La presidenta argentina Cristina Fernández señaló específicamente la necesidad de fomentar un mundo ‘más plural’, para lo cual es necesario ‘democratizar organismos políticos como la ONU’ y fundamentalmente el Consejo de Seguridad.
Robert Bruce Zoellick nació en el estado de Illinois hace 58 años, en una familia de raigambre germánica. En 2007, George W. Bush lo designó como presidente del Banco Mundial (BM), por eso del reparto de poderes que deviene en que el FMI debe quedar al mando de un europeo y el BM de un estadounidense. Como muchos en el ambiente financiero-político de los principales países desarrollados, Zoellick mostraba en su curriculum su paso por el banco de inversión Goldman Sachs, uno de los grandes protagonistas de la crisis económica que por ese mismo año comenzaba a despuntar en el horizonte.
El hombre, con una estampa a la que no le sentaría otra profesión que no fuera la de burócrata de algún organismo internacional, se graduó de especialista en Historia en uno de los más tradicionales institutos de Pennsylvania, el Swarthmore College, en 1975, y luego pasó por Harvard para obtener un máster en Política Pública. Desde entonces también tiene una membresía en Phi Beta Kappa, una «sociedad de honor» que nació al mismo tiempo que los Estados Unidos, en diciembre de 1776, en una taberna de Virginia.
A la manera de las asociaciones masónicas tan en boga por esos tiempos, era una especie de club secreto de iniciados en las artes liberales. Fueron graduados PBK (por las siglas griegas para Philosophia Biou Kyberneté, algo así como «la filosofía gobierna la vida») entre otros George Bush padre, la ex secretaria de Estado Condoleeza Rice y Ben Bernanke, titular de la Reserva Federal, el banco central de los EE UU.
Zoellick conoció a la mayoría de los funcionarios que colaboraron con Bush Jr en el año 2000, cuando en plena campaña presidencial, y sabedor de que no estaba en condiciones de responder a ninguna cuestión sobre política internacional, el candidato republicano convocó a un grupo de expertos para que le armara una agenda de cara a las entrevistas periodísticas. El grupo, menos secreto que el PBK, fue denominado The Vulcans (Los Vulcanos) por una estatua al dios romano del fuego y la metalurgia que siempre había subyugado a Condoleeza Rice en su Alabama natal.
Fiel a las cofradías a las que adhirió, Zoellick ahora despotrica contra la nueva influencia que van ganando las naciones emergentes en estos momentos críticos para los países centrales. Y lo hizo desde uno de los foros globales que por estos días se reúnen en Washington, donde respondió ácidamente a una oferta de los países que integran el grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), las naciones que según un informe elaborado en 2001 por Jim O´Neil, de Goldman Sachs (cuándo no) están llamados a ser las potencias económicas de mitad del siglo XXI.
Los BRICS se mostraron decididos a ayudar a la recuperación de la economía de los países centrales, incluso con la compra de bonos de la deuda. «El mejor papel para los BRICS es concentrarse en lo que necesitan hacer en casa para atravesar los actuales peligros financieros y avanzar hacia un crecimiento a largo plazo», se ofendió el presidente del BM.
«Veo a diario historias sobre soluciones milagrosas», postuló en teleconferencia con varios periodistas antes de la asamblea anual del BM y del Fondo Monetario Internacional (FMI).
«En lo que a mí me atañe, estoy intentando todo lo que puedo para que los políticos se enfrenten a la realidad. La zona euro tendrá que enfrentar los problemas de la zona euro», sentenció. El comercio «sur-sur», aprovechó para cuestionar, «tampoco es la solución para los emergentes y pobres».
Su colega del FMI, Christine Lagarde, no fue más amable con los países en desarrollo. Y en el caso particular de la Argentina, si bien aplaudió el crecimiento de estos años, no perdió oportunidad de recomendar que vuelva a las raíces que el organismo a su cargo sostiene desde su fundación, en 1945.
Es que esta crisis, que en principio puso en debate la efectividad y pertinencia de las políticas económicas ortodoxas, también dejó al descubierto la endeblez de los fundamentos que hoy día intentan sostener la gobernanza mundial.
Algo ha pasado en el mundo para que ahora ya no resulten indiscutibles los cimientos de la economía establecidos en el Consenso de Washington, sin ir más lejos. Por eso un pequeño grupete de países a los que en los centros del poder se habían acostumbrado a ver por sobre los hombros, se permiten discutir y hasta prometer ayuda para una solución amigable de los problemas de los más grandes.
Así de insolentes deben de haber sonado las palabras de la presidenta argentina Cristina Fernández cuando en la Asamblea de Naciones Unidas planteó la necesidad de reformar el Consejo de Seguridad, ese directorio integrado por cinco miembros permanentes y otros diez rotativos.
Al igual que los organismos de crédito, la ONU expresa el mundo surgido en 1945, con el fin de la Segunda Guerra Mundial. Por eso se atribuyó el derecho de nominar a cinco países de primera categoría -EEUU, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China- que tienen derechos especiales y otros, que son el resto, que deben acompañar o protestar en silencio. Porque con que uno solo de los «regentes» rechace una decisión, pierde vigencia, aún cuando todos los demás muestren una unanimidad férrea.
Cristina señaló específicamente la necesidad de fomentar un mundo «más plural», para lo cual es necesario «democratizar organismos políticos como la ONU y fundamentalmente el Consejo de Seguridad».
Minutos antes, la brasileña Dilma Rousseff había abierto la Asamblea proponiendo también cambios en esquema de poder internacional. «El destino del mundo está en las manos de todos. O trabajamos mancomunadamente o todos saldremos perdedores», argumentó. Después agregó que todos los países «tienen el derecho de participar en las soluciones» y recalcó que el Consejo de Seguridad debería reflejar «la realidad contemporánea» e incluir «a los estados en desarrollo». Como colofón, Rousseff aventuró que «Brasil está preparado para asumir su responsabilidad como miembro permanente».
La diferencia con la posición de la Argentina es abismal. Y Cristina Fernández la expresó con claridad: «No compartimos la necesidad de ampliar la cantidad de miembros permanentes, creemos necesario eliminar la categoría de miembro permanente y también eliminar el derecho a veto que impide que el Consejo de Seguridad cumpla la función que tuvo cuando fue creado en un mundo bipolar». El de la Guerra Fría que desde la posguerra y hasta la caída de la Unión Soviética fue la excusa para mantener un status quo evidentemente injusto.
La Argentina sabe muy bien lo que significa ese orden internacional, desde que uno de los países con derecho a veto mantiene una parte del territorio como colonia y ni siquiera se siente obligado a responder al mandato de las demás naciones, que piden sentarse a hablar de soberanía.
Los argentinos también conocen la otra trama de los sistemas de gobierno globales, como una de las víctimas más relevantes del FMI y de los experimentos neoliberales del neoliberalismo. A eso apuntó la presidenta cuando reiteró «la necesidad de que los organismos multilaterales de crédito trabajen muy fuerte en una regulación del movimiento de capitales a nivel global y para evitar la especulación financiera».
El planteo argentino podría ser, parafraseando a Groucho Marx, «no queremos pertenecer a un club que no acepte que todos somos iguales».
Alberto López Girondo. Editor Mundo del diario Tiempo Argentino
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