[La invasión y la guerra en Ucrania ha hecho aflorar el debate en el seno de la izquierda sobre la cuestión del antiimperialismo y cómo responder ante él.
El pasado día 28 publicamos el artículo de Gilbert Achcar Memorándum sobre una posición antiimperialista radical a propósito de la guerra en Ucrania, replicado por Stathis Kouvelakis el día 7 de marzo en la web de Contretemps, al que Gilbert Achcar ha respondido el día 9. Con el fin de alimentar el debate sobre cómo construir una política antiimperialista a la luz de la guerra en Ucrania, publicamos a continuación la crítica de S. Kouvelakis y la respuesta de Gilbert Achcar]
Una respuesta a Gilbert Achcar
Stathis Kouvelakis
Partamos de la siguiente constatación: hoy en día, en el seno de la izquierda radical, la se ha movilizado contra las guerras imperiales de las últimas décadas, existen enfoques diferentes y, en ciertos puntos, divergentes sobre la guerra de Ucrania. En Europa y, más en general, en los países occidentales (este término problemático adquiere sin embargo un significado más preciso en este contexto), las posiciones de apoyo a Rusia son marginales. Incluso partidos comunistas abiertamente nostálgicos de la URSS, como el griego y el portugués, han condenado la invasión rusa como una «guerra imperialista» y han subrayado que el régimen de Putin es «capitalista» y busca la «unificación capitalista de los países de la antigua URSS». En cambio, en los países del Sur Global, en América Latina, África, el mundo árabe-musulmán, y en gran parte de Asia el apoyo a Rusia, o al menos cierta benevolencia hacia ella, está mucho más extendido, tanto en la opinión pública como en algunos sectores de la izquierda. Ahora bien, incluso esos países, muchas organizaciones de la izquierda radical (las más importantes son los partidos comunistas de Chile e India) han condenado la invasión de Ucrania, aunque de forma menos contundente.
Esta tendencia se refleja también en las posiciones de un importante número de gobiernos, treinta y cinco de los cuales se abstuvieron en la ONU durante la votación de la resolución de condena de la invasión rusa, entre ellos China, India, Vietnam, Cuba, Venezuela y Bolivia. De ese modo se perfila una fractura Norte-Sur, que hay que comprender antes de condenarla o descalificarla, porque las guerras son, sobre todo, reveladoras de las fracturas que atraviesan el mundo y anuncian las que vendrán.
El hecho es que, en los sectores de la izquierda europea y occidental que se han opuesto a las guerras imperiales, y que ahora están unidos en su condena de la guerra contra Ucrania, están surgiendo diferencias que son cualquier cosa menos secundarias. Se refieren en particular a temas como: el grado o el tipo de responsabilidad de los gobiernos occidentales en la situación que condujo a la guerra actual, las valoraciones que se hacen del actual régimen ucraniano y sus responsabilidades en el resultado actual, y las formas que debe adoptar la actividad contra esta guerra. La cuestión de la OTAN, la solicitud de envío de armas a Ucrania y la actitud ante las sanciones están en primera línea de estas diferencias.
El texto de Gilbert Achcar, «Memorándum para una posición radical antiimperialista sobre la guerra en Ucrania«, permite debatir muchas de estas cuestiones. Antes de explicar mis puntos de acuerdo y desacuerdo con las posiciones que defiende, me gustaría: a) hacer una puntualización metodológica sobre las formas que puede adoptar la discusión dentro de la izquierda que se opone a esta guerra y b) aclarar mi propio punto de vista.
En las guerras, las voces disidentes siempre han sido acusadas, por los gobiernos y las clases dirigentes implicadas en estos conflictos, de hacer el juego al enemigo. A Jaurès se le acusó de ser pro-alemán (lo pagó con su vida), a Lenin de agente del Kaiser (hay toda una literatura reaccionaria sobre el vagón blindado [1]), a Trotsky de ser pro-Hitler (en el discurso estalinista)… Más recientemente, la izquierda que se opuso a las intervenciones imperialistas occidentales después de la caída de la URSS fue acusada regularmente de ser pro-Saddam Hussein, pro-Milosevic y, últimamente, islamo-izquierdista, cómplice del terrorismo del Estado Islámico y sus consortes. Hoy en día, ya podemos ver que quienquiera que formule objeciones al discurso imperante, que se niegue a la demonización del adversario y al belicismo que satura el discurso mediático, es etiquetado de forma similar, pro-Putin, derrotista , etc. En un artículo reciente, David Broder lleva razón cuando dice que la izquierda no debe dejarse intimidar por esas declaraciones, que debe «defender [su] derecho a hablar sin miedo y sin acusaciones de deslealtad», lo que también significa que debe tener cuidado de no reproducirlas dentro de sus filas.
Sobre el carácter de la guerra en Ucrania
Este conflicto se inscribe en la agudización de las contradicciones interimperialistas que rigen el mundo tras la caída de la URSS. El campo comunista se desintegró en un capitalismo globalizado, pero el campo occidental, bajo la hegemonía estadounidense, se mantuvo, ampliando su dominio militar y económico y redefiniendo el campo de sus adversarios. Por otra parte, Rusia se ha convertido en un Estado capitalista cuya clase dirigente es una oligarquía que se formó mediante el saqueo de la antigua propiedad estatal, con el pleno consentimiento y ayuda de Occidente. Bajo el mandato de Putin, su aparato estatal, destruido bajo Yeltsin, está siendo revitalizando bajo los auspicios de una gobernanza cada vez más autoritaria y una ideología reaccionaria, compuesta por legados heterogéneos del pasado ruso y cimentada por el nacionalismo y el anticomunismo. Impulsado por una voluntad imperial de poder, su expansionismo, al igual que en el pasado, se despliega a las zonas limítrofes de su territorio, empezando por las que formaban parte de la URSS, y mediante las intervenciones exteriores de baja intensidad, la más significativa de las cuales es la de Siria, único país fuera de la zona ex-soviética donde tiene una base militar.
El discurso de Putin del 21 de febrero, que anunció el inicio de la invasión de Ucrania, debe ser tomado en serio. Rebosante de anticomunismo, culpó a Lenin y a los bolcheviques de los males de Rusia, de la reducción de su territorio y de su poder, y les acusó de crear artificialmente Ucrania como entidad separada. En consonancia con la tradicional narrativa nacionalista-imperialista de la Gran Rusia, la Revolución de Octubre y el comunismo se asimilan a elementos destructivos de la nación rusa. A Stalin se le conceden algunas circunstancias atenuantes, pero, en última instancia, incluso él habría quedado atrapado en el marco de Lenin.
Sin embargo, aunque revela la ideología de su régimen, esta retórica enmascara más que ilumina los verdaderos objetivos de Putin. Por el momento, éstos no están claros: ¿cree realmente que la instalación en Kiev de un régimen a su entera disposición y la ocupación duradera del territorio ucraniano podrían conducir a otra cosa que no sea el estancamiento de un conflicto a largo plazo y la creciente implicación del campo occidental? ¿Busca la partición de Ucrania, a la que el reconocimiento de las dos repúblicas separatistas serviría de preludio, y que permitiría la constitución de una zona tapón bajo control ruso? ¿Se trata, como sugiere la propia celebración de las negociaciones ruso-ucranianas, o las palabras de un asesor de Zelensky sobre un posible estatuto de neutralidad para Ucrania, de situarse en una posición de fuerza para alcanzar un compromiso que descarte el ingreso de Ucrania en la OTAN? Es demasiado pronto para decirlo, y es bastante realista pensar que la resistencia ucraniana combinada con la movilización de la opinión pública -empezando por la de Rusia, donde una fracción no despreciable de la población rechaza la guerra (y la rechazaría aún más si se empantanara)- puede influir positivamente en el curso de los acontecimientos. Sin embargo, siempre que esta movilización junto al pueblo ucraniano evite el deslizamiento hacia el belicismo, debe tener una comprensión de la complejidad de la situación y también debe bloquear los planes agresivos del imperialismo estadounidense y del campo occidental.
Una cosa es cierta: esta guerra no puede ser de ninguna manera la guerra de las fuerzas que luchan por la emancipación humana; por sus objetivos y su propia lógica, es su exacta negación. Es una agresión dirigida contra el pueblo ucraniano, cuyo derecho a la autodeterminación es negado por Putin y que, independientemente de su gobierno, no tiene otra opción que luchar para defender su país. Esta guerra está cargada de terribles consecuencias y peligros para Europa y el mundo: el de una escalada y extensión del conflicto, con el riesgo del uso de armas nucleares (de las que Rusia posee el segundo arsenal más grande del mundo). La primera de todas sus consecuencias perjudiciales es que complica aún más las tareas vitales de la izquierda occidental: negarse a solidarizarse con su imperialismo sin ceder en nada en su condena de la agresión rusa. Porque la cuestión es la siguiente: la invasión rusa de Ucrania se inscribe en un contexto más amplio, configurado por la actual relación de fuerzas a nivel europeo y mundial. Ahora bien, y este es el punto decisivo al que volveré en un momento, en esta relación de fuerzas, dominan el imperialismo estadounidense y sus aliados del campo occidental, que tienen una gran responsabilidad en la escalada de tensión que condujo a la guerra actual.
El imperialismo en la nueva guerra fría
A continuación, voy a referirme al texto de Gilbert Achcar (GA). Gilbert comienza planteando una tesis tan esencial como relevante, que sitúa la coyuntura actual en la secuencia de las últimas décadas:
La invasión rusa de Ucrania es el segundo momento decisivo de la nueva Guerra Fría en la que se ha sumido el mundo desde el cambio de siglo, como consecuencia de la decisión de Estados Unidos de ampliar la OTAN. El primer momento definitorio fue la invasión estadounidense de Irak en 2003
En escritos previos, GA comenzó -creo que acertadamente– a establecer esta «nueva Guerra Fría» en un momento anterior, el de la intervención de la OTAN en Yugoslavia (1999), momento que comparó con el de la Guerra de Corea (1950-1953) en los albores de la «primera Guerra Fría»[2].
Sea cual sea la versión que retengamos, la conclusión no cambia mucho: la nueva configuración global está determinada por la supremacía de EE UU y la centralidad de la OTAN. La OTAN no sólo no se disolvió tras el final de la URSS y el Pacto de Varsovia, sino que siguió expandiéndose, integrando a tres países del antiguo bloque soviético en 1999, y a otros trece hasta la fecha. Son, como escribe GA, estas «decisiones» las que han «sumido al mundo en la nueva Guerra Fría», expresión del reajuste de la supremacía estadounidense a nivel global. Por supuesto, otros actores, especialmente los imperialismos secundarios como la Rusia postsoviética, Francia y el Reino Unido, también desempeñaron su papel, pero no fueron ellos quienes determinaron la base del orden mundial que prevaleció durante todo este periodo.
La ampliación de la OTAN es una parte clave de este redespliegue imperialista, pero no se limita a ella. Hay que añadir la evolución de la doctrina militar estadounidense, que, tras centrarse en enemigos asimétricamente débiles (el «eje del mal» Corea del Norte-Irán-Libia, la «guerra contra el terrorismo»), designa ahora como objetivos a «adversarios militares de nivel equivalente», a saber, China y Rusia [3]. Bajo la presidencia de Trump, EE UU se retiró del tratado para el desarme nuclear firmado con la URSS, una decisión que Biden no ha revertido, a diferencia de su decisión sobre el tratado climático. Por supuesto, como señala GA, estas décadas han estado marcadas por múltiples intervenciones militares a gran escala por parte de Estados Unidos y sus aliados, desde la guerra de Irak (desde 1990, por cierto, no sólo desde 2003) hasta Afganistán y Yugoslavia. Pero no menos importantes, y con consecuencias penales, son las sanciones que Estados Unidos impone a cualquier país que considere adverso, pero rara vez a los países que violan flagrantemente las decisiones de la ONU.
También en este caso, aunque el mecanismo ya existía (véase el embargo a Cuba, en vigor desde 1962), la desaparición de la URSS «dio paso a lo que se conoce como la década de las sanciones, durante la cual el Consejo de Seguridad [de la ONU] adoptó no menos de trece regímenes restrictivos» [4]. Las sanciones afectan actualmente a unos cuarenta países, con regímenes políticos muy diversos (de Irán a Cuba, de Venezuela a Corea del Norte), pero no a Israel, ni a Turquía, que sin embargo ocupa partes del territorio de tres de sus vecinos, en Irak, Siria y nada menos que el 40% de Chipre, el único país de la UE cuya capital sigue dividida por un muro…
Recordemos las palabras de Madeleine Albright, secretaria de Estado con Clinton, que, en relación a los cientos de miles de muertos iraquíes (en su mayoría niños y personas frágiles) como resultado del embargo, dijo: «Creemos que el precio valió la pena». GA se refiere con razón al embargo como un «coste cuasi-genocida para la población», ya que es una empresa de deshumanización de poblaciones enteras, a las que se les puede condenar a la muerte masiva. Los que piensan que los pueblos del Sur han olvidado este tipo de humanismo se equivocan…
Así pues, Estados Unidos continúa siendo el imperialismo archidominante, e incluso dominante de forma asimétrica respecto a otros imperialismos. Por supuesto, si nos ponemos en el lugar de Malí, Chipre o Ucrania, entran en juego otras potencias, ya sean regionales o mundiales. Las relaciones internacionales implican una multiplicidad de actores, pero siguen estando marcadas por la posición asimétrica que ocupa Estados Unidos, su capacidad para cimentar una verdadera hegemonía, para asumir el liderazgo de un campo más amplio (Occidente) que, tras la desaparición del bloque soviético, no tiene ningún competidor serio a nivel mundial. Ningún otro país es capaz de igualar su poderío militar, ni su potencia económica y tecnológica; China podría hacerlo en un futuro no muy lejano, pero por el momento sus ambiciones expansionistas son económicas. En cuanto a Rusia, a pesar de su arsenal nuclear (que envejece, pero sigue siendo el segundo del mundo), es un imperialismo secundario y desmantelado, como Francia o el Reino Unido, que busca recuperar su posición de potencia mundial. Su exportación de armas continúa floreciendo, convirtiéndose en el segundo país del mundo, pero su gasto militar es menos de una doceava parte del de Estados Unidos, comparable al de Francia, Alemania y el Reino Unido. Su PIB es inferior al de Italia y la estructura de su economía, basada en su inmensa mayoría en los hidrocarburos y las materias primas, es la de los llamados en vías de desarrollo, por decirlo discretamente, y no la de una potencia industrial.
Sobre campismo e internacionalismo
Todo esto pesa sobre la forma campista en que se percibe a la Rusia de Putin, una potencia imperialista secundaria y regresiva, en la escena mundial, y que merece como mínimo algunas explicaciones. Porque esta percepción distorsionada, subproducto de la abrumadora dominación de Estados Unidos, es la que, mediante una especie de ilusión óptica, le atribuye algunas de las características de la URSS de antaño, a pesar de que su régimen se enorgullece de su anticomunismo y apoya a las fuerzas radicales de derecha y extrema derecha en todo el mundo. Así, los países que se consideran parte del campo occidental ven a Rusia con diversos grados de hostilidad, mientras que los otros, es decir, los del Sur que pretenden jugar su propia carta (es decir, con algunas excepciones, también los países capitalistas como China o India), lo ven con diversos grados de benevolencia, como un aguafiestas frente a la hiperpotencia estadounidense. Y aún cuando se trata de países no muy democráticos, hay muchas razones para creer que, al menos en este aspecto, sus gobiernos gozan de un apoyo popular masivo. Porque en estas partes del mundo, el discurso moral de Estados Unidos y de los países occidentales, y su defensa del derecho, tan selectiva como absurda, se perciben ampliamente como lo que son, es decir, una monumental hipocresía al servicio de una empresa de esclavización. De ahí la reacción de China, India, Vietnam (¿debería sorprendernos?), de algunos países latinoamericanos y de la opinión pública de estos y otros países, incluso de sectores de la izquierda.
A riesgo de escandalizar, podemos atrevernos a hacer esta comparación: tras el final de la guerra de Argelia, la Francia gaullista gozó de una indulgencia comparable en amplias zonas del mundo. Es cierto que había librado espantosas guerras coloniales, y todo el mundo comprendía que se trataba de un país imperialista debilitado y que mantenía (y sigue haciéndolo en la medida de sus menguantes medios) un neocolonialismo caricaturesco en su patio trasero francoafricano. En el seguía siendo una fuerza que perpetuaba su dominación a través de los sectores económicos compradores y las élites políticas corruptas y brutales. Sin embargo, en otros lugares gozaba de cierto prestigio, que todos los presidentes que han sucedido a De Gaulle han tratado de recuperar.
Por supuesto, esta actitud llevaba consigo una referencia a la historia, al mito de 1789, al país de los derechos humanos, etc. Pero, por decirlo de forma sencilla, entendimos la diferencia entre De Gaulle y, por decirlo de forma rápida, Guy Mollet, el primer ministro socialista que lanzó Francia a la expedición de Suez y a la escalada asesina del conflicto argelino (los poderes especiales). A De Gaulle se le agradecía el mostrar una cierta autonomía respecto a Estados Unidos -no a pesar, sino porque trataba de salvar lo que se podía salvar del poder imperialista francés- y, en consecuencia, por permitir un cierto equilibrio en las relaciones internacionales, facilitando así objetivamente la tarea de los países que trataban de hacer oír su propia voz, aunque estuvieran lejos de compartir las orientaciones políticas e ideológicas del general. Es así como se desarrollaron relaciones privilegiadas entre China y Francia, primer gran país occidental que reconoció oficialmente a la República Popular (1964), e incluso la empatía especial con Cuba, en aquellos momento en pleno apogeo de su compromiso internacionalista, alimentado por «la política exterior de De Gaulle… que se ganó la admiración del gobierno revolucionario cubano» [5].
Las relaciones internacionales, de Estado a Estado, se rigen de hecho por la lógica de la relación de fuerzas y no por grandes principios morales o ideológicos. Los dirigentes bolcheviques lo sabían perfectamente cuando, confrontados a la intervención militar y el bloqueo de los imperialismos vencedores de la Entente, firmaron acuerdos con los perdedores de la Primera Guerra Mundial (en particular el llamado tratado de fraternidad con Atatürk en 1921 y el tratado de Rapallo con Alemania en 1922), rompiendo así el frente unido de los capitalistas. Más prosaicamente, estos tratados, fruto de complejas maniobras diplomáticas, sacaron al joven Estado soviético del aislamiento; hicieron posible el desarrollo de relaciones económicas, diplomáticas e incluso militares, modificando a su favor la relación de fuerzas, literalmente asfixiante. Pero los dirigentes bolcheviques tuvieron cuidado de distinguir los acuerdos entre Estados de las relaciones políticas con las organizaciones revolucionarias de los países en cuestión.
Es en este terreno, y sólo en él, donde se impone el internacionalismo de clase -aunque haya que apostar por su eficacia a largo plazo-, como explica Trotsky en un conocido pasaje de La revolución traicionada (p. 129):
«Desde entonces, el Gobierno de los soviets fi rmó diversos tratados con los Estados burgueses: el tratado de Brest-Litovsk en marzo de 1918; el tratado con Estonia en febrero de 1920; el tratado de Riga con Polonia, en octubre de 1922, y otros acuerdos diplomáticos menos importantes. Sin embargo, ni al Gobierno de Moscú ni a ninguno de sus miembros se les ocurrió jamás presentar a sus socios burgueses como “amigos de la paz” ni, con mucha mayor razón, de invitar a los partidos comunistas de Alemania, de Estonia o de Polonia, a que sostuvieran con sus votos a los gobiernos burgueses signatarios de esos tratados. (…) La idea básica de la política extranjera de los soviets era que los acuerdos comerciales, diplomáticos y militares del Estado soviético con los imperialistas, acuerdos inevitables, en ningún caso debían frenar o debilitar la acción del proletariado en los países capitalistas interesados; pues la salud del Estado obrero no está asegurada en última instancia, más que por el desarrollo de la revolución mundial.
«En última instancia», es decir, en una temporalidad que no es la del momento, sino la de un tiempo desarticulado, lleno de tensiones y abierto a bifurcaciones, incluso hacia lo peor… Mientras tanto, en cuanto se conquista una posición en uno de los eslabones débiles de la cadena imperialista, se trata de aguantar. Lo mejor que se pueda. Aferrándose al máximo a ambos extremos -las maniobras entre y con los Estados y la política de las fuerzas vivas- sin confundirlos, ni sacrificar las una por las otras.
El papel de la OTAN
Pero volvamos a la cuestión de la ampliación de la OTAN. Se sabe que para obtener el acuerdo de Gorbachov sobre la reunificación alemana y la disolución unilateral del Pacto de Varsovia, James Baker, el Secretario de Estado de EE UU, y otros líderes occidentales (incluidos los alemanes) se comprometieron verbalmente a no ampliar la OTAN. Este punto, largamente controvertido, ha sido confirmado por documentos estadounidenses desclasificados. El propio Yeltsin, que no era precisamente un enemigo de Occidente, como es bien sabido, había intentado obtener tales compromisos de Occidente y de los dirigentes ucranianos de la época, especialmente en lo que respecta a Ucrania, pero sin éxito. Cabe señalar que la decisión de ampliar la OTAN se tomó bajo el mandato de Clinton, cuando Yeltsin aún estaba en el poder (aunque solo se anunció tras su reelección en 1996); es decir, antes de que Putin se convirtiera en presidente y antes de que su plan para restaurar el poderío ruso tomara forma. Cuando se anunció la primera ampliación
[de la OTAN]
, George Kennan, el cerebro de la política de contención anticomunista de la Guerra Fría, declaró en un famoso artículo de opinión del New York Times en febrero de 1997:
La ampliación de la OTAN sería el error más desastroso de la política estadounidense en la era posterior a la Guerra Fría. Cabe esperar que una decisión de este tipo inflame las tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas de la opinión rusa; que tenga un efecto negativo en el desarrollo de la democracia rusa; que restablezca la atmósfera de la Guerra Fría en las relaciones Este-Oeste; y que dirija la política exterior rusa en direcciones que no nos gustan en absoluto….
Y esto lo escribió cuando esta ampliación sólo afectaba a tres países (Hungría, República Checa y Polonia), ninguno de los cuales tiene frontera con Rusia…
Este escenario se viene repitiendo desde entonces de forma idéntica: sucesivas oleadas de países de Europa del Este que se incorporan a la OTAN y que, cada vez, suelen preceder en varios años a su integración en la Unión Europea, una cuestión de rodaje, sin duda. Con la primera ampliación, se dió la señal para la guerra que GA había descrito en su libro de 1999 como el momento inaugural de la «nueva Guerra Fría». Como recuerda el historiador británico Perry Anderson:
Doce días después de que Polonia, Hungría y la República Checa se unieran a la Alianza, estalló la Guerra de los Balcanes, la primera ofensiva militar a gran escala de la historia de la OTAN. La exitosa guerra relámpago fue una operación americana, con ayuda simbólica de tropas auxiliares europeas, y con el consentimiento prácticamente unánime de la opinión pública. Eran tiempos de armonía en las relaciones euroamericanas. La competición entre la UE y la OTAN en el Este todavía no había comenzado: Bruselas acataba las prioridades de Washington, que a sucez estimulaba e impulsaba los progresos de Bruselas»[6]
La actual impotencia de la UE, cruelmente revelada durante los vanos intentos de mediación desplegados por la pareja franco-alemana en las semanas previas a la invasión, viene pues de lejos. Proviene de su creciente subordinación a Estados Unidos, acentuada por la continua ampliación, bajo las alas de la OTAN, hacia esa nueva Europa tan querida por el difunto Donald Rumsfeld.
Por tanto, es ridículo afirmar, como repiten incansablemente los gobiernos y los medios de comunicación occidentales, que Putin nos es más que un paranoico desequilibrado que fantasea con que Rusia está asediada por potencias hostiles. No, todo esto es desgraciadamente cierto, y empezó a suceder mucho antes de Putin, cuando Rusia estaba completamente exangüe y de rodillas ante Occidente, por no mencionar que el propio Putin llegó al poder siguiendo inicialmente los pasos de Yeltsin y sus políticas prooccidentales. Esta actitud del bloque capitalista dominante no se debe a una metedura de pata ideológica o a una voluntad de poder desencarnada , sino a su naturaleza imperialista. Para perseverar en su ser, necesita enemigos, y tras la caída de la URSS nunca aceptó invitar a su mesa a la nueva clase capitalista rusa, ni siquiera cuando estaba dirigida por un sumiso como Yeltsin, porque siempre ha prevalecido la idea de Rusia como alteridad inasimilable y amenaza potencial. También hay que señalar que las élites de los países del antiguo bloque soviético, o de la propia URSS (incluida Ucrania, sobre todo después de 2014), jugaron esta carta a fondo, para consolidar el poder de los nuevos estamentos capitalistas y legitimar su posición frente a los pueblos que se vengaban del antiguo poder tutelar.
Por lo tanto, no se puede jugar al juego de la inocencia ultrajada y pretender que la ampliación de la OTAN no es más que un pretexto, o una distracción inventada por Putin, cuando, desde hace muchos años, Estados Unidos y sus aliados occidentales se dedican a una escalada de presión y de cerco a Rusia, que cada vez es más explícitamente considerada como un adversario sistémico, aunque ya apenas exista una divergencia de regímen socioeconómico con Occidente. Como dijo Bernie Sanders, difícilmente asimilable a un campista o un estruendoso antiimperialista, que también condenó enérgicamente la invasión de Ucrania: «¿Alguien cree realmente que Estados Unidos no tendría algo que decir si, por ejemplo, México formara una alianza militar con un adversario de Estados Unidos? » Y acordarse de su reacción ante la instalación de misiles nucleares soviéticos en Cuba, a pesar de que Estados Unidos había intentado invadir la isla a través de comandos anticastristas y de que la realidad de la amenaza militar para la isla era innegable.
Un extraño olvido
Recordemos lo esencial: el texto de GA comienza con un análisis justo, en sus líneas generales, de la secuencia actual. Sin embargo, una vez enunciada, esta observación inicial es como dejada de lado. Tras señalar la importancia de la ampliación de la OTAN en el desencadenamiento de la nueva Guerra Fría, este factor desaparece del resto del texto, como si no hubiera desempeñado ningún papel en la espiral que condujo al estallido de la guerra actual. El razonamiento continúa con un paralelismo entre la invasión rusa de Ucrania y la invasión estadounidense de Irak, señalando el fracaso de esta última y las consecuencias positivas que derivaron de ella: «la propensión del imperialismo estadounidense a invadir otros países se ha reducido mucho, como lo confirma la reciente retirada de sus tropas de Afganistán». GA concluye que:
El destino de la invasión rusa de Ucrania determinará la propensión de todos los demás países a la agresión. Si fracasa, el efecto sobre todas las potencias mundiales y regionales será de una fuerte disuasión. Si tiene éxito, es decir, si las botas de Rusia logran «pacificar» a Ucrania, el efecto será un cambio importante en la situación mundial hacia una ley de la selva sin límites, envalentonando al propio imperialismo estadounidense y a sus aliados para que continúen con su propio comportamiento agresivo.
Este razonamiento es doblemente insostenible. En primer lugar, el paralelismo entre la invasión de Ucrania y la de Irak es muy engañoso. Es cierto que ambos fueron actos de agresión y violación de la soberanía e integridad de un Estado. Pero la comparación termina ahí. Porque Irak está a miles de kilómetros de Estados Unidos y no se trataba de que se uniera a una alianza militar hostil a Washington, ni siquiera de sugerir que, revisando sus compromisos anteriores, podría renegar de su abandono de las capacidades nucleares, como hizo Zelenski en referencia al Memorándum de Budapest de 1994 en su discurso del 19 de febrero en Munich. Actualmente, Ucrania cuenta con el apoyo militar, económico y diplomático de todo el campo occidental, encabezado por Estados Unidos, mientras que Irak no contaba con el apoyo de nadie y los talibanes sólo con el de Pakistán. Si, gracias al masivo apoyo occidental, gana militarmente, lo que sería justo en la medida en que defiende la integridad de su territorio contra un invasor, será todo el bloque occidental el que celebre esta victoria como propia. Y, precisamente por esta victoria, podrá borrar las desastrosas imágenes de Kabul y Bagdad, que es sin duda una de las principales razones de la histeria belicista que recorre actualmente las capitales y los medios de comunicación occidentales. Al borrar sus imágenes de derrota, se envalentonará para continuar su marcha hacia el Este y seguir imponiendo su dominio a nivel mundial, aunque de forma menos costosa que las expediciones como las de Irak y Afganistán.
Aquí es donde se ponen de manifiesto las consecuencias de abandonar por el camino el análisis del papel de la OTAN. Porque lo que se oculta entonces es el lugar de Ucrania en este proyecto de ampliación que altera la naturaleza misma del conflicto en curso, incrustándolo en las contradicciones interimperialistas que oponen Occidente a Rusia. En consecuencia, como volveremos más adelante, la «posición radical antiimperialista» que defiende GA equivale a abogar no por la paz, sino por una victoria militar para Ucrania, que el apoyo logístico occidental debe hacer posible. Esta posición asume su belicismo, de ahí su pretensión de «radicalidad», a la que dota de una dimensión «antiimperialista», ya que se trata de derrotar al imperialismo ruso, salvo que en este aspecto es Joe Biden quien se convierte en el verdadero campeón del antiimperialismo. Ignorando el carácter interimperialista del conflicto actual, malinterpreta las consecuencias -por muy previsibles que sean- de una victoria obtenida en estas condiciones; a saber, una Ucrania avasallada, integrada orgánicamente en la OTAN, una Rusia asediada por todos lados por una alianza militar que la trata como un objetivo, un atlantismo triunfando sin oposición sobre Europa y más allá. En otras palabras, no la paz, sino una carrera precipitada hacia la militarización de las relaciones y la certeza de nuevos conflictos en el Viejo Continente.
Esta sombría posibilidad no hace que la resistencia ucraniana a la invasión rusa sea menos legítima, pero debemos tener claras las implicaciones de la configuración actual y no engañarnos. La dificultad fundamental a la que se enfrenta la izquierda contra la guerra en este momento es que, como en cualquier conflicto interimperialista, la victoria de uno u otro bando tiene consecuencias devastadoras, la peor de las cuales es sin duda una conflagración generalizada en Europa. Una conflagración catastrófica para el continente, pero perfectamente manejable para Estados Unidos, que está separado del teatro de operaciones por todo un océano, lo que le asegura una cómoda posición de retirada. Tanto más cuanto que la «ley de la selva» mencionada por GA como consecuencia de un posible éxito ruso es sencillamente la que rige las relaciones internacionales y siempre lo ha hecho en cierto sentido. Porque, a diferencia de lo que ocurre dentro de los Estados, en las relaciones interestatales no hay una autoridad superior que pueda imponer normas de derecho a las partes libres e iguales. El funcionamiento de las Naciones Unidas, que se deriva de su propia estructura, se rige por las relaciones de poder entre los Estados, como en la granja orwelliana donde algunos animales resultan ser más iguales que otros. Por tanto, la cuestión es si sólo uno de estos depredadores podrá reinar en la jungla o si tendrá que lidiar con los demás de alguna manera, lo que implicaría una profunda alteración del orden mundial que sucedió a la bipolaridad de la primera Guerra Fría.
¿Cómo salir de la guerra?
De los seis puntos enumerados por GA, las fuerzas que se oponen a la guerra pueden compartir ampliamente los tres primeros e: la retirada de las tropas rusas de todo el territorio ucraniano, la resolución de las disputas sobre las provincias escindidas y Crimea «mediante el libre ejercicio por parte de los pueblos afectados de su derecho a la autodeterminación democrática», y el rechazo a la «intervención militar directa» o a una «zona de exclusión aérea», que conlleva el riesgo de una guerra mundial entre potencias nucleares. GA reconoce así que las cuestiones de Crimea y de las repúblicas separatistas del Donbás son cuestiones reales y no una mera estratagema propagandística de Putin. Aunque se hayan celebrado en condiciones cuestionables, los referendos de Crimea y Donetsk no pueden descartarse sin más. En lo que respecta a las repúblicas separatistas, el régimen ucraniano tiene una gran responsabilidad en el deterioro de la situación, por su negativa a aplicar los acuerdos de Minsk, la continuación de los bombardeos y la política de discriminación de sus ciudadanos rusoparlantes, sobre todo en lo que respecta al idioma. No olvidemos que la difusión de ideas y símbolos comunistas y soviéticos está prohibida en Ucrania desde [que se implantaron] las «leyes de descomunización» de 2015, que las actividades de las organizaciones comunistas (incluso su participación en las elecciones) están bloqueadas, al mismo tiempo que un Stepan Bandera, líder de la OUN (Organización de Nacionalistas Ucranianos), colaborador de los nazis y participante en el exterminio de judíos, es reconocido como héroe nacional [7] y que el regimiento Azov, una milicia neonazi activa en el frente del Donbass, se integra en las fuerzas armadas ucranianas[8].
La disputa resurge en el cuarto punto, en el que GA defiende el envío de armas a Ucrania, que los gobiernos occidentales se han apresurado a proporcionar -incluida Alemania, donde están cayendo los últimos diques contra la remilitarización de su política exterior. GA escribe:
Estamos a favor de la entrega incondicional de armas defensivas a las víctimas de la agresión, en este caso, al Estado ucraniano que lucha contra la invasión rusa de su territorio. Ningún antiimperialista responsable le pidió a la URSS o a China que entraran en guerra en Vietnam contra la invasión estadounidense, pero todos los antiimperialistas radicales estaban a favor de un mayor suministro de armas de Moscú y Pekín a la resistencia vietnamita. Darles a los que luchan en una guerra justa los medios para luchar contra un agresor mucho más poderoso es un deber internacionalista elemental. Oponerse en bloque a estas entregas contradice la solidaridad elemental debida a las víctimas.
Este paralelismo con Vietnam parece, como mínimo, de mal gusto. Zelenski no es el nazi al que se refiere Putin, pero tampoco es Ho Chi Minch… El gobierno ucraniano es un gobierno burgués, al servicio de los intereses de una clase de oligarcas capitalistas, similar al que domina Rusia y en las demás repúblicas de la antigua URSS, y que pretende incorporar al país al campo occidental sin preocuparse de las previsibles consecuencias de semejante opción. Si bien es víctima de una agresión inaceptable, no representa ninguna causa progresista más amplia y sería completamente absurdo que las fuerzas de izquierda dignas de ese nombre defiendan que se arme. Además, si los «antiimperialistas radicales» de antaño pidieron a China y a Rusia que entregaran armas, no fue porque eran «solidarios con las víctimas», como quiere la ideología humanitaria de nuestro tiempo, sino porque, a pesar de las críticas (perfectamente justificadas) a sus regímenes, consideraban que los países en cuestión compartían algo de la causa antiimperialista y revolucionaria de los vietnamitas, que también era la suya. Hoy en día, dada la naturaleza de las fuerzas implicadas, la entrega de armas a Ucrania sólo puede tener un propósito, asegurar su futuro vasallaje y transformación en un puesto avanzado de la OTAN en el flanco oriental de Rusia.
Esa cuestión también se puede plantear de otra manera. Dados los incalculables riesgos que conllevaría, ¿por qué oponerse, como argumenta el GA, sólo a la «intervención militar directa» en este conflicto y no a cualquier forma de intervención militar? ¿Es únicamente el innegable riesgo nuclear una razón suficiente para limitar la restricción a la «intervención directa»? ¿El envío de armas a Ucrania, como han anunciado a bombo y platillo Estados Unidos y la Unión Europea, no conduce también a una escalada y ampliación del conflicto, convirtiendo a los países implicados en cobeligerantes y complicando la futura convivencia con Rusia, que es inevitable sea cual sea el régimen y el resultado de este conflicto? ¿No podría la entrega de armas, acompañada de sanciones, fomentar una intervención más amplia, si parece que estos medios son insuficientes para detener el avance de las tropas rusas? ¿Por qué, habiendo puesto el dedo en la llaga, Occidente no va a pasar a un nivel superior, sin enviar tropas pero estableciendo, por ejemplo, una «zona de exclusión aérea» como insiste la parte ucraniana, apoyada por la parte más belicosa del establishment estadounidense? Esto significaría derribar los aviones rusos que sobrevuelan Ucrania, avanzando así hacia un enfrentamiento directo con Rusia, que posiblemente llevaría a un tercer conflicto mundial. La línea que separa la intervención directa de la indirecta es menos clara de lo que algunos parecen pensar.
Como podemos ver, la cuestión de negarse a una escalada militar del conflicto mediante la entrega de armas a Ucrania marca una línea divisoria entre las fuerzas de la izquierda. El caso de España es especialmente interesante en este sentido. La derecha española se mostró disconforme con las reticencias de Podemos, que participa en el Gobierno presidido por el socialista Pedro Sánchez, a aprobar la entrega de armas a Ucrania y pidió a Sánchez que les expulsara del Ejecutivo, acusándoles de ser «aliados del enemigo, enemigos de los ucranianos, de Europa, de la paz y de la libertad». [Por otra parte], tras no lograr enmendarla, Podemos acabó votando a favor de la resolución del Parlamento Europeo que pide reforzar las sanciones contra Rusia y la entrega de armas a los ucranianos. Los demás partidos de la izquierda radical ibérica (los comunistas, la izquierda vasca de Bildu y Anticapitalistas, la sección de la Cuarta Internacional del Estado español) estuvieron más firmes en su oposición a la escalada militar, ya que sus representantes electos se abstuvieron (en el caso de los dos primeros) o, en el caso del eurodiputado de Anticapitalistas Miguel Urbán, votaron en contra del mismo texto.
Pero este asunto va más allá de la izquierda. Cualesquiera que sean estas motivaciones, ciertamente relacionadas con el deseo de preservar un margen de autonomía en una configuración europea marcada por un atlantismo exacerbado, ¿no demostró Emmanuel Macron (al menos en el plano discursivo) una sabiduría mayor que la del «antiimperialismo radical» defendido por GA al declarar, en su último discurso que «no estamos en guerra con Rusia» y evitando mencionar, entre las acciones implementadas, cualquier alusión al armamento de Ucrania (en el que participa Francia)?
Lucha contra la duplicidad y la hipocresía
Queda la cuestión de las sanciones contra Rusia. GA apoya una especie de posición agnóstica, señalando sus consecuencias contradictorias, algunas de las cuales pueden perjudicar a Putin y su régimen, otras sólo a la población rusa. Recordando que los antiimperialistas han realizado y siguen realizando campañas a favor de sanciones contra Estados como la Sudáfrica del apartheid o Israel, finalmente concluye con un ni-ni [ni lo uno, ni lo otro]:
Nuestra oposición a la agresión rusa, combinada con nuestra desconfianza en los gobiernos imperialistas occidentales, significa que no debemos apoyar sus sanciones ni exigir su levantamiento.
Se podría estar de acuerdo con esta advertencia, pero también en este caso los paralelismos establecidos son engañosos. Por supuesto, los antiimperialistas y la izquierda antiguerra no son en principio hostiles a las sanciones contra los Estados. Sin embargo, cuando se movilizan por estos objetivos, no es para apoyar las acciones de sus gobiernos, sino para oponerse a ellas. Lo fue para poner fin a las florecientes relaciones económicas que todos los países occidentales mantenían con el régimen del apartheid y ahora es para dejar de apoyar a Israel, un Estado que lleva más de medio siglo ignorando todas las resoluciones de la ONU que condenan la ocupación y la colonización de los territorios invadidos en 1967 y que no sólo sigue sin ser sancionado, sino que se beneficia de la «cláusula de nación más favorable» de la UE.
Esta duplicidad constante hace simplemente indefendibles los regímenes de sanciones que Occidente lleva aplicando desde hace décadas, y su capacidad para hacerlo sirve para confirmar su supremacía económica, ya que China y Rusia son sólo marginalmente responsables de los acontecimientos relacionados con dichas medidas (3% en 2020[9]). La tarea de la izquierda es denunciar la función política de este dispositivo y mostrar que es sobre todo un instrumento para asfixiar a un país que perturba el orden mundial configurado por la supremacía estadounidense y occidental, un instrumento que, en el fondo, se diferencia poco de un acto de guerra.
Por otro lado, sólo se puede estar de acuerdo con GA en el último punto que menciona: la acogida incondicional de los refugiados ucranianos. Pero no se puede hacer sin señalar que el cuasi-consenso que lo rodea es un ejemplo flagrante del doble rasero del cínico discurso dominante. ¿Qué podemos decir, por ejemplo, de la alcaldesa de Calais, que se enorgullece de acoger a los refugiados ucranianos y facilitar su paso al Reino Unido, mientras que al mismo tiempo exige constantemente la intensificación de la caza estatal de (otros) migrantes en su ciudad desde hace años, llegando incluso a prohibir la distribución gratuita de alimentos y agua? ¿Cómo admitir el cinismo de Gerald Darmanin [Ministro del interior francés], que se permite criticar la falta de humanidad de los británicos al negarse a acoger a los ucranianos, mientras él mismo no deja de hacer gala de su destreza en la caza de inmigrantes?
Si bien no se puede hacer pagar a los refugiados ucranianos la política asesina de la Fortaleza Europa, no es menos inadmisible defender, aunque sea por omisión, una acogida selectiva, que opera según criterios (no tan) inconfesables. Porque si a unos se les concede lo que a otros se les niega, es seguramente porque tienen la triple desgracia de no ser víctimas de los rusos, de no ser blancos y, sobre todo, de ser musulmanes. Así que sí a la acogida de los ucranianos, pero sin excepciones, en igualdad de condiciones con todos los que huyen de las guerras y las persecuciones.
A modo de conclusión: sobre el significado del antiimperialismo en la actualidad
El mundo actual está profundamente afectado por fuerzas oscuras, que tienen sus raíces en la violencia de las relaciones de explotación inherentes al capitalismo y al orden mundial que garantiza la perpetuación de este sistema. La guerra no es más que la expresión concentrada de esta violencia, la tormenta que la nube de este sistema lleva dentro, parafraseando a Jaurès. Por eso la «guerra contra la guerra», según el famoso lema de Clara Zetkin, es una línea de acción orientadora para las fuerzas de la emancipación, y una línea de demarcación fundamental dentro de la propia izquierda.
Si las palabras aún tienen sentido, adoptar una posición antiimperialista e internacionalista equivale a desvincularse del propio imperialismo, o del bloque al que pertenece un país secundario, y combatirlo sin descanso sin apoyar el de un rival de la misma naturaleza. Para los antiimperialistas rusos, significa luchar contra la guerra de Putin, como han empezado a hacerlo, con un riesgo considerable. Para las fuerzas antiimperialistas del mundo occidental, significa demostrar que están asumiendo la pesada tarea de los que están «en el vientre de la bestia».
En cuanto a la guerra en Ucrania, la movilización masiva para exigir su cese inmediato y la retirada de las tropas rusas debe ir acompañada de la condena de las acciones expansionistas de la OTAN y la exigencia de la retirada de nuestros respectivos países de esta alianza que constituye una gran amenaza para la paz mundial. No se puede, como hace GA, subrayar el papel de la ampliación de la OTAN en el desencadenamiento de la «nueva guerra fría» y no exigir su desmantelamiento como condición para una paz duradera en Europa. No se puede calificar de «antiimperialista radical» una posición que consiste en alinearse con las decisiones de los gobiernos occidentales que conducen a una escalada del conflicto y a las secuelas de nuevas guerras. Por último, no se puede querer una Ucrania verdaderamente independiente dentro de fronteras reconocidas, respetuosa de la autodeterminación de sus pueblos, sin poner fin a esta carrera de ampliación de la alianza militar (y militarista) que asegura a Estados Unidos la perpetuación de su papel de policía mundial, sin retomar la vía del desarme nuclear y sin trabajar por el abandono de las ambiciones imperiales de ambas partes.
En el período actual, es obligado constatar que las luchas populares no toman la forma de guerras de liberación o de levantamientos armados, sin caer en una ilusoria no violencia. En este contexto, el antiimperialismo y el internacionalismo de los oprimidos toman necesariamente la forma de la más amplia movilización por la paz, por la soberanía democrática de los pueblos y por la ruptura de la lógica de los bloques, de las alianzas militares y de las zonas de influencia. Sectores significativos de la izquierda están, a nivel internacional, en esta longitud de onda. Por ejemplo, Mélenchon y France Insoumise en Francia, Jeremy Corbyn, la Coalición Stop the War y otros movimientos antiguerra en el Reino Unido, Democratic Socialists of America, los sectores progresistas de las iglesias católica y protestante, y muchas otras fuerzas.
Sólo siguiendo este hilo podemos:
- afirmar una posición autónoma de condena de la agresión rusa, al tiempo que se resiste al belicismo de nuestros gobiernos;
- preservar la posibilidad de una Ucrania verdaderamente independiente y una paz duradera en Europa;
- convencer a los sectores progresistas de los países del Sur que, de forma reactiva, por odio -absolutamente justificado- al imperialismo estadounidense y a la prepotencia occidental, se muestran benevolentes con un Putin;
- refundar un internacionalismo capaz de enfrentar y derrotar a las fuerzas de destrucción y muerte que surgen de un mundo sometido al dominio indiviso del capital.
Notas
[1] Su punto de partida fue el «documento Sisson», una falsificación difundida por el gobierno estadounidense en 1918 para justificar su participación en la Primera Guerra Mundial y para justificar la caza de los activistas de izquierda que se oponían a ella. Véase Alfred Erich Senn, «The Myth of German Money during the First World War», Soviet Studies, vol. 28, nº 1, 1976, pp. 83-90.
[2] Gilbert Achcar, The New Cold War. Le monde après le Kosovo, París, PUF, 1999, p. 8.
[3] Olivier Zajec, «A l’heure de l’élection américaine, l’ordre international qui vient», Le Monde diplomatique, noviembre de 2020, p. 16-17.
[4] Hélène Richard, Anne-Cécile Robert, «Le conflit ukrainien entre sanctions et guerre», Le Monde diplomatique, marzo de 2022, p. 22.
[5] Hortense Faivre d’Arcier-Flores, «La révolution cubaine et la France gaulliste : regards croisés», en Maurice Vaïsse (ed.), De Gaulle et l’Amérique latine, Nueva edición [en línea]. Rennes: Presses universitaires de Rennes, 2014, disponible en books.openedition.org/pur/42552.
[6] Perry Anderson, El nuevo viejo mundo, Madrid: Akal 2012, p. 83.
[7] Laurent Geslin, Sébastien Gobert, «Ukraine, jeux de miroirs pour héros troubles», Le Monde diplomatique, diciembre de 2016.
[8] Véase Louise Couvelaire, «Au camp d’entraînement des petits soldats d’Ukraine», Le Monde, 19 de agosto de 2016.
[9] Hélène Richard, Anne-Cécile Robert, «Le conflit ukrainien…», art. cit. p. 23.
Réplica a Stathis Kouvelakis
Gilbert Achcar
Stathis Kouvélakis (SK) ha publicado una respuesta de 51.900 caracteres a mi memorándum de sólo 6.300 caracteres; más bien se trata de una crítica, ya que mi texto no tiene nada que ver con sus posiciones, que yo desconocía, a no ser que quisiera actuar como portavoz de mis detractores neocampistas. En ese texto, SK abre muchas puertas de par en par. El cuestionamiento de la decisión de ampliar la OTAN se expresa hoy en día en todas partes, incluso en los principales medios de comunicación burgueses e imperialistas. Realmente no tiene mucho sentido dedicarle tanto espacio si el objetivo era responderme, sobre todo porque SK sabe muy bien que llevo mucho tiempo denunciando esta decisión y sus desastrosas consecuencias, en particular en mi libro The new cold war. Le monde après le Kosovo, publicado en 2000 (estoy preparando una segunda edición muy ampliada), y que incluso cita más de una vez.
SK podría haberse dado cuenta de que mi Memorándum pretendía definir de forma inmediata una posición concisa sobre las cuestiones más directamente relacionadas con la invasión rusa, y no recapitular las posiciones de siempre. Y si se hubiera tomado la molestia de escuchar la entrevista que concedí el 2 de marzo a Julien Salingue para el NPA, se habría dado cuenta de que no soy yo quien necesita ser convencido de la necesidad de pronunciarse a favor de la disolución de la OTAN. Dicho esto, analicemos, de todos modos, los argumentos de SK . Sólo comentaré aquello que me parece problemático de lo que dice, no las cosas con las que sólo puedo estar de acuerdo, la mayoría de las cuales he dicho muchas veces. Y pido disculpas por la longitud de este texto, aunque es menos de la mitad del de SK. Esto se debe a que, para restablecer los argumentos, he tenido que citar pasajes enteros de su respuesta, así como de mi memorándum.
Empecemos por el escenario que SK establece antes de desplegar sus argumentos. Cree ver una «división Norte-Sur» en el hecho de que,como él lo describe
«En cambio, en los países del Sur Global, en América Latina, África, el mundo árabe-musulmán, y en gran parte de Asia el apoyo a Rusia, o al menos cierta benevolencia hacia ella, está mucho más extendido, tanto en la opinión pública como en algunos sectores de la izquierda.
Una tendencia que, según él
se refleja también en las posiciones de un importante número de gobiernos, treinta y cinco de los cuales se abstuvieron en la ONU durante la votación de la resolución de condena de la invasión rusa, entre ellos China, India, Vietnam, Cuba, Venezuela y Bolivia.
Veamos primero los hechos. En la parte del mundo de donde provengo, la zona de habla árabe, los únicos partidos de izquierda que apoyaron la invasión rusa fueron los vinculados al régimen sanguinario de Bashar al-Assad, bajo protectorado ruso. Los dos principales partidos comunistas de la región, el de Irak y el de Sudán, han condenado abiertamente la invasión rusa, al tiempo que han denunciado (convenientemente) la política del imperialismo estadounidense. En su comunicado, el PC de Sudán, tras denunciar los conflictos entre fuerzas imperialistas, «condena la invasión rusa de Ucrania y exige la retirada inmediata de las fuerzas rusas de ese país, al tiempo que condena la continuación, por parte de la alianza imperialista liderada por Estados Unidos, de su política de atizar las tensiones y la guerra, y de amenazar la paz y la seguridad mundiales». Los comunistas sudaneses están bien situados para conocer la verdad sobre el imperialismo ruso, la única de las grandes potencias que apoya abiertamente a los golpistas en su país.
En la votación de la Asamblea General de la ONU sobre la condena de la invasión rusa, como dice SK, treinta y cinco países se abstuvieron. Y todos ellos están en el Sur Global, por la buena razón de que los países del Norte Global votaron a favor (todos los países occidentales y aliados) o en contra (la propia Rusia y Bielorrusia). Sin embargo, no hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que entre los 141 países que votaron a favor de la resolución, había mucho más de 35 países del mismo Sur global. Así pues, ¿se trata de una «división Norte-Sur», como afirma SK, o de una división entre amigos y/o clientes del imperialismo occidental, por un lado, y amigos y/o clientes del imperialismo ruso, por otro? Y como la mayoría de estos últimos son también amigos y/o clientes del imperialismo occidental, prefirieron abstenerse antes que sumar sus votos a los de los cinco Estados que votaron en contra de la resolución, que, además de los dos ya nombrados, son Corea del Norte, Siria y Eritrea.
SK comenta «forma campista en que se percibe a la Rusia de Putin, una potencia imperialista secundaria y regresiva, en la escena mundial», explicando que «esta percepción distorsionada, subproducto de la abrumadora dominación de Estados Unidos, es la que, mediante una especie de ilusión óptica, le atribuye algunas de las características de la URSS de antaño» y la que hace que los Estados «del Sur que pretenden jugar su propia carta (es decir, con algunas excepciones, también los países capitalistas como China o India), lo ven con diversos grados de benevolencia, como un aguafiestas frente a la hiperpotencia estadounidense». (Cabe señalar de paso que Rusia tiene el mayor arsenal nuclear del mundo, no el segundo como afirma SK en su texto. Incluso tiene más cabezas nucleares que las tres potencias nucleares de la OTAN -Estados Unidos, Francia y Reino Unido- juntas).
Estaríamos en un mundo aún más terrible de lo que ya es si «los países del Sur que pretenden jugar su propia carta» fuesen todos de la misma calaña que China -de por sí objeto de debate en cuanto a su carácter imperialista, lo que demuestra lo simplista que es el esquema Norte-Sur en política- o la India fascista de Narendra Modi. Pero, ¿por qué la India de Modi iba a «jugar su propia carta» y no, por ejemplo, el México de AMLO, el Afganistán de los talibanes, el Brasil de Bolsonaro (aunque admirador de Putin), el Myanmar de los generales (amparado por Pekín) o la Filipinas de Duterte, todos los cuales votaron a favor de la resolución de la ONU? De hecho, la presentación sesgada de los hechos por parte de SK sólo sirve para poner de relieve su enfoque general del tema.
Esto me lleva a la «nueva Guerra Fría» que, según mi análisis de hace más de veinte años, comenzó con el cambio de siglo, con la guerra de Kosovo (1999) que precipitó una situación que se había estado gestando durante toda la primera década postsoviética. SK no leyó bien lo que escribí en mi Memorándum:
La invasión rusa de Ucrania es el segundo momento decisivo de la nueva Guerra Fría en la que se ha sumido el mundo desde el cambio de siglo, como consecuencia de la decisión de Estados Unidos de ampliar la OTAN. El primer momento definitorio fue la invasión estadounidense de Irak en 2003.
Esto significa, nada más y nada menos, que en esta nueva Guerra Fría que se comenzó «con el cambio de siglo», ha habido hasta ahora dos momentos determinantes: la invasión de Irak en 2003 y la invasión de Ucrania en la actualidad. Desde luego, no he cambiado de opinión sobre cuándo empezó, como puede haber pensado SK.
El tono de su respuesta sube a medida que avanza el texto. En el Memorandum señalo que, tras su aplastante derrota en Irak, «
la propensión del imperialismo estadounidense a invadir otros países se ha reducido mucho, como lo confirma la reciente retirada de sus tropas de Afganistán». Y luego añado:
El destino de la invasión rusa de Ucrania determinará la propensión de todos los demás países a la agresión. Si fracasa, el efecto sobre todas las potencias mundiales y regionales será de una fuerte disuasión. Si tiene éxito, es decir, si las botas de Rusia logran «pacificar» a Ucrania, el efecto será un cambio importante en la situación mundial hacia una ley de la selva sin límites, envalentonando al propio imperialismo estadounidense y a sus aliados para que continúen con su propio comportamiento agresivo.
Este razonamiento es doblemente insostenible», escribe SK. «En primer lugar», continúa, «el paralelismo entre la invasión de Ucrania y la de Irak es muy engañoso. Es cierto que ambos fueron actos de agresión y violación de la soberanía e integridad de un Estado. Pero la comparación termina ahí. Porque Irak está a miles de kilómetros de Estados Unidos y no se trataba de que se uniera a una alianza militar hostil a Washington […]. Actualmente, Ucrania cuenta con el apoyo militar, económico y diplomático de todo el campo occidental, encabezado por Estados Unidos, mientras que Irak no contaba con el apoyo de nadie y los talibanes sólo con el de Pakistán.
Aparte de que ya he señalado estas diferencias, más que en ningúna otra web en la web en la que participa SK [Contretemps] ¿en qué la lejanía de Irak y el hecho de que no fue apoyada por nadie hacen que el destino de la invasión rusa de Ucrania no determine «la propensión de todos los demás países a la agresión»? Misterio. SK continúa:
Si, gracias al masivo apoyo occidental, gana militarmente, lo que sería justo en la medida en que defiende la integridad de su territorio contra un invasor, será todo el bloque occidental el que celebre esta victoria como propia. Y, precisamente por esta victoria, podrá borrar las desastrosas imágenes de Kabul y Bagdad, que es sin duda una de las principales razones de la histeria belicista que recorre actualmente las capitales y los medios de comunicación occidentales. Al borrar sus imágenes de derrota, se envalentonará para continuar su marcha hacia el este y seguir imponiendo su dominio a nivel mundial, aunque de forma menos costosa que las expediciones como las de Irak y Afganistán.
En resumen, según SK, una victoria ucraniana sería «justa» pero de consecuencias desastrosas. Uno se pregunta si, por la misma lógica, la justicia no debería sacrificarse a la batalla suprema contra el «bloque occidental», como sostienen algunos en la pseudoizquierda neocampista. Por mi parte, escribí que un éxito ruso -que, por cierto, sigue siendo la hipótesis más probable en el futuro inmediato- envalentonaría «al propio imperialismo estadounidense y a sus aliados para que continúen con su propio comportamiento agresivo». SK le da la vuelta al mismo término para decir que un fracaso ruso haría lo mismo. No estoy de acuerdo: Estados Unidos ya se ha beneficiado enormemente de las acciones de Putin. Deberían estar muy agradecidos al autócrata ruso.
El éxito de la invasión de Ucrania por parte de Rusia animaría a Estados Unidos a reanudar su camino de conquista mundial por la fuerza en un contexto de exacerbación de la nueva división colonial del mundo y de endurecimiento de los antagonismos globales, mientras que un fracaso ruso -que se sumaría a los fracasos estadounidenses en Irak y Afganistán- reforzaría lo que se conoce en Washington como el síndrome de Vietnam. Además, me parece bastante claro que una victoria rusa reforzaría enormemente el belicismo y la presión para aumentar el gasto militar en los países de la OTAN, mientras que una derrota rusa proporcionaría unas condiciones mucho mejores para librar nuestra batalla por el desarme general y la disolución de la OTAN.
Las siguientes palabras de SK no encajan bien con la coletilla [de la redacción de Contretemps] que precede a su artículo, en la que se afirma que la redacción no transigirá con «nuestro respetuoso marco». Cito:
la posición radical antiimperialista que defiende GA equivale a abogar no por la paz, sino por una victoria militar para Ucrania, que el apoyo logístico occidental debe hacer posible. Esta posición asume su belicismo, de ahí su pretensión de radicalidad, a la que dota de una dimensión antiimperialista, ya que se trata de derrotar al imperialismo ruso, salvo que en este aspecto es Joe Biden quien se convierte en el verdadero campeón del antiimperialismo.
Esto es tan lamentable que no merece ser comentado. Sigamos leyendo:
Ignorando el carácter interimperialista del conflicto actual, malinterpreta las consecuencias -por muy previsibles que sean- de una victoria obtenida en estas condiciones; a saber, una Ucrania avasallada, integrada orgánicamente en la OTAN, una Rusia asediada por todos lados por una alianza militar que la trata como un objetivo, un atlantismo triunfando sin oposición sobre Europa y más allá.
Si Ucrania consiguiera deshacerse del yugo ruso, se vería avasallada, argumenta SK, lo que, en efecto, es más que probable. Pero lo que no menciona es que si no lo hiciera, estaría esclavizado a Rusia. Y no hace falta ser medievalista para saber que ser vasallo es incomparablemente mejor que ser siervo. Lo que ocurre es que SK, a pesar de sus esfuerzos, no puede ocultar que lo que quiere es una especie de empate, más que una derrota rusa. Escribe:
Esta sombría posibilidad no hace que la resistencia ucraniana a la invasión rusa sea menos legítima, pero debemos tener claras las implicaciones de la configuración actual y no engañarnos. La dificultad fundamental a la que se enfrenta la izquierda contra la guerra en este momento es que, como en cualquier conflicto interimperialista, la victoria de uno u otro bando tiene consecuencias devastadoras, la peor de las cuales es sin duda una conflagración generalizada en Europa.
Su problema es que es ilusorio esperar un empate en caso de invasión de un país por otro. El cese de los combates con una retirada incondicional del invasor hasta las fronteras antes del 24 de febrero sería una victoria para Ucrania. El cese de los combates con la ocupación de una gran parte del territorio ucraniano, si no el sometimiento de toda Ucrania, sería una victoria para Rusia. Un resultado intermedio sería un éxito moderado para Moscú.
Pasemos ahora a la cuestión del armamento de la resistencia ucraniana. Yo escribí:
Estamos a favor de la entrega incondicional de armas defensivas a las víctimas de la agresión, en este caso, al Estado ucraniano que lucha contra la invasión rusa de su territorio. Ningún antiimperialista responsable le pidió a la URSS o a China que entraran en guerra en Vietnam contra la invasión estadounidense, pero todos los antiimperialistas radicales estaban a favor de un mayor suministro de armas de Moscú y Pekín a la resistencia vietnamita. Darles a los que luchan en una guerra justa los medios para luchar contra un agresor mucho más poderoso es un deber internacionalista elemental. Oponerse en bloque a estas entregas contradice la solidaridad elemental debida a las víctimas..
Comentarios de SK:
Este paralelismo con Vietnam parece, como mínimo, de mal gusto. Zelenski no es el nazi al que se refiere Putin, pero tampoco es Ho Chi Minch… El gobierno ucraniano es un gobierno burgués, al servicio de los intereses de una clase de oligarcas capitalistas, similar al que domina Rusia y en las demás repúblicas de la antigua URSS, y que pretende incorporar al país al campo occidental sin preocuparse de las previsibles consecuencias de semejante opción. Si bien es víctima de una agresión inaceptable, no representa ninguna causa progresista más amplia y sería completamente absurdo que las fuerzas de izquierda dignas de ese nombre defiendan que se arme.
Según esta lógica, sólo se puede apoyar a un pueblo que resiste contra una invasión imperialista sobrearmada si su resistencia está dirigida por comunistas y no por un gobierno burgués. Se trata de una vieja posición ultraizquierdista sobre la cuestión nacional, que Lenin ya criticó en su tiempo. El apoyo a una lucha justa contra la opresión nacional, por no hablar de la ocupación extranjera, debe darse independientemente de la naturaleza de su liderazgo: si se trata de una lucha justa, implica que la población afectada está activamente involucrada y merece apoyo, independientemente de la naturaleza de su liderazgo.
Ciertamente, no son los «oligarcas capitalistas» los que se movilizan en masa con las fuerzas armadas ucranianas en forma de guardia nacional improvisada y de petroleras [referencia a las mujeres que combatieron por la Comuna] de nuevo cuño, sino el pueblo trabajador de Ucrania. Y en su lucha contra el gran imperialismo ruso, dirigido por un gobierno autoritario y oligárquico ultrarreaccionario que preside el destino de uno de los países más desiguales del planeta, el pueblo ucraniano merece todo nuestro apoyo, que no es, sin embargo, acrítico hacia su gobierno.
El problema central de SK es que se equivoca sobre lo que es una guerra interimperialista. Si bastara con que fuera una guerra en la que cada bando fuera apoyado por un rival imperialista, entonces todas las guerras de nuestro tiempo serían interimperialistas, ya que por regla general basta con que un imperialista rival apoye a un bando para que el otro apoye al bando contrario. Una guerra interimperialista no es eso. Se trata de una guerra directa entre dos potencias, no de una guerra por delegación, cada una de las cuales pretende invadir el dominio territorial y (neo)colonial de la otra, como lo fue claramente la Primera Guerra Mundial. Como le gustaba llamarla a Leni, se trata de una «guerra de saqueo» por ambas partes,.
Calificar el actual conflicto en Ucrania, en el que ésta no tiene ninguna ambición, y mucho menos intención, de apoderarse del territorio ruso, y en el que Rusia tiene la intención declarada de subyugar a Ucrania y apoderarse de una gran parte de su territorio, como conflicto interimperialista, en lugar de guerra imperialista de invasión, es una escandalosa distorsión de la realidad.
Hoy en día, escribe SK, dada la naturaleza de las fuerzas implicadas, la entrega de armas a Ucrania sólo puede tener un propósito, asegurar su futuro vasallaje y transformación en un puesto avanzado de la OTAN en el flanco oriental de Rusia.
Esto no es cierto. El único objetivo de suministrar armas a Ucrania es ayudarle a oponerse a su esclavitud, aunque también quiera su vasallaje creyendo que es la única garantía de su libertad. Por supuesto, también debemos oponernos a su vasallaje, pero por el momento debemos ocuparnos de los asuntos más urgentes.
SK continúa su carga:
Dados los incalculables riesgos que conllevaría, ¿por qué oponerse, como argumenta el GA, sólo a la intervención militar directa en este conflicto y no a cualquier forma de intervención militar? ¿Es únicamente el innegable riesgo nuclear una razón suficiente para limitar la restricción a la intervención directa?
La respuesta es: sí, por supuesto. Ciertamente, es una condición suficiente, pero no es la única: la razón más directa -la que, a diferencia de la nuclear, no es hipotética (la disuasión mutua obliga), sino cierta- es que la entrada en guerra directa del otro bando imperialista transformaría el conflicto actual en una verdadera guerra interimperialista, en el sentido correcto del concepto, un tipo de guerra al que somos categóricamente hostiles.
«La línea que separa la intervención directa de la indirecta es menos clara de lo que algunos parecen pensar», dice SK. La línea es más clara de lo que piensa. Por eso, los miembros de la OTAN son unánimes (y no solo Emmanuel Macron, cuya sabiduría alaba SK) al declarar que no cruzarán la línea roja de enviar tropas para combatir a las fuerzas armadas rusas en suelo ucraniano, o derribar aviones rusos en el espacio aéreo ucraniano -a pesar de las exhortaciones de Volodimir Zelenski. Esto se debe a que temen, con razón, una espiral fatal, escépticos, como se han vuelto, sobre la racionalidad de Putin, que no dudó en blandir la amenaza nuclear desde el principio.
Si la lucha de los ucranianos contra la invasión rusa es justa, como admite SK a regañadientes, entonces es justo ayudarles a defenderse de un enemigo muy superior en número y armamento. Por eso estamos, sin dudarlo, a favor de entregar armas defensivas a la resistencia ucraniana. ¿Qué significa eso? Aquí también, SK no ve más que fuego.
Por ejemplo, estamos ciertamente a favor de suministrar misiles antiaéreos, portátiles o no, a la resistencia ucraniana. Oponerse a esto sería decir que las y los ucranianos sólo tienen más opción que ser masacrados y ver sus ciudades destruidas por la aviación rusa, sin tener los medios necesarios para defenderse o huir de su país. Pero, al mismo tiempo, no sólo debemos oponernos a la irresponsable idea de imponer una zona de exclusión aérea sobre Ucrania o parte de su territorio; también debemos oponernos a la entrega de aviones de combate a Ucrania, como prevé Joe Biden. Los cazas no son un arma estrictamente defensiva, y suministrarlos a Ucrania supondría, de hecho, el riesgo de intensificar el bombardeo ruso.
En resumen, estamos a favor de suministrar a Ucrania armas antiaéreas y antitanques, así como todo el armamento necesario para defender un territorio. Negarse a entregar estas armas es simplemente ser culpables de no ayudar a un pueblo en peligro. Pedimos la entrega de esas armas defensivas para la oposición siria. Estados Unidos se negó a hacerlo e incluso impidió que sus aliados locales las entregaran, principalmente por el veto israelí. Sabemos cuáles fueron las consecuencias.
El penúltimo punto: las sanciones. Yo escribí:
Las potencias occidentales decidieron toda una serie de nuevas sanciones contra el Estado ruso por su invasión de Ucrania. Algunas de ellas pueden reducir efectivamente la capacidad del régimen autocrático de Putin para financiar su maquinaria bélica, otras pueden perjudicar a la población rusa sin afectar demasiado al régimen o a sus acólitos oligárquicos. Nuestra oposición a la agresión rusa, combinada con nuestra desconfianza en los gobiernos imperialistas occidentales, significa que no debemos apoyar sus sanciones ni exigir su levantamiento.
Otra forma de traducir esto es decir que apoyamos las sanciones que afectan a la capacidad de Rusia para hacer la guerra y a sus oligarcas, pero no las que afectan a su población. Esta última formulación es correcta en principio, pero debe traducirse en términos concretos. No tenemos los medios para examinar el impacto de toda la gama de sanciones ya impuestas por las potencias occidentales a Rusia.
En cuanto a SK, el cree que
La tarea de la izquierda es denunciar la función política de este dispositivo y mostrar que es sobre todo un instrumento para asfixiar a un país que perturba el orden mundial configurado por la supremacía estadounidense y occidental, un instrumento que, en el fondo, se diferencia poco de un acto de guerra.
Una vez más, no ver que diferentes sanciones pueden desempeñar diferentes papeles es un signo de falta de percepción dialéctica. A diferencia de las posiciones dogmáticas del SK, nosotros definimos nuestra posición a la luz del «análisis concreto de la situación concreta», como bien dijo un gran crítico del dogmatismo de izquierdas. En cuanto a la caracterización del imperialismo ruso como «un país que perturba el orden mundial configurado por la supremacía estadounidense y occidental», esto revela de nuevo la esencia del pensamiento de SK.
Al final del artículo, SK señala un área de acuerdo: «Por otro lado, sólo se puede estar de acuerdo con GA en el último punto que menciona: la acogida incondicional de los refugiados ucranianos». Sin embargo, se apresura a añadir: «Pero no se puede hacer sin señalar que el cuasi-consenso que lo rodea es un ejemplo flagrante del doble rasero del cínico discurso dominante». En mi texto, muy conciso, SK parece no haberse dado cuenta de que ya lo planteo indirectamente al pedir que «que se abran todas las fronteras a los refugiados de Ucrania, como debería hacerse con todos los refugiados que huyen de la guerra y la persecución, independientemente de su origen». Para nosotros, esto es evidente, al igual que la hostilidad hacia la OTAN.
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Traducción: viento sur
Gilbert Achcar es profesor de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS) de la Universidad de Londres.