener su recomendación al presidente para que ordenara el bombardeo atómico.

Leo Szilard, el ya mencionado físico húngaro, que había participado en la elaboración del informe Franck en el laboratorio de Chicago, no se dio por vencido. A principios de julio envió a Los Álamos y a Oak Ridge, otro de los centros de trabajo del proyecto, en Tennessee, el texto de una petición que había de dirigirse directamente al presidente. El 17 de julio redactó una nueva versión y finalmente se dejó convencer para enviar el texto por el conducto reglamentario, recogiendo así las firmas de otros 157 científicos [43]. La petición planteaba respecto al uso de la bomba condiciones muy parecidas a las formuladas por el viceministro Barth [44]. El 24 de julio el jefe del laboratorio de Chicago, Arthur Compton, envió el documento y las firmas al adjunto del general Groves, pero la entrega a través del ministro de la Guerra se retrasó lo suficiente para que la iniciativa quedara sin efecto.

La primera bomba, basada en la fisión del uranio, explotó en Hiroshima en la mañana del 6 de agosto. El 8 de agosto la URSS comunicó a Japón su declaración de guerra, en la que incluyó su adhesión a las exigencias de la declaración de Potsdam, y a primeras horas del día 9 inició el ataque. Aquel mismo día, a media mañana, otro avión norteamericano lanzó la segunda bomba, de plutonio, sobre Nagasaki, porque el mal tiempo había impedido atacar Kokura. Al día siguiente el gobierno japonés dirigía al de Estados Unidos un mensaje según el cual aceptaba las condiciones de la declaración de Potsdam, siempre y cuando se respetaran las prerrogativas del emperador. Tras una breve negociación sobre los límites de aquellas prerrogativas y la aceptación japonesa de que la autoridad imperial para gobernar se sometería al Comandante supremo de las potencias aliadas, el 14 de agosto Truman anunció el cese de hostilidades; aquel mismo día se convocó a los japoneses para que al día siguiente escucharan por radio un mensaje importante y la inmensa mayoría de ellos oyeron entonces por primera vez la voz del emperador, que les comunicó la rendición. El 2 de setiembre los representantes de Japón y de los nueve estados aliados firmaron el documento que la formalizaba, en un buque norteamericano fondeado en la bahía de Tokio.

El relato y las polémicas, hasta hoy

¿Qué influencia habían tenido las bombas atómicas en la decisión japonesa de capitular? ¿En qué medida había sido decisiva la intervención de la Unión Soviética? Aparte de la finalidad declarada de terminar la guerra, ¿hubo otros motivos para emplear las nuevas armas? ¿En qué medida estaban justificados el sacrificio inmediato de casi doscientas mil vidas humanas y la muerte aplazada y los sufrimientos de decenas de miles de supervivientes? [45] ¿Qué legitimidad tenía la decisión norteamericana? El debate sobre las respuestas a esos interrogantes sigue abierto. Lo que haré aquí es indicar algunos de los hitos y de las características de ese debate.

En un primer momento, en los países aliados contra la Alemania nazi y el Japón imperial se impuso la imagen que asociaba el uso de la bomba con la victoria y el fin de la guerra, sin que las víctimas aparecieran para nada en la imagen. Los discursos y comunicados de Truman del 6, el 9 y el 14 de agosto preparaban esa interpretación y en la alegría pública de los norteamericanos por el resultado final apenas cabía otra cosa.

La revista Life, por ejemplo, esperó a la rendición para publicar un amplio reportaje sobre las bombas (con varias fotografías de los hongos nucleares y ninguna a ras de tierra) que las asociaba directamente a la victoria; el titular era menos unilateral: «Final de la guerra. La bomba atómica y la entrada soviética traen la oferta de rendición japonesa», pero aparecía en caracteres poco destacados, y ninguna de las numerosas imágenes ilustraba la intervención de la URSS ni por supuesto la muerte y el sufrimiento de las víctimas de los ataques [46].

El 12 de agosto se había hecho público un extenso informe que explicaba la historia oficial del proyecto Manhattan hasta la explosión experimental del 16 de julio [47]. El informe mismo se presentaba como parte de la obligación que asumían los responsables del proyecto de rendir cuentas ante el pueblo norteamericano. Las nuevas bombas se presentaban como gran realización de la ciencia moderna y de la industria norteamericana pero la decisión de utilizarlas no se abordaba.

Fuera de Estados Unidos, desde el principio hubo algunas voces escépticas o abiertamente condenatorias, no sólo desde medios fascistas o que habían contemporizado con el fascismo y el imperialismo militarista japonés, como alguna fuente vaticana [48], sino también entre quienes los habían combatido. El 8 de agosto, apenas recibidas las primeras noticias de Hiroshima, Albert Camus, entonces redactor jefe y editorialista del diario Combat, se enfrentaba en su columna de portada al júbilo general: «puede pensarse que hay una cierta indecencia en celebrar así un descubrimiento que empieza por ponerse al servicio de la más formidable furia destructiva demostrada por el hombre desde hace siglos». Se alegraba de la perspectiva de que Japón pudiera capitular, pero destacaba el peligro de que a partir de iniciativas como aquella, frente a la posibilidad de construir una «verdadera sociedad internacional», las «grandes potencias» pudieran arrogarse «derechos superiores» a los de las naciones pequeñas y medianas, y concluía que «la paz es el único combate que merece la pena» [49].

También en Estados Unidos se hicieron públicas pronto algunas opiniones disidentes. El 20 de agosto el New York Times publicó fragmentos de una carta abierta a Truman firmada por 34 pastores y teólogos de varias iglesias protestantes que calificaban los bombardeos de «atrocidad de nueva magnitud» y expresaban su «condena sin paliativos», y la revista católica independiente The Commonweal, de Nueva York, publicó el día 24 un elocuente editorial titulado «Horror y vergüenza» [50]. «La guerra estaba casi ganada», se lee allí, introduciendo una descripción de la situación. «Entonces, sin avisar, un avión americano arrojó la bomba atómica en Hiroshima. Rusia entró en la guerra. No había duda ni antes ni después de que Rusia entrara en la guerra de que la guerra contra Japón estaba ganada. Un avión norteamericano arrojó la segunda bomba atómica en Nagasaki.» El artículo de Commonweal concluía: «Para nuestra guerra, para nuestros fines, para salvar vidas americanas hemos llegado al punto en que decimos que todo vale. Es lo que los alemanes dijeron al principio de la guerra. Una vez que hemos ganado nuestra guerra decimos que tiene que haber un derecho internacional. Sin duda. Cuando exista, alemanes, japoneses y americanos recordarán con horror los días de su vergüenza.»

Cuando se acercaba el primer aniversario del bombardeo, en junio y julio de 1946, aparecieron varios informes oficiales norteamericanos que plantearon la complejidad del proceso por el que había concluido la guerra, aunque evidentemente sin cuestionar la legitimidad de las acciones propias: No tiene mucho sentido intentar precisar más para atribuir la rendición incondicional de Japón a alguna de las numerosas causas a las que se debió conjunta y acumulativamente el desastre de aquel país. […] Sobre la base de una investigación detallada de todos los hechos y del testimonio de los dirigentes japoneses vivos que intervinieron, la opinión de la Inspección es que, con certeza antes del 31 de diciembre de 1945, y con toda probabilidad antes del 1 de noviembre de 1945, Japón se habría rendido incluso si no se hubieran arrojado las bombas, si Rusia no hubiera entrado en guerra y si no se hubiera planificado ni contemplado la invasión [51].

El mismo organismo de inspección o estudio, en el que trabajaban personalidades tan distintas como John K. Galbraith y Paul Nitze, defendía en otro informe que lo que la bomba había logrado, junto con la declaración de guerra de la URSS, había sido sólo acelerar las maniobras políticas favorables a la rendición, que al menos desde finales de junio el propio emperador orientaba por persona interpuesta [52]. Anteriormente, ante un comité del Senado norteamericano, el propio Paul Nitze había sido aun más concreto respecto a la fecha: «Según nuestra opinión Japón se habría rendido antes del 1 de noviembre en cualquier caso; la bomba atómica únicamente aceleró la fecha en la que Japón se rindió» [53].

Aquel mismo verano de 1946, poco después del primer aniversario de los bombardeos, Albert Einstein intervino en el debate sobre ellos expresando en una entrevista ideas muy claras: «Sospecho que el asunto se precipitó por el deseo de terminar la guerra en el Pacífico por cualquier medio antes de la intervención de Rusia. Si hubiera estado todavía el presidente Roosevelt no habría sido posible nada de eso. Él habría prohibido una acción como aquélla»; al día siguiente, el 19 de agosto, el New York Times recogía en primera plana un despacho de United Press que incluía aquellas expresiones bajo un claro titular: «Einstein deplora el uso de la bomba atómica» [54].

El 31 de agosto de 1946 The New Yorker dedicaba la totalidad de su entrega semanal a un artículo de John Hersey: «Hiroshima» [55]; Hersey relataba cómo habían vivido el bombardeo y la desolación de los días posteriores una serie de supervivientes: un médico del principal hospital de la ciudad, otro médico propietario de una pequeña clínica, una viuda de guerra madre de tres hijos pequeños, que hasta el bombardeo los había sacado adelante con pequeños trabajos de costura, una administrativa que había quedado con una pierna rota en su lugar de trabajo y había tenido que esperar varios días a que alguien la socorriera, un jesuita alemán, un pastor metodista, y muchas otras imágenes de habitantes de la ciudad de todas las edades vistos a través de la mirada de esos personajes. En su escueta expresividad y veracidad aquel relato ponía en entredicho la imagen de la inhumanidad de los japoneses ampliamente difundida durante la guerra, clave para justificar las matanzas nucleares, una imagen que respondía fielmente, como se ha recordado al principio, a la crueldad de muchas acciones de los ejércitos de aquel país. La revista se agotó inmediatamente y el texto se publicó en seguida en un pequeño libro del que llegaron a distribuirse más de tres millones de ejemplares [56].

La opinión favorable al empleo de la nueva arma, que según las encuestas obtenía al principio el consenso del 85% de la población norteamericana, corría peligro de perder terreno, así que sus partidarios idearon una intervención contundente. En febrero de 1947 Harper’s Magazine publicaba «The Decision to Use the Atomic Bomb» [57]. El artículo invocaba la autoridad de quien lo firmaba, Henry L. Stimson, como secretario (ministro) de la Guerra con Roosevelt y Truman, que en calidad de tal había pilotado el proyecto Manhattan desde sus inicios y había transmitido la orden presidencial de arrojar las bombas. Es un texto de excelente retórica política, en el que se presentan incluso algunos los argumentos de los adversarios, para rebatirlos con una mezcla de hechos, medias verdades y afirmaciones falaces que para muchos resultó convincente. Su principal argumento era que la única alternativa al uso de la bomba hubiera sido la invasión de las grandes islas japonesas, que hubiera costado según el artículo más de un millón de víctimas norteamericanas. Atendiendo a los informes militares sobre las bajas previsibles en las operaciones de invasión, en la isla de Kyushu en noviembre de 1945 y en la de Honshu a mediados de 1946, esa cifra de víctimas hipotéticas era puramente propagandística, y quizá por su rotundidad fue particularmente exitosa [58].

El impulsor de aquella intervención mediática había sido James B. Conant, químico que había formado parte del «comité interino» del proyecto Manhattan, presidente de la Universidad de Harvard de 1933 a 1953 y fundador y primer presidente en 1950 del grupo de presión militarista «Committee on the Present Danger». La publicación del artículo fue acompañada por una amplia y eficaz campaña de promoción, que incluyó entre otras cosas la autorización para reproducirlo libre de derechos, cosa que numerosos periódicos hicieron de inmediato. El artículo sentaba la interpretación ortodoxa de la decisión de usar la bomba y parece claro que durante años, en el ambiente de la Guerra Fría, logró su objetivo de contener las críticas.

Para el público que no leía revistas como Harper’s Magazine, Hollywood contribuyó a su manera desde muy pronto al naciente mito. En febrero de 1947 se estrenó The Beginning or the End, dirigida por Norman Taurog para la Metro-Goldwyn-Mayer, en la que se mostraba como a unos héroes a los científicos que habían producido la bomba y más aún a los militares que la habían lanzado. Un papel central en la economía sentimental de la cinta corresponde a un joven físico que se casa poco antes de ir a trabajar a Los Álamos y vuela al final a las islas Marianas (desde donde partieron los bombarderos hacia Hiroshima y Nagasaki) con la espoleta de la bomba en una cartera y sintiendo de vez en cuando escrúpulos de conciencia por lo que va a ocurrir; por un error de manipulación la noche antes de la acción, queda gravemente irradiado y muere en la base militar, de forma que todo el posible dolor del espectador se concentra al final en la pobre esposa embarazada, a la que el militar que acompañaba al moribundo da al volver la triste noticia y entrega su carta de despedida, al pie del monumento a Lincoln. De las víctimas de Hiroshima, por supuesto, absolutamente nada. A las escasas realidades del bombardeo se añadían en la película, entre otras muchas cosas, un fuego antiaéreo que no existió, destinado a ocultar la indefensión de la ciudad, una ficticia escena en el despacho de Truman en Potsdam en la que el presidente explica a su secretario de prensa, «Charlie», entre otras cosas, que se va a avisar previamente a la población del bombardeo atómico, y la falaz repetición de esa idea clave por uno de los oficiales que colocan la espoleta en la bomba al avistar la ciudad: «Hemos estado lanzándoles folletos de advertencia durante diez días» [59].

Japón quedó a salvo de obscenidades como aquella pero a cambio tuvo que soportar una rigurosa censura impuesta por los ocupantes. Desde libros de poemas hasta estudios médicos sobre los afectados por las bombas, pasando por las imágenes en las que éstos aparecían, hasta que en 1952 entró en vigor el Tratado de San Francisco que puso fin a la ocupación norteamericana, sobre lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki lo que pudo verse en el resto del país fue muy poco.

En la política de información sobre Hiroshima y Nagasaki en aquellos años, tanto en Japón como en Estados Unidos y el resto del mundo, parece claro que un elemento clave fue ocultar en lo posible a las víctimas, y más especialmente ocultar al máximo las muertes y las enfermedades causadas por la radiactividad. Desde la Primera Guerra Mundial los «gases venenosos» tenían una pésima imagen y su uso estaba prohibido por un Protocolo internacional, firmado en Ginebra en 1925; el riesgo de que la radiactividad se asociara con aquel tipo de agentes letales era evidente.

Los procedimientos para minimizar la importancia de la radiactividad fueron varios: se decía que las informaciones que se filtraban desde Japón (entre las que había también alguna exageración) [60] eran propaganda antiamericana, que quienes estaban lo bastante cerca del lugar de estallido de la bomba para recibir radiaciones peligrosas morían antes por la onda de choque o las quemaduras, que los afectados por radiaciones eran muy pocos (luego se precisó que eran el 8%, para revisar posteriormente al alza aquella cifra) [61]. El general Groves compareció ante el Comité de Energía Atómica del Congreso norteamericano para explicar diferentes aspectos del uso de la nueva arma y declaró por ejemplo que entre las víctimas que morían instantáneamente y las que recibían dosis pequeñas de radiación, que sobrevivían y con el tiempo, decía él, se curaban solas, estaban unas pocas que morían poco después y, afirmaba, «sin excesivo sufrimiento. De hecho, dicen que es un modo muy agradable de morir» [62]. Las leucemias llegaron más tarde, pero desde muy pronto las autoridades de ocupación supieron de las múltiples lesiones causadas por la radiación y tomaron o requisaron imágenes de quemaduras terribles complicadas por los efectos de ésta; por otra parte el propio Groves publicó años más tarde documentos de 1944 referentes a los riesgos que podían correr las tropas norteamericanas en Europa, redactados bajo su responsabilidad, que muestran que era perfectamente consciente de los daños que podía causar la radiactividad [63].

Un reportaje de Life publicado en setiembre de 1952, con quince fotos tomadas por periodistas japoneses, aludía al vacío creado por la censura en los años anteriores: «Cuando impactó la bomba—Sin censurar»; el anuncio en portada señalaba la insólita perspectiva: «Primeras fotos. La explosión atómica vista por las víctimas» [64]. En aquella selección de imágenes no figuraba, por otra parte, ninguna de las más impactantes.

Aun después de levantada la censura, el activo papel de Japón en la Guerra Fría, en estrecha alianza con Estados Unidos, relegó por largo tiempo la memoria de aquellos hechos a un lugar marginal. Es sintomático lo que ocurrió con el tema de las bombas nucleares en una célebre exposición fotográfica organizada por el Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York en 1955, que en una de sus versiones itinerantes se mostró también en Japón, donde a finales de 1956 la habían visto casi un millón de personas. El fotógrafo Edward Steichen se había encargado de seleccionar las fotografías expuestas inicialmente y fue consultado sobre los cambios que se introdujeron en las distintas versiones itinerantes. En alguna de ellas se incluyó una foto de un hongo nuclear, pero en Japón, en cambio, se optó por unas pocas de las tomadas por Yosuke Yamahata en Nagasaki el 10 de agosto, que mostraban elocuentemente a las víctimas. Sin embargo, cuando se anunció la visita del emperador a la exposición, los organizadores decidieron tapar con cortinillas aquellas fotos, y a continuación fueron retiradas definitivamente [65].

Las víctimas directas tuvieron que esperar a 1957 para que una ley reconociera su derecho a una asistencia médica específica. En cambio, desde el principio, aquellas mismas víctimas habían sido objeto de un estrecho seguimiento para estudiar los efectos de las bombas y en especial de la radiación nuclear, por parte de equipos mixtos norteamericano-japoneses, pero los resultados de aquellos exámenes, que no iban acompañados por ningún tratamiento, quedaban en poder de los ocupantes y permanecieron bajo secreto militar hasta 1975.

En Estados Unidos y el Reino Unido hubo pronto algunas voces críticas que analizaron detenidamente las intenciones de los bombardeos atómicos. En 1948 se publicó por ejemplo Military and Political Consequences of Atomic Energy, de Patrick Blackett, premio Nobel de Física de aquel año, deslumbrante personalidad que durante la guerra había contribuido entre otras cosas a orientar eficazmente la guerra antisubmarina británica y que había formado parte del comité Maud. Su lacónica conclusión, muy argumentada, era que «arrojar las bombas atómicas no fue tanto el último acto militar de la segunda guerra mundial como el primer acto de la Guerra Fría diplomática con Rusia que está ahora en marcha» [66].

A los hechos y argumentos que exponía allí Blackett pueden añadirse hoy otros indicios que abonan su tesis de que los motivos políticos o diplomáticos indicados por él influyeron o hasta fueron determinantes en la decisión de usar la bomba. Se sabe que, antes incluso de que concluyera la redacción del informe Franck, Leo Szilard había ido a Washington para intentar entrevistarse con el presidente; iba acompañado por otros dos colegas del proyecto y su objetivo era exponer sus reservas respecto al uso de la bomba, pero no lograron ver a Truman. Su secretaría les remitió a su asesor James Byrnes, que sí recibió a Szilard, acompañado por Walter Barkty y Harold Urey, el 28 de mayo, en Spartanburg (Carolina del Sur). En el relato de aquella entrevista que publicó pocos años más tarde, en 1949, Szilard recordaba que «el señor Byrnes no adujo que fuera necesario usar la bomba contra las ciudades japonesas para ganar la guerra. Por aquel entonces sabía, como lo sabía el resto del gobierno, que Japón estaba esencialmente derrotado y que en seis meses podíamos ganar la guerra. Por aquel entonces el señor Byrnes estaba muy preocupado por la extensión de la influencia rusa en Europa. Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia, Checoslovaquia y Hungría vivían todas bajo la sombra que proyectaba Rusia. Yo compartía plenamente la preocupación del señor Byrnes respecto a Rusia, pero su opinión de que el poseer nosotros la bomba y mostrar su uso haría más manejable a Rusia en Europa no podía compartirla. La verdad es que difícilmente podía imaginar una premisa más equivocada y desastrosa en la que basar nuestra política, y quedé consternado al enterarme pocas semanas más tarde de que nuestro secretario de Estado iba a ser él» [67].

Szilard no fue el único implicado en el proyecto Manhattan que creyó percibir antes del bombardeo que la nueva arma iba dirigida también o principalmente contra la URSS. Un colega suyo que coincidió en aquella impresión fue Joseph Rotblat, judío polaco huido al Reino Unido, discípulo del premio Nobel James Chadwick, que como él había terminado trabajando en Los Álamos. En cuanto se vio que la Alemania nazi perdía la guerra y no tenía armas atómicas, a finales de 1944, Rotblat se propuso y logró abandonar el proyecto, tras superar alguna dificultad con los servicios de seguridad. En 1985 publicó un artículo en el que explicó sus motivos de entonces, entre los cuales el principal había sido que el peligro de que los nazis utilizaran la nueva arma había dejado de existir, pero señalaba además la estupefacción que le había causado el oír explicar al general Groves, en una cena en Los Álamos en casa de los Chadwick, que «por supuesto, la verdadera finalidad de fabricar la bomba era someter a los soviéticos» [68].

No es tampoco el único testimonio sobre la postura de Groves. En los interrogatorios que tuvieron lugar en 1954 a propósito de la habilitación de seguridad de Robert Oppenheimer, antiguo director de Los Álamos, el propio general recordó su punto de vista de entonces: «pasadas dos semanas desde el momento en que me hice cargo de ese Proyecto no hubo por mi parte ninguna idea errónea respecto a que Rusia era nuestro enemigo y a que el proyecto se basaba en aquella orientación. Yo no asumía la actitud del conjunto del país según la cual Rusia era un noble aliado. Siempre tuve recelos y la dirección del proyecto se llevó sobre esa base. Por supuesto, al presidente se le informó en el mismo sentido» [69].

Más en general, sobre la necesidad o no de usar las bombas para acabar la guerra, es interesante lo que escribió Eisenhower, presidente de Estados Unidos desde 1953 hasta 1961 y antiguo comandante de las fuerzas expedicionarias aliadas en Europa, nada opuesto por principio a las armas nucleares. En 1963 recordaba su postura cuando el ministro Stimson le había comunicado en Potsdam en julio de 1945 que se iban a usar: «Le expresé mis graves reservas, en primer lugar porque creía que Japón estaba ya derrotado y el uso de la bomba era completamente innecesario y en segundo lugar porque pensaba que nuestro país debía evitar impactar a la opinión pública mundial utilizando una arma que yo no consideraba ya necesario utilizar para salvar vidas americanas. Yo creía que Japón estaba buscando en aquel mismo momento alguna vía para rendirse ‘perdiendo la cara’ lo menos posible» [70].

En 1995 el historiador y economista Gar Alperovitz publicó un libro básico con el mismo título que el artículo de Stimson de 1947, La decisión de usar la bomba atómica, en el que recorría extensamente la documentación norteamericana disponible hasta entonces para rebatir algunas de las afirmaciones clave de la doctrina oficial [71]. Alperovitz señalaba que algunos documentos que hubieran sido importantes para entender la decisión de usar las bombas habían sido eliminados deliberadamente y que algunas discusiones que probablemente habían influido no habían dejado rastro documental, por lo cual había márgenes de incertidumbre. No obstante, mostraba que podían sacarse algunas conclusiones, en la línea de las afirmaciones de Einstein, Blackett y Eisenhower que se han citado más arriba.

Trabajos como los de Alperovitz no pasaban de tener una difusión limitada. Para el gran público seguía vigente sin discusión la ortodoxia nuclear. Un episodio significativo en ese sentido fue la imposibilidad de organizar en el mismo año 1995 en Washington, en uno de los museos de la Smithsonian Institution, una exposición sobre Hiroshima con ocasión del cincuentenario del bombardeo. Intervinieron contra el proyecto dos asociaciones de veteranos de la guerra (la American Legion y la Air Force Association) y los republicanos del Senado y el Congreso, que obligaron al director primero a modificar los contenidos de la exposición y finalmente a renunciar a ella y dimitir, sin que la presidencia de Clinton hiciera nada para apoyar la iniciativa. En el contexto de aquella polémica, uno de los defensores de los bombardeos llegó a decir que habían evitado seis millones de muertos [72]. Quedó claro en cualquier caso lo difícil que era plantear puntos de vista críticos, así como el poder del militarismo para bloquear los intentos de hacerlos llegar a un público amplio.

Así las cosas, no es extraño que la interpretación ortodoxa de los hechos mantenga su predominio. La defienden obras prestigiosas como la de Antony Beevor sobre la Segunda Guerra Mundial, aunque con algún matiz [73]. Innumerables son los documentales cinematográficos y televisivos que la difunden, especialmente en torno a los aniversarios de los bombardeos [74]. También algunos especialistas de los llamados «estudios nucleares» cultivan esas ideas; en una recopilación reciente que aspira claramente a orientar el debate, uno de ellos sostiene por ejemplo que entre Roosevelt y Truman hubo sobre todo continuidad, aunque admite la escasa base documental de su argumentación y ni siquiera menciona la ya citada opinión contraria de Einstein [75].

Por otra parte, la visión crítica de la historia de los bombardeos atómicos y de los inicios de la Guerra Fría tiene también buenos defensores y divulgadores. El historiador Tsuyoshi Hasegawa, por ejemplo, basándose en fuentes muy amplias, japonesas, soviéticas y norteamericanas, ha argumentado la idea de que muy probablemente la intervención soviética habría sido suficiente para precipitar la capitulación de Japón, sin usar las bombas, y fue de hecho el factor decisivo [76]. Por lo que se refiere a la divulgación histórica puede señalarse a Oliver Stone, con su serie de documentales The Untold History of the United States, en la que el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki es el tema central de un capítulo y se trata en otros varios, así como el libro publicado después por los guionistas de la misma serie, que ha tenido amplia difusión en varias versiones y se ha traducido entre otras muchas lenguas al castellano [77].

Exactamente como habían previsto Niels Bohr y los autores del «informe Franck», los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki provocaron en la URSS una reacción inmediata. El 20 de agosto el Comité de Defensa del Estado presidido por Stalin constituía un Comité Especial dirigido por Lavrenti Beria para acelerar las actividades destinadas a desarrollar su bomba [78]. Se iniciaba así una carrera armamentística que no se ha detenido [79].

Había una alternativa posible, otro final posible de la guerra, que probablemente habría causado menos muertes y sufrimiento y que no habría minado tan gravemente la confianza entre la URSS y Estados Unidos, abriendo tanto espacio al militarismo en ambos bloques. Por encima de las diferencias entre los sistemas políticos, se puede pensar que habrían podido adquirir más protagonismo otras formas de resolución de sus tensiones y conflictos, menos peligrosas y con menos costes económicos, políticos, sociales y medioambientales que las que cristalizaron a partir del uso de las bombas en torno a aquella carrera armamentística, en la desastrosa Guerra Fría [80].

Notas

[1] «Nei secoli futuri, se mai ce ne saranno, il ventesimo secolo sarà ricordato come il secolo di Auschwitz e Hiroshima.», Anthony Rudolf, «Primo Levi in London», London Magazine, XXVI, n.º 7 (octubre de 1986), trad. de Diana Osti, Opere complete, ed. de Marco Belpoliti (OC), III, Turín, Einaudi, 2018, p. 631. «Io credo che il programma di Los Alamos fosse necessario, mentre non era proprio necessaria l’esplosione di Hiroshima», Franco Valobra, «Primo Levi. Conversazione senza complessi con uno scrittore che ama la ‘ragione’ «, Playmen, XVI, n.º 12, dicembre de 1982, mismo volumen, p. 342; «Come ogni uomo, anche il piú innocente, anche la stessa vittima, si sente corresponsabile di Hiroshima, di Dallas e del Vietnam, e prova vergogna…», «La luna e l’uomo», La Stampa, 27/12/1968, OC, II, Turín, Einaudi, 2016, p. 1.085. Puede verse también el poema «La bambina di Pompei», 20/11/1978, Ad ora incerta, en OC, II, p. 709.

[2] I sommersi e i salvati, en OC, II, p. 1154.

[3] Japón había sentado además un precedente en la guerra aérea estratégica o de terror con los bombardeos masivos de Chongking, la capital de repliegue de la China nacionalista, en la segunda guerra sinojaponesa; entre mayo de 1938 y agosto de 1941 aquellos bombardeos causaron cerca de doce mil muertos (Tetsuo Maeda, «Strategic bombing of Chongqing by imperial Japanese army and naval forces», enYuki Tanaka y Marilyn B. Young, eds., Bombing Civilians. A Twentieth-Century History, Nueva York, The New Press, 2009, p. 141).

[4] Kenzaburô Oé, Notes de Hiroshima, trad. de Dominique Palmé, París, Gallimard (folio), 1996, pp. 65, 154 y 168; sobre Auschwitz pp. 237-238. Sobre Okinawa Notes d’Okinawa, trad. de Corinne Quentin Arles, Picquier, 2019.

[5] Charles Rousseau, Le droit des conflits armés, París, Éditions A. Pedone, 1983, pp. 359-360, refiere por ejemplo que en 1927 y 1930 un tribunal arbitral condenó a Alemania por daños causados a los respectivos demandantes en los bombardeos de Salónica y Bucarest en 1916, durante la Primera Guerra Mundial, aplicando los artículos 25 y 26 del Reglamento anejo a la Convención de La Haya relativa a las leyes y costumbres de la guerra terrestre, de 1907, que prohíben el bombardeo de ciudades indefensas y exigen el aviso previo a sus autoridades. En la misma obra, pp. 365-367, se hace un sucinto balance de la guerra aérea durante el conflicto mundial de 1939-1945 y de su consideración judicial posterior, con esta conclusión: «La regresión no podía ser más completa».

[6] En 1923 una comisión internacional de juristas había aprobado en La Haya unas Reglas de la guerra aérea que definían claramente los objetivos militares y otros objetivos lícitos (fábricas de armamento, etc.) y excluían los ataques cuando no pudieran realizarse «sin implicar el bombardeo indiscriminado de la población civil», pero el resultado de su trabajo no llegó a convertirse en tratado internacional; sobre esas reglas puede verse David Cumin, Le droit de la guerre, vol. 2, Traité sur l’emploi de la force armée en droit international, París, L’Harmattan, 2015, pp. 1.120-1.128. Éric David, Principes de droit des conflits armés, 3ª. ed., Bruselas, Bruylant, 2002, pp. 341-343, argumenta la ilicitud fundamental del uso de las armas nucleares y aduce entre otras muchas cosas la sentencia de un tribunal de Tokio de 7 de diciembre de 1963; se trataba de una demanda de Ryuichi Shimoda y otros, víctimas directas o indirectas de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, contra el Estado japonés (http://www.internationalcrimesdatabase.org/Case/53/Shimoda-et-al/).

[7] Las unidades de medida para la fórmula son respectivamente ergios, gramos y centímetros por segundo; c = 3·1010 cm/s aproximadamente, y 1 ergio equivale a 1 g·cm2/s2 y a 624,15 gigaelectronvoltios (múltiplo de la unidad mencionada en el artículo de la nota siguiente).

[8] «Letters to the Editor. Disintegration of Uranium by Neutrons: a New Type of Nuclear Reaction», Nature, 143 (11 de febrero de 1939), pp. 239-240. Texto en https://www.atomicarchive.com/resources/documents/beginnings/nature_meitner.html. Incluso antes de que se publicara, el 25 de enero Leo Szilard comentaba el contenido en carta a Lewis Strauss: Leo Szilard: His Version of the Facts. Selected recollections and correspondence, ed. de Spencer R. Weart y Gertrud Weiss Szilard, Cambridge, Mass., The MIT Press, 1978, p. 62; Szilard, quien ya en 1934 había estudiado las reacciones en cadena por la emisión de neutrones, las relacionó de inmediato con el nuevo descubrimiento.

[9] Mark Walker, German National Socialism and the quest for nuclear power 1939-1949, Cambridge University Press, 1989, p. 19.

[10] Publicado en Margaret Gowing, Britain and Atomic Energy 1939-1945, Londres, Macmillan, 1965 (1a. edición de 1964), pp. 389-393. En internet, por ejemplo, https://www.atomicarchive.com/resources/documents/beginnings/frisch-peierls-2.html.

[11] El informe Maud tenía dos partes, una sobre la bomba y otro sobre el uso del átomo para producir energía; texto completo en Gowing, Britain and Atomic Energy […], pp. 394-436.

[12] Albert Einstein, Escritos sobre la paz, edición de Otto Nathan y Heinz Norden, trad. de Jordi Solé Tura, Barcelona, Península, 1967, p. 99.

[13] Hubo épocas en que se veían casi diariamente. Juntos desarrollaron y patentaron un procedimiento innovador para hacer circular el refrigerante de las neveras: William Lanouette y Bela Silard, Genius in the Shadows: A Biography of Leo Szilard, the Man Behind the Bomb, University of Chicago Press, 1992, pp. 81-87.

[14] Digitalización de la carta en http://www.fdrlibrary.marist.edu/_resources/images/sign/fdr_24.pdf. Relato sobre su gestación y traducción castellana del texto, las versiones previas y la respuesta de Roosevelt en Albert Einstein, Escritos sobre la paz […], pp. 99-106. Se trataba también, como se explica allí, p. 100, de que Estados Unidos se hiciese con el uranio que se obtenía en aquel momento en las minas del Congo belga, evitando que pudiera ser adquirido por los alemanes. Relato de Szilard, con transcripción de los originales alemanes de su correspondencia con Einstein en torno a aquella gestión y traducciones inglesas, en Leo Szilard: His Version […], pp. 81-100. Indicación errónea sobre la autoría de la carta en Leslie R. Groves, Now It Can Be Told. The story of the Manhattan project, Londres, Andre Deutsch, 1963, p. 7.

[15] Numerosos documentos clave digitalizados en William Burr, ed. https://nsarchive.gwu.edu/briefing-book/nuclear-vault/2020-08-04/atomic-bomb-end-world-war-ii.

[16] Vince Houghton, The Nuclear Spies. America’s Atomic Intelligence Operation against Hitler and Stalin, Ithaca, Cornell University Press, 2019, p. 101.

[17] Leslie R. Groves, Now It Can Be Told […], p. 249.

[18] Groves, Now It Can Be Told […], p. 234. En p. 240 se lee: «our principal concern at this point was to keep information and atomic scientists from falling into the hands of the Russians». En su conjunto, el relato de Groves muestra que, más allá de la literalidad de esa frase, las instalaciones y el mineral de uranio fueron igual de importantes que la información. Groves expresa también abiertamente su desconfianza respecto a los proyectos franceses y al más distinguido físico nuclear del país, Frédéric Joliot-Curie.

[19] Explica la operación Groves, Now It Can Be Told […], pp. 236-239.

[20] Groves, Now It Can Be Told […], pp. 230-231. Documentación digitalizada de los antecedentes del ataque en https://www.marshallfoundation.org/library/wp-content/uploads/sites/16/2015/06/xerox1482-70.pdf. Referencia a otros datos de la fábrica procedentes de París y Bruselas en Zbynek Zeman y Rainer Karlsch, Uranium Matters: Central European Uranium in International Politics, 1900-1960, Budapest, Cenral European University Press, 2008, p. 19. Mencionan los hechos Walker 1989, p. 156, y Holloway 1994, p. 111.

[21] De ese grupo de víctimas, las veintinueve mujeres francesas son las únicas identificadas, con ayuda de los libros de defunciones del campo que se han conservado; los datos son incompletos, debido a la destrucción deliberada de documentación por parte de la SS (archivo del memorial del campo de concentración de Sachsenhausen, comunicación por correo electrónico, 27/8/2020).

[22] Monika Knop, «Jüdische Häftlinge in den Außenlagern 1944 bis 1945», en Günter Morsch y Susanne zur Nieden, eds., Jüdische Häftlinge im Konzentrationslager Sachsenhausen 1936 bis 1945, Berlín, Stiftung Brandenburgische Gedenkstätten-Edition Hentrich, 2004, pp. 249-250, y de la misma autora «Oranienburg (Auer)», en Wolfgang Benz y Barbara Distel, eds., Der Ort des Terrors. 3. Sachsenhausen. Buchenwald, Munich, C. H. Beck, 2005, pp. 241-244. Otros datos en Oranienburg Stadtgeschichte, exposición al cuidado de Herbert Schirmer, 2016, «1944-1945. Bomben auf Oranienburg», https://www.oranienburg-erleben.de/fileadmin/or/pdf/OR_800_Ausstellung/OR_800_Open-Air-Ausstellung_Tafel_24_web.pdf, y Sachsenhausen Projekte, Bildungsprojekte in der Gedenkstätte und Museum Sachsenhausen, «Auer-Werke», 1/6/2018, http://www.sachsenhausen-projekte.de/auer-werke/ .

[23] Informe de la misión de bombardeo en USAAF Chronology: Combat Cronology of the US Army Air Forces. March 1945, http://paul.rutgers.edu/~mcgrew/wwii/usaf/html/Mar.45.html, «Mission 889»; cayeron 8 B-17 y un P-51 de escolta y 66 tripulantes faltaron al final de la misión. Nombres de los 32 muertos norteamericanos y de uno de los pilotos que saltaron en paracaídas y se salvaron en «Gedenken: 75 Jahre nach der Bombardierung Oranienburgs am 15. März 1945», https://www.youtube.com/watch?v=y3H9Fjio90s&t=1236s . Estudian también el bombardeo Werner Schüttmann y Helmut Schnatz, «Ein erster Schritt zum Kalten Krieg? Der amerikanische Luftangriff auf Oranienburg am 15.3.45», en Der Anschnitt, 50/2-3 (1998), pp. 70-75, con documentación de la Air Force Historical Research Agency y de los National Archives in College Park, Maryland.

[24] Werner Heisenberg, «Über die Arbeiten zur technischen Ausnutzung der Atomkernenergie in Deutschland», Die Naturwissenschaften, 33 (1946), pp. 325-329. Sobre el «sabotaje», entrevista con Edward Teller, 19 de abril de 1995, en Michael Schaaf, Heisenberg, Hitler und die Bombe. Gespräche mit Zeitzeugen, Diepholz, GNT-Verlag, 2018, p. 182.

[25] Walker, German National Socialism […], pp. 102 y 132-134. Muy crítico también con los intentos de Heisenberg y Carl-Friedrich von Weizsäcker en la posguerra de presentar su actividad durante el nazismo como inspirada por una postura hostil hacia aquel régimen, Paul Lawrence Rose, Heisenberg and the Nazi Atomic Bomb Project, 1939-1945: A Study in German Culture, Berkeley, University of California Press, 1998.

[26] Jeremy Bernstein, ed., Hitler’s Uranium Club. The Secret Recordings at Farm Hall, 2a. ed., introducción de David Cassidy y notas de Jeremy Bernstein, Nueva York, Springer Science & Business Media, 2001, pp. 114 y siguientes.

[27] «Memorandum discussed with the President. April 25, 1945», sin firma, facsímil digital, https://nsarchive2.gwu.edu/NSAEBB/NSAEBB162/3b.pdf

[28] «Dictate our own terms at the end of the war», cita de Harry S. Truman, Memoirs of Harry S. Truman, I, Year of decisions, Garden City, NY, Doubleday, 1955, p. 87, tomada de Gar Alperovitz, The Decision to Use the Atomic Bomb, Londres, HarperCollins, 1995, p. 134.

[29] Tetsuo Maeda, «Strategic bombing of Chongqing […]», ya citado, p. 136.

[30] Charles S. Nichols, Jr., y Henry I. Shaw, Jr., Okinawa. Victory in the Pacific, Washington, D.C., U.S. Government Printing Office, 1955, pp. 252 y 258-260. Sobre la percepción de que desde abril se veía llegar el final, Michihiko Hachiya, Journal d’Hiroshima, trad. de Simon Duran, París, Tallandier, 2011, p. 113: «L’armée avait commencé à perdre la guerre en avril. De nombreux soldats n’avaient plus d’armes et étaient démoralisés». El doctor Hachiya era todo menos un derrotista.

[31] Robert P. Newman, «Hiroshima and the Trashing of Henry Stimson», Robert James Maddox, ed., Hiroshima in History,The Myths of Revisionism, Columbia, Miss., University of Missouri Press, 2007, p. 164.

[32] Sobre la decisión de Byrnes y sus motivos Barton J. Bernstein, «Roosevelt, Truman, and the Atomic Bomb, 1941-1945», Political Science en Yuki Tanaka y Marilyn B. Young, eds., Bombing Civilians Quarterly, 90/1 (1975), p. 56.

[33] Sobre aquella exclusión puede verse Tsuyoshi Hasegawa, «Were the Atomic Bombings of Hiroshima and Nagasaki Justified?», […], ya citado, p. 109.

[34] Truman afirmaría en sus memorias, publicadas en 1955, que a su información sobre la bomba Stalin había constestado «that he was glad to hear it and hoped we would make ‘good use of it against the Japanese’ «; en las notas de las entrevistas que sirvieron a sus ayudantes para redactar el texto no figura esa respuesta, y el texto final, aunque validado por Truman, no parece coherente con ellas (Alperovitz, The Decision […], pp. 386-387, donde cita además otras versiones de la conversación, y 540-542 sobre la elaboración de las memorias de Truman). Interesante también la versión de Anthony Eden, ministro de exteriores británico, no mencionada por Alperovitz: «On the question of when Stalin was to be told, it was agreed that President Truman should do this after the conclusion of one of our meetings. He did so on July 24th, so briefly that Mr. Churchill and I, who were covertly watching, had some doubts whether Stalin had taken it in. His response was a nod of the head and a brief ‘thank you.’ No comment» (The Reckoning: The Memoirs of Anthony Eden, Earl of Avon, Boston, Houghton Mifflin, 1965, p. 635).

Sobre el hecho de que el presidente norteamericano sabía por sus servicios de contraespionaje que la Unión Soviética recibía información sobre el proyecto Manhattan, Campbell Craig, «The Atom Bomb as Policy Maker. FDR and the Road Not Taken», en Michael D. Gordin y G. John Ikenberry, eds., The Age of Hiroshima, Princeton University Press, 2020, p. 29, y Bernstein, «Roosevelt […]», p. 30. Alusiones generales, sin fechas concretas, en Robert Louis Benson, The Venona Story, Center for Cryptologic History, National Security Agency, [2001], publicación electrónica, https://www.nsa.gov/Portals/70/documents/about/cryptologic-heritage/historical-figures-publications/publications/coldwar/venona_story.pdf (30/7/2020).

[35] «Begin Directive: ‘To General Carl Spaatz, CG, USASTAF […] Signed Handy’ End Directive», facsímil digital en https://nsarchive2.gwu.edu/NSAEBB/NSAEBB162/41c.pdf digitalización del documento de la orden. Sobre el comunicado revisado por Truman Robert Jay Lifton y Greg Mitchell, Hiroshima in America. Fifty Years of Denial, Nueva York, G. P. Putnam’s Sons, 1995, pp. 3-4.

[36] John McCloy, «Memorandum of Conversation with General Marshall. May 29, 1945-11:45 a.m.», facsímil digital, https://nsarchive2.gwu.edu/NSAEBB/NSAEBB162/11.pdf

[37] Ralph A. Bard, «Memorandum on the Use of S-1 Bomb», facsímil digital, https://nsarchive2.gwu.edu//NSAEBB/NSAEBB162/23.pdf

[38] El espía más conocido y el que al parecer transmitió la información más valiosa fue Klaus Fuchs, comunista alemán hijo de un teólogo protestante. Se exilió en el Reino Unido, trabajó en Oak Ridge y Los Álamos enviado por aquel país y, de vuelta allí, en 1950, sus actividades de espionaje se descubrieron y fue procesado y condenado; indultado al cabo de nueve años, se trasladó a la RDA. Transmitió asimismo información importante Theodore A. Hall, antiguo estudiante de Harvard contratado también para Los Álamos, que no fue procesado y pudo seguir trabajando hasta su jubilación en el campo de la biofísica, primero en Estados Unidos y luego en el Reino Unido. Se acusó y condenó igualmente a prisión a David Greenglass, hermano de Ethel Rosenberg, quien con su confesión facilitó la condena a muerte de ésta, junto con su marido Julius Rosenberg. Recientemente se ha afirmado que había además un cuarto espía, Oscar Seborer, quien al parecer acabó emigrando a la Unión Soviética (Harvey Klehr y John Earl Haynes, «On the Trail of a Fourth Soviet Spy at Los Alamos», Studies in Intelligence, 63/3 (September 2019), https://www.cia.gov/library/center-for-the-study-of-intelligence/csi-publications/csi-studies/studies/vol-63-no-3/pdfs/Fourth-Soviet-Spy-LosAlamos.pdf, y Alan Brady Carr, «Oscar Seborer: Father of the Soviet Atomic Bomb?», https://permalink.lanl.gov/object/tr?what=info:lanl-repo/lareport/LA-UR-…).

[39] Martin J. Sherwin, A World Destroyed. Hiroshima and the Origins of the Arms Race, reed., Nueva York, Random House, 1987, pp. 106-107 y 109.

[40] «Memorandum on ‘Political and Social Problems’ from Members of the ‘Metallurgical Laboratory’ of the University of Chicago», facsímil digital, https://nsarchive2.gwu.edu/NSAEBB/NSAEBB162/16.pdf. El informe fue redactado por Eugene Rabinowitch, pero según explicó este posteriormente sus «orientaciones fundamentales» se debieron principalmente a Franck y Szilard (Lanouette, Genius in the Shadows […], p. 275). 

[41] Memorándum citado en la nota anterior, p. 10: «the way in which the nuclear weapons, now secretly developed in this country, will first be revealed to the world appears of great, perhaps fateful importance».

[42] Compton, Arthur. H., Ernst O. Lawrence, J. Robert Oppenheimer y Enrico Fermi, «Recommendations on the immediate use of nuclear weapons. June 16, 1945», transcripción en https://www.atomicarchive.com/resources/documents/manhattan-project/interim-committee.html

[43] En un curioso texto de ficción, «My Trial as a War Criminal», University of Chicago Law Review, vol. 17, n.º 1 (1949), pp. 79-86 (https://chicagounbound.uchicago.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=2592&context=uclrev), Szilard reconocía su culpa por haber aceptado aquel procedimiento para presentar su petición, condenándola a la ineficacia.

[44] William Lanouette, «Three Attempts to Stop the Bomb», en Lanouette y Silard, Genius in the Shadows […], pp. 266-287, recogido en Kai Bird y Lawrence Lifschultz, eds., Hiroshima’s Shadow, 1998, pp. 99-118; texto de la petición también ahí en pp. 109-110 y, con las listas de firmantes, en pp. 552-556.

[45] Sobre el número de víctimas Shampa Biswas, «Nuclear Harms and Global Disarmament», The Age of Hiroshima, ya citado, p. 267, y sobre todo Soichi Iijima, Seiji Imahori y Kanesaburo Gushima, eds., Hiroshima and Nagasaki. The Physical, Medical, and Social Effects of the Atomic Bombings, trad. de Eisei Ishikawa y David L. Swain, Nueva York, Basic Books, 1981, pp. 113-114, 364 y 457. En Hiroshima se calcula que más del 90% de los muertos fueron civiles (Alex Wellerstein, «The Kyoto Misconception. What Truman knew, and didn’t know, about Hiroshima», The Age of Hiroshima, p. 34) y en Nagasaki había aún menos militares.

[46] War’s Ending. Atomic Bomb and Soviet Entry Bring Jap Surrender Offer», Life, 20/8/1945, p. 25. https://books.google.be/books?id=hkgEAAAAMBAJ&printsec=frontcover&dq=life+magazine+august+20+1945

[47] Henry DeWolf Smyth, Atomic Energy for Military Purposes. The Official Report on the Development of the Atomic Bomb under the Auspices of the United States Government, 1940-1945, Princeton University Press, 1945. Groves afirma (Now It Can Be Told […], ya citado, p. 351), que antes incluso del 6 de agosto se habían impreso en los talleres del Pentágono mil ejemplares del informe. Luego hubo numerosas ediciones y reimpresiones. Digitalización en https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=mdp.39015035988255&view=1up&seq=6

[48] «Vatican Deplores Atom Bomb; Paper Also Opposes Its Use», New York Times, 8/8/1945, pp. 1 y 6, noticia basada en un despacho de Associated Press recogido por muchos periódicos, entre ellos Combat, 8 de agosto de 1945, p. 1; desmentido papal posterior: «No Vatican Stand Is Taken on Bomb», New York Times, 9/8/1945, p. 9.

[49] Albert Camus, «Le monde est ce qu’il est, c’est à dire peu de chose», Combat, 8 de agosto de 1945, p. 1 (https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k47488670.item), recogido en Oeuvres complètes, II, 1944-1948, París, Gallimard (Pléiade), 2006, pp. 409-410; en esa misma edición, p. 1.268, se da noticia de otros artículos críticos, por ejemplo de François Mauriac.

[50] New York Times, 20/8/1945, p. 21. «Horror and Shame», The Commonweal, XLII, n.º 19 (24/8/1945), pp. 443-444. https://www.commonwealmagazine.org/sites/default/files/wordpress/blog/wp-content/uploads/2010/08/082445-editorial.pdf.

[51] «There is little point in attempting more precisely to impute Japan’s unconditional surrender to any one of the numerous causes which jointly and cumulatively were responsible for Japan’s disaster. […] Based on a detailed investigation of all the facts and supported by the testimony of the surviving Japanese leaders involved, it is the Survey’s opinion that certainly prior to 31 December 1945, and in all probability prior to 1 November 1945, Japan would have surrendered even if the atomic bombs had not been dropped, even if Russia had not entered the war, and even if no invasion had been planned or contemplated», The United States Strategic Bombing Survey, Chairman’s Office, Japan’s Struggle to End the War, 1 July 1946, p. 13, https://digicom.bpl.lib.me.us/cgi/viewcontent.cgi?article=1023&context=books_pubs.

[52] The United States Strategic Bombing Survey, Chairman’s Office, The Effects of the Atomic Bombs on Hiroshima and Nagasaki, 30 June 1946, Washington, Government Printing Office, 1946, p. 23, (https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=mdp.39015046439926&view=1up&seq=33).

[53] «It is our opinion that Japan would have surrendered prior to 1 November in any case; the atomic bomb merely accelerated the date at which Japan surrendered», citado en Patrick M. S. Blackett, Military and Political Consequences of Atomic Energy, Londres, Turnstile Press, 1948, p. 122, n. 2; sobre la fecha de la sesión del comité senatorial Nuclear Regulatory Legislation Through the Ninety-Sixth Congress, Second Session, August 1981, pp. 330-331.

[54] «Einstein Deplores Use of Atom Bomb», New York Times, 19/8/1946, p. 1: «I suspect that the affair was precipitated by a desire to end the war in the Pacific by any means before Russia’s participation. If President Roosevelt had still been there, none of that would have been possible. He would have forbidden such an act». Respecto a la intervención rusa, en Potsdam Truman no planteó ningún obstáculo, pero los debates anteriores entre los jefes militares y el secretario de Estado Byrnes muestran que la idea de Einstein no estaba desencaminada (Bernstein, «Roosevelt […]», pp. 42-46).

[55] https://www.newyorker.com/magazine/1946/08/31/hiroshima

[56] John Hersey, Hiroshima, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1946. Sobre el efecto de la obra Michael J. Yavenditti, «John Hersey and the American Conscience», en Pacific Historical Review, 43/1 (1974), reeditado en Bird y Lifschutz, eds., Hiroshima’s Shadow, ya citado, pp. 288-302, y sobre los límites de la crítica de Hersey, Mary McCarthy, «The ‘Hiroshima’ New Yorker«, publicado en Politics en noviembre de 1946 y recogido en el mismo volumen de Bird y Lifschutz, pp. 303-304.

[57] Transcripción en https://www.asianstudies.org/publications/eaa/archives/the-harpers-magazine-article-from-1947-the-decision-to-use-the-atomic-bomb-by-henry-stimson-to-accompany-peter-frosts-article-teaching-mr-stimson/. Sobre la elaboración y la autoría del artículo Alperovitz, The decision…, pp. 445-457.

[58] Barton J. Bernstein, «A Post-War Myth: 500,000 U.S. Lives Saved», Bulletin of the Atomic Scientists, 42, n.º 6 (junio-julio de 1986), pp. 38-40; versión revisada en Kai Bird y Kawrence Lifschultz, eds., Hiroshima’s Shadow, ya citado, pp. 130-134.

[59] «We’ve been dropping warning leaflets on them for ten days now. That’s ten days more warning than they gave us at Pearl Harbor». La escena de Potsdam fue añadida después del visionado de una versión provisional de la película en Washington, para atender a objeciones del propio «Charlie», Charles Ross, y algún otro de los espectadores invitados, que criticaban la imagen que transmitía la versión inicial sobre el modo como se había tomado la decisión del bombardeo; lo explica detalladamente Greg Mitchell, The Beginning or the End. How Hollywood – and America – Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, Nueva York, The New Press, 2020, pp. 186-192 y 200-201.

[60] Michihiko Hachiya, Journal d’Hiroshima […], menciona por ejemplo repetidamente el rumor de que la radiactividad haría inhabitable el territorio de la ciudad durante setenta y cinco años.

[61] Lifton y Mitchell, Hiroshima in America […], pp. 42-46, 53-55.

[62] United States Senate. Seventy-Ninth Congress, […] Hearings before the Special Committee on Atomic Energy. Part 1. November 27,28,29 and 30, 1945. December 3, 1945, Washington, United States Government Printing Office, 1945, p. 37: «without undue suffering. In fact, they say it is a very pleasant way to die». https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=mdp.39015030607827.

[63] «A serious military problem», en Now It Can Be Told […], ya citado, pp. 199-206.

[64] «First Pictures – Atom Blasts through Eyes of Victims», portada, «When Atom Bomb Struck—Uncensored», Life, 29/9/1952, p. 19. https://books.google.be/books?id=VVYEAAAAMBAJ&printsec=frontcover&dq=life+29.+Sept.+1952.

[65] John O’Brian, «The Nuclear Family of Man», The Asia-Pacific Journal | Japan Focus, vol. 6/7 (2/7/2008), pp. 1-15, https://apjjf.org/-John-O-Brian/2816/article.pdf.

[66] Patrick M. S. Blackett, Military and Political Consequences […], cit, p. 127: «the dropping of the atomic bombs was not so much the last military act of the second world war, as the first act of the cold diplomatic war with Russia now in progress».

[67] Leo Szillard, «A Personal History of the Atomic Bomb», University of Chicago Roundtable , 601 (25/9/1949, pp. 14-15, reproducido en https://books.google.be/books?id=p4v1U1ZxgqAC&pg=SL1-PA6182&lpg=SL1-PA6182. Relato más extenso de la entrevista y cómo la obtuvo en Leo Szilard: His Version […], pp. 181-185.

[68] Joseph Rotblat, «Leaving the Bomb Project», Bulletin of the Atomic Scientists, vol. 41, n.º 7, August 1985, pp. 16-19 (la cita es de p. 12: «Of course, the real purpose in making the bomb was to subdue the Soviets. (Whatever his exact words, his real meaning was clear.) Although I had no illusions about the Stalin regime — after all, it was his pact with Hitler that had enabled the latter to invade Poland — I felt deeply the sense of betrayal of an ally». Texto recogido también en Maxwell Bruce y Tom Milne, eds., Ending the War. The Force of Reason. Essays in Honour of Joseph Rotblat, Londres, MacMillan Press, 1999, pp. 9-16.

[69] In the Matter of J. Robert Oppenheimer. Transcript of Hearing before Personnel Security Board. Washington, D. C. April 12, 1954, through May 6, 1954, Washington, United States Government Printing Office, 1954, p. 173: «There was never from about two weeks from the time I took charge of this Project any illusion on my part but that Russia was our enemy and that the Project was conducted on that basis. I didn’t go along with the attitude of the country as a whole that Russia was a gallant ally. I always had suspicions and the project was conducted on that basis. Of course, that was so reported to the President.» https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=mdp.39015001322778&view=1up&seq=11

[70] Dwight D. Eisenhower, Mandate for Change, 1953-1956, Garden City, NY, Doubleday, 1963, pp. 312-313 («I voiced to him my grave misgivings, first on the basis of my belief that Japan was already defeated and that dropping the bomb was completely unnecessary, and secondly because I thought that our country should avoid shocking world opinion by the use of a weapon whose employment was, I thought, no longer mandatory as a measure to save American lives. It was my belief that Japan was, at that very moment, seeking some way to surrender with a minim loss of ‘face'»), cit. en Alperovitz, The Decision […], p. 355. Coincidían de un modo u otro con la opinión de Eisenhower muchos otros militares con mando en las operaciones bélicas o con cargos político-militares, empezando por el general Douglas MacArthur, comandante de las fuerzas aliadas en el Pacífico, que no fue consultado sobre la decisión de los bombardeos atómicos y fue informado cuando eran ya inminentes. Entre los que expresaron convicciones críticas puede mencionarse a William D. Leahy, que presidió el Estado Mayor conjunto, James Forrestal, Chester Nimitz y el ya mencionado Ralph Bard, de la armada, y Henry Arnold y Curtis Lemay, de la fuerza aérea.

[71] Ya citado: Gar Alperovitz, The Decision to Use the Atomic Bomb, Londres, HarperCollins, 1995.

[72] Sobre los seis millones Tony Snow, «Sanitizing the Flight of the Enola Gay», USA Today, 1/8/1994, mencionado en Lifton y Mitchell, Hiroshima in America […], cit., p. 286. Sobre la exposición, esa misma obra, pp. 264-297, y especialmente Susan Neiman, “Forgetting Hiroshima, Remembering Auschwitz: Tales of Two Exhibits”, Thesis Eleven, 129 (2015), pp. 7-26.

[73] Antony Beevor, The Second World War, Londres, Phoenix Paperbacks ebook, 2014, señala que, aparte de la finalidad de terminar la guerra, «Other considerations, most notably the temptation of demonstrating US power to a Soviet Union then ruthlessly imposing its will in central Europe, played an influential, although not decisive, part.» El mismo pasaje en la edición francesa del libro, La seconde Guerre Mondiale, trad. de Raymond Clarinard, París, France Loisirs, 2012, p. 937. Hay traducción española, La Segunda Guerra Mundial, trad. de Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda, Barcelona, Pasado y Presente, 2014.

[74] Valga como ejemplo el episodio Hiroshima, de la BBC History of World War II, guión y dirección de Paul Wilmshurst, 2005, redifundido el 2 de agosto de 2020 en versión alemana por la cadena de televisión pública ZDF.

[75] Campbell Craig, «The Atom Bomb as Policy Maker […]», 2020, pp. 19-33.

[76] Racing the Enemy. Stalin, Truman, and the Surrender of Japan, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 2005, especialment pp. 5 y 295-296. Igualmente «The Atomic Bombs and the Soviet Invasion: What Drove Japan’s Decision to Surrender?», The Asia-Pacific Journal, 5, n.º 8 (1/8/2007), pp. 1-31. https://apjjf.org/-tsuyoshi-hasegawa/2501/article.html, y «Were the Atomic Bombings of Hiroshima and Nagasaki Justified?», 2009, ya citado.

[77] The Bomb (The Untold History of the United States. 3) 1997, documental dirigido por Oliver Stone, 58′ (https://watchdocumentaries.com/the-untold-history-of-the-united-states/?video_index=2). Oliver Stone y Peter Kuznick, La historia silenciada de Estados Unidos, trad. de Amadeo Diéguez Rodríguez, La Esfera de los Libros, 2015. Otro documental moderadamente crítico, de 1995, se debe a un célebre presentador televisivo norteamericano-canadiense, Peter Jennings: Hiroshima. Why the Bomb was Dropped, 69′ (https://www.youtube.com/watch?v=9-WnLNLe3sk).

[78] David Holloway, Stalin and the Bomb: The Soviet Union and Atomic Energy, 1939-1956, New Haven, Yale University Press, 1994, p. 129.

[79] No deben desdeñarse los esfuerzos que a lo largo de los años han permitido entre otras cosas reducir los ensayos nucleares, después de prohibirlos parcialmente en la atmósfera y en el mar (por un tratado de 1963), reducir también los arsenales atómicos (de las más de 60.000 cabezas nucleares que llegaron a acumular principalmente los Estados Unidos y la URSS hacia 1986 hasta las poco más de 13.000 actuales) y mejorar la comunicación para limitar los riesgos en situaciones de crisis, pero la competición y el gasto bélicos, con todo lo que significan para las relaciones internacionales, las economías, los recursos naturales y el medio ambiente en general, siguen su camino por diversas vías.

[80] Por lo que se refiere a los costes económicos, Lorah Steichen y Lindsay Koshgarian, No Warming, No War. How Militarism Fuels the Climate Crisis—and Vice Versa, National Priorities Project-Institute for Policy Studies, abril de 2020, https://ips-dc.org/wp-content/uploads/2020/04/No-Warming-No-War-Climate-Militarism-Primer.pdf, p. 26, indican por ejemplo que el 62% del gasto del ministerio de Energía de Estados Unidos en 2020 se destina al armamento nuclear.

Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-194/ensayo/hiroshima-y-nagasaki-la-guerra-mundial-y-la-guerra-fria