En el apuro por examinar las implicaciones teológicas de la asunción de Joseph Ratzinger como papa, la mayoría de los comentaristas ha pasado por alto un hecho tan importante como llamativo. El nuevo papa no es meramente el líder espiritual de una religión; es también un jefe de estado. Benedicto XVI encabezará al cuerpo gobernante […]
En el apuro por examinar las implicaciones teológicas de la asunción de Joseph Ratzinger como papa, la mayoría de los comentaristas ha pasado por alto un hecho tan importante como llamativo. El nuevo papa no es meramente el líder espiritual de una religión; es también un jefe de estado. Benedicto XVI encabezará al cuerpo gobernante de la Iglesia -conocido como la Santa Sede-, que reclama para sí el estatus de estado soberano. En este rol, el nuevo papa ejercerá influencia sobre temas de importancia global. Sus antecesores de la era moderna han firmado tratados internacionales, tales como la Convención sobre los Derechos del Niño y la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial. La Santa Sede también ha participado en conferencias mundiales y ha desempeñado un rol político clave en las Naciones Unidas. Durante años, ha participado tras bambalinas en las negociaciones internacionales acerca de una gama sorprendentemente amplia de temas, entre ellos el desarrollo de la Corte Penal Internacional.
Que la Santa Sede sea tratada como un estado en el sistema internacional es un hecho que sorprende a muchos. Pero es también sumamente problemático, por varias razones. Por una parte, la Iglesia no es verdaderamente una nación soberana, y permitirle asumir dicho rol en el escenario internacional es una burla contra la definición de «estado». Más importante aún, el rol de la Iglesia como estado le confiere una influencia política mayor de la que tendría bajo otras circunstancias, lo que le otorga un poder político desmesurado a una sola religión. Y esto es particularmente preocupante ahora que un papa conservador ha sido sucedido por otro aún más conservador.
¿Cómo llegamos a esta situación? El concepto de estado soberano se desarrolló por primera vez en Europa, y la Iglesia fue tratada durante largo tiempo como un cuasi-estado por otros poderes occidentales. De hecho, los Estados Papales existieron durante siglos al interior de Italia. En su apogeo, durante el siglo XVIII, los Estados Papales comprendían la mayor parte de Italia central e incluso partes de lo que ahora es el sur de Francia. Pero las posesiones territoriales se perdieron en varias guerras y rebeliones, y para fines del siglo XIX el Vaticano estaba esencialmente carente de territorio. Luego, a fines de la década de 1920, la Ciudad del Vaticano fue separada de Roma a través de un tratado con Italia. Pese a la oposición de muchos sectores, entre ellos algunos conservadores como el Senador Jesse Helms, Estados Unidos inició relaciones diplomáticas formales con el Vaticano durante la administración Reagan. Hoy en día, casi todos los países tienen lazos diplomáticos con el Vaticano.
El estatus de la Iglesia como una nación soberana persiste pese al hecho de que la Santa Sede carece virtualmente de todas las características legales propias de un estado. Es cierto que el Vaticano administra un servicio de correos de gran popularidad e incluso acuña su propia moneda. Pero el derecho internacional exige que los estados tengan cuatro atributos: territorio, una población permanente, un gobierno en funciones y la capacidad para establecer relaciones internacionales. El último requisito depende en gran medida de los anteriores: que un estado pueda establecer relaciones internacionales se determina generalmente a partir de que otros estados lo traten como tal.
En el caso del Vaticano, existe algo de territorio. Pero cualquier visitante podrá notar que el «estado» de la ciudad del Vaticano está ubicado en medio de Roma y es bastante compacto; de hecho, su tamaño equivale a poco más de la mitad del Mall de Washington, D.C. Depende de Italia para sus servicios de agua, policía y bomberos y existe sólo para contener una pequeña cantidad de oficinas y edificios religiosos.
Decir que el Vaticano posee una población permanente es aún más difícil. La mayoría de los residentes de la ciudad del Vaticano son miembros de la jerarquía de la Iglesia, que está conformada exclusivamente por varones. Su número es inferior al contingente de estudiantes que tienen muchas escuelas secundarias: unos 1.000 (el sentido común señala que la Santa Sede no puede pretender incluir entre su población a los mil millones de católicos de todo el mundo; ellos son seguidores religiosos voluntarios, no ciudadanos; además, ya son ciudadanos de estados como Polonia y Perú y, como tales, ya están representados en las Naciones Unidas). En resumen, la pretensión de conferirle al Vaticano la condición de estado subvierte el concepto mismo de «Naciones Unidas», la que, a fin de cuentas, se supone que está compuesta por naciones.
Otro problema con esta pretendida condición de estado puede parecer trivial, pero conlleva un poderoso simbolismo: el papa no es un líder democrático; él no es elegido por los ciudadanos de su país, ni tampoco por los demás católicos. Si el papa fuera sólo un líder religioso, esto no sería problema; después de todo, son pocos los líderes religiosos elegidos democráticamente. Pero, dado que el papa también afirma ser jefe de estado, debe ser juzgado como tal. Y las Naciones Unidas han señalado insistentemente que los líderes de estado de todo el mundo deben ser elegidos democráticamente.
Lo más problemático, sin embargo, es que la extravagante práctica de tratar a la Iglesia Católica Romana como un país tiene serias implicaciones políticas para la igualdad de las mujeres, los derechos de los homosexuales y la libertad reproductiva. Desde luego, la Santa Sede niega injustamente el acceso de las mujeres a los puestos clave de la Iglesia; pero el ficticio carácter de estado del Vaticano además le permite promover sus retrógrados valores de género en foros multilaterales. Por ejemplo, durante negociaciones para la primera conferencia de seguimiento a la Conferencia Internacional sobre Poblaciones y Desarrollo, la Santa Sede abogó por reemplazar la expresión «respeto de los derechos de las mujeres» por «respeto del estatus de las mujeres». También durante esta conferencia, la Santa Sede habló contra el uso de la anticoncepción de emergencia para mujeres que fueron violadas por fuerzas serbias en Kosovo y logró bloquear toda mención de esta importante medida en el documento final de la conferencia. Al ratificar la convención por los derechos del niño, la Santa Sede señaló que la convención debería «salvaguardar los derechos del niño antes y después del nacimiento». Y, durante negociaciones sobre la Corte Penal Internacional, la Santa Sede presionó para excluir los «embarazos forzados» -la práctica de la limpieza étnica a través de la violación- de la lista de crímenes de guerra.
Todo lo que sabemos acerca del papa Benedicto XVI sugiere que es probable que sea políticamente más agresivo que su antecesor. El acceso especial que disfruta el Vaticano dentro del sistema de la ONU le permitirá usar su peso diplomático en contra de iniciativas para ampliar el acceso a los anticonceptivos, proteger los derechos de las mujeres y combatir la discriminación contra hombres y mujeres homosexuales. Y este acceso especial no se usa con moderación. Los delegados de la Santa Sede ya hablan ante la Asamblea General de la ONU o uno de sus componentes más o menos una docena de veces al año. El Vaticano participa en la Organización Mundial de la Salud, la UNESCO, la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual y la Conferencia de la ONU sobre Comercio y Desarrollo. En el 2004, se le otorgó a la Santa Sede una ampliación de sus privilegios en la ONU que le permitirá un acceso aún mayor, una medida que llamó poco la atención y tampoco despertó protestas. Aunque todavía no pueden votar, los delegados del Vaticano en la ONU ahora pueden hablar ante la Asamblea General sin permiso; también pueden presentar mociones de orden y co-patrocinar borradores de resoluciones incumbentes al Vaticano.
No parece muy sabio otorgarle un acceso tan grande a la elaboración de políticas en la ONU a un cuerpo religioso que no tiene que vérselas con los problemas prácticos que debe enfrentar un estado. Después de todo, es mucho más fácil ponerle barreras al uso del condón cuando el trabajo de combatir el azote del SIDA en la vida real le corresponde a otros.
Incluso el papa Juan Pablo II reconocía lo absurdo de la pretensión del Vaticano. Cuando Vladimir Putin visitó la Ciudad del Vaticano algunos años atrás, ofreció invitar al papa a Rusia para una visita de estado formal. Los líderes de la Iglesia Ortodoxa Rusa se opusieron a la visita del pontífice, al considerarla una intrusión de Roma en su territorio. Putin propuso una solución. Según cuenta Putin, él le dijo al papa: «Estoy dispuesto a invitarlo en su calidad de jefe de estado. Yo, como jefe de estado, lo invito a usted como jefe de estado». El papa respondió: «Mire por la ventana. ¿Qué clase de estado tengo aquí? Usted puede ver todo mi estado justo desde esta ventana». Ojalá el resto del mundo pensara lo mismo.-
Kal Raustaliala es profesor de derecho (UCLA) y Lara Stemple es abogada de derechos humanos
Publicado originalmente en inglés por The New Republic, 29 de abril de 2005
http://www.tnr.com/doc.mhtml?i=w050425&s=raustialastemple042905
Traducido por Felipe Elgueta Frontier, http://www.puertachile.cl