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Juan Pablo II

Fuentes: Rebelión

El manejo casi excesivo de los medios de comunicación ha sido una de las notas distintivas del pontificado de Juan Pablo II. Desde esta perspectiva se puede afirmar que este ha sido un papa «muy moderno», aunque se haya distinguido precisamente por ser un defensor a ultranza de las tradiciones más conservadoras de la Iglesia […]

El manejo casi excesivo de los medios de comunicación ha sido una de las notas distintivas del pontificado de Juan Pablo II. Desde esta perspectiva se puede afirmar que este ha sido un papa «muy moderno», aunque se haya distinguido precisamente por ser un defensor a ultranza de las tradiciones más conservadoras de la Iglesia Católica.

Desde el punto de vista de los intereses del catolicismo, tras más de un cuarto de siglo de reinado, el máximo jerarca de la iglesia de Roma deja un balance en el cual se destacan sin duda alguna su fuerte personalidad, su tenacidad y un convencimiento a salvo de toda duda, al tiempo que no es posible ocultar que los logros reales resultan magros y que a su sucesor le espera una dura tarea.

En el campo estrictamente religioso, el vaticano ha fracasado en su empeño por evangelizar nuevamente a Europa. Todos los estudios realizados indican que los europeos son hoy mucho más laicos que cuando Juan Pablo II asumió la máxima jerarquía de la Iglesia. El laicismo es muy fuerte en las instituciones, inclusive de aquellos países de catolicismo arraigado como España, Portugal o Italia. El Vaticano -y el Papa, personalmente- no han tenido éxito en la tarea de someter los «poderes terrenales» a la autoridad divina de la Iglesia que era lo que Juan Pablo II pretendió que Lech Walesa consignara en la constitución polaca como punto de arranque de un movimiento de recuperación que culminara en la misma Unión Europea. Una especie de vuelta al glorioso pasado en que Roma mandaba sobre los príncipes terrenales del Viejo Continente. Ni siquiera consiguieron que el texto de la Constitución europea recogiera al cristianismo como inspiración. Tras un cuarto de siglo de regencia de Juan Pablo II la naturaleza laica de las instituciones europeas no ha cambiado en absoluto.

Tampoco parece que se hayan conseguido muchos éxitos «recristianizando» la vida cotidiana de los católicos europeos. Estos se divorcian sin problemas, apenas asisten a los servicios religiosos, practican los sacramentos más como un ritual o una costumbre que como fruto de un convencimiento religioso consecuente. Los europeos planifican sus familias (los países más católicos de Europa son precisamente aquellos en que las tasas de natalidad son más bajas), cada vez son menos generosos en sus donaciones a la Iglesia y se muestran mucho más comprensivos con nuevas prácticas sociales como el matrimonio entre homosexuales, la eutanasia, la investigación con células madre y un largo etcétera de conductas que contradicen todas ellas y cada una las enseñanzas mas caras de la Iglesia actual enfatizadas con gran entusiasmo por este Papa. En síntesis, su mensaje moral apenas si ha calado en el alma de su feligresía.

Hasta votan por comunistas y socialistas, a pesar de que en muchos casos la Iglesia haya indicado directa o indirectamente que es más católico votar a la derecha.

El panorama no es muy diferente en América Latina o en los Estados Unidos. En el primero de los casos, la Iglesia aparece profundamente dividida entre renovadores y conservadores (tal como está dividida la misma sociedad entre pobre y ricos, partidarios del sistema y detractores del mismo). En el segundo caso, los católicos estadounidenses mantienen una fidelidad muy matizada a las duras prédicas de Roma (sobre el control natal, por ejemplo). En todo el continente americano, la Iglesia se ve cada vez más desplazada del alma de sus fieles por sectas protestantes, grupos animistas y prédicas exóticas que llenan el vacío que deja el mensaje vaticano.

Tampoco ha sido éste un pontificado exento de escándalos financieros o sexuales. A duras penas Juan Pablo II ha logrado acallar o resolver adecuadamente el manejo «poco católico» de fondos como ocurre en el caso oscuro y nunca aclarado del banquero vaticano Marzinkus, o el penosísimo asunto de la empresa Gescartera en España que compromete a comunidades religiosas en juegos especulativos en la bolsa de valores, o la denuncia del comportamiento poco ético de algunos sacerdotes con monjas en tierras de misión (y no precisamente como fruto de «manzanas podridas», como suele argumentarse) y los sonados escándalos de abuso de menores, de los cuales los más espectaculares han sido precisamente los ocurridos en Estados Unidos.

Ninguno de estos casos se cerró con una solución drástica que dejara satisfechos a los católicos y salvara al Vaticano de la sospecha de un comportamiento de cierta alcahuetería, irresponsabilidad y hasta conductas rayanas en la ilegalidad (no denunciar los abusos a menores y tratarlos como un «asunto interno», por ejemplo).

En lo que si actuó Juan Pablo II con enorme energía y prontitud fue en la persecución de los católicos partidarios de la Teología de la Liberación. Los casos son muchos y muy conocidos. Precisamente en estos días se conmemoran los 25 años del asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero a manos de los grupos paramilitares de El Salvador. Apenas si mereció una mención del Vaticano que tardó años en comenzar el proceso de beatificación de quien sus feligreses consideran ya un santo. Proceso que, por supuesto, guarda el sueño de los santos! En cambio, presto estuvo su Santidad en exigir a los religiosos católicos de Nicaragua su retirada del gobierno sandinista, y pública y ofensiva fue la reprimenda que Juan Pablo II dispensó al poeta y sacerdote Ernesto Cardenal cuando visitó Nicaragua, siendo éste ministro de cultura. Fue la escena penosa de la sumisión cristiana del poeta-sacerdote, vestido con enorme humildad y arrodillado frente a un Papa soberbio y humillante, engalanado como un príncipe.

Al mismo tiempo, los grupos de la ultraderecha y del fundamentalismo más militante en el catolicismo recibieron durante su pontificado todo el apoyo necesario y todo el poder posible. El Opus Dei, los Legionarios de Cristo Rey, Comunión y Liberación y otros grupos extremistas menos conocidos han conseguido una enorme cuota de poder dentro de la Iglesia Católica, entre otros motivos por su cercanía ideológica con Juan Pablo II y el decidido apoyo que este les prestó.

El Papa que suceda a Juan Pablo II tendrá seguramente que emprender una dura tarea para tratar de equilibrar tendencias dentro de la Iglesia si no quiere que los mensajes del Vaticano tengan cada vez menos eco. La sociedad va, definitivamente, por otros rumbos. Este fue uno de los grandes fracasos del Vaticano: no saber adaptar su lenguaje a las necesidades reales de los católicos en un mundo como el actual, ofreciendo solo fórmulas muy tradicionales, casi todas de imposible aplicación, destinadas entonces a satisfacer las ansias místicas de minorías exaltadas.

Políticamente, el papado de Juan Pablo II arroja luces y sombras.

Debe abonarse al haber de este Papa el haber insistido en la necesidad de reivindicar a la persona humana en su dignidad como tal. En algunas de sus muchas encíclicas existen condenas claras del capitalismo y del consumismo, del egoísmo y del hedonismo alienantes que caracterizan nuestra época. Juan Pablo II profundizó también el acercamiento que ya se había iniciado con Papas anteriores (especialmente Juan XXIII) hacia otras confesiones, contribuyendo a superar los odios religiosos hacia las otras creencias. Este Papa fue mucho más lejos que los anteriores en el reconocimiento de los derechos del pueblo Palestino y en el apoyo a su lucha, precisamente cuando más lo necesitaba. Juan Pablo II condenó sin paliativos la guerra ilegal contra Irak y visitó Cuba, rompiendo el bloqueo gringo. Al mismo tiempo, el Vaticano tiene no pocas responsabilidades en las luchas interétnicas de la antigua Yugoslavia: desde los púlpitos católicos en Croacia se incitó al odio nacionalista contra serbios y musulmanes. La Iglesia bendijo la lucha legítima de los ciudadanos croatas por conseguir su independencia de Serbia pero hizo poco a nada por impedir que la religión se convirtiera en elemento de separación y odio.

En Polonia, Juan Pablo II juega sin duda un papel destacado en la transición de la dependencia soviética a la emancipación nacional. Como ha sido tradicional allí, ser católico fue desde siempre una manera de resistir frente a los rusos (ortodoxos) y los alemanes (protestantes) en la reivindicación de la propia nacionalidad. Pero igual juzgará la historia al comunista Jaruzelski que permite esa transición e impide la intervención soviética. También se comportó con responsabilidad y patriotismo.

Internamente, la política de Juan Pablo II no pudo ser más conservadora y desacertada: represión de las corrientes de renovación, reforzamiento de los mecanismos que ahogan toda participación democrática de la feligresía, unas actitudes cercanas a la homofobia y -probablemente lo más vistoso y sangrante de este panorama- el tratamiento reaccionario de la mujer (cercano a la misoginia) a quien Juan Pablo II en su ética fundamentalista solo asigna un papel secundario, tradicional en extremo e injusto a todas luces en una sociedad como la actual, caracterizada precisamente por la emancipación que adelanta la mujer para superar su condición de ciudadana de segunda categoría. El «Totus Tuus» que le dedicó a la Virgen María no sirvió nunca para reconocer la igualdad plena de la mujer en la Iglesia.