Introducción La llegada de la pandemia al planeta Tierra intensificó los efectos de una pesadilla. La crisis que desató el Covid-19 dejó ver y agudizó las múltiples crisis que ya existían y las condiciones inhumanas en las que ya vivía una buena parte de la humanidad. El eje del análisis se basa en la hipótesis […]
Introducción
La llegada de la pandemia al planeta Tierra intensificó los efectos de una pesadilla. La crisis que desató el Covid-19 dejó ver y agudizó las múltiples crisis que ya existían y las condiciones inhumanas en las que ya vivía una buena parte de la humanidad.
El eje del análisis se basa en la hipótesis de que la mayoría de los Estados actuales son estructuralmente incapaces de enfrentar una amenaza como la del SARS-CoV-2 sin estrategias que impliquen actos inhumanos, violatorios de derechos humanos y en potencia criminales. Estas estrategias tienen que ver tanto con su debilidad estructural como con dinámicas más profundas relacionadas con la forma en que se configuran las relaciones de poder. Nos enfocamos en el poder estatal entendido como dominio sobre la vida y la muerte de quienes viven o transitan por sus territorios o jurisdicciones, sobre todo en situaciones de «emergencia».
El análisis parte de la combinación entre la violencia, los derechos humanos y el desarrollo en una situación de emergencia y la lógica del triage social como justificación ética de actos inhumanos.
A partir de la revisión de algunos casos, que hemos identificado como graves, pretendemos identificar las violaciones de derechos humanos que se han cometido durante la pandemia por causas preexistentes agudizadas con la crisis sanitaria o bien por la ejecución de las medidas de emergencia. Abrimos la pregunta de si esos actos que han violado derechos humanos configuran crímenes de Estado. El ejercicio de señalar los actos nos parece esencial para desnormalizar lo que pretende imponerse como normal en el contexto de la pandemia.
Aunque nos enfocamos en casos de algunos países del continente americano que permiten tener una visión general de las dinámicas estatales en la región, vemos este texto como un primer paso en un análisis que valdría la pena hacer a mayor profundidad y en todas las geografías posibles. No es un texto fríamente calculado (aunque los cálculos sean fríos) o con pretensiones de objetividad y asepsia, surge de la indignación por las atrocidades que pretenden ocultarse bajo la tragedia de la pandemia, surge de la inquietud por encontrar rumbo para actuar frente a los crecientes abusos, surge de la urgencia por buscar señales de esperanza en medio de la incertidumbre.
Este texto es un inicio y a la vez es una invitación para construir o compartir análisis similares que puedan darnos una visión más clara de las dinámicas de poder en esta nueva etapa pandémica y de los actores que pretenden usar la crisis para sostener estructuras y relaciones que nos están llevando de una catástrofe a otra hasta que no quede nada más que (tal vez) ellos.
La pandemia
Un virus, un ser infinitamente pequeño, implicó una crisis social planetaria. La metáfora convertida en realidad sobre la fragilidad del mundo globalizado es devastadora. El origen griego de la palabra pandemia, «pan» (todo) «demos» (pueblo), pareciera un estado idílico de la humanidad, el único problema es que lo que en el 2020 une a todo el pueblo de este planeta es una elusiva y compleja enfermedad que demuestra la profunda vulnerabilidad de la humanidad. La pandemia no es resultado exclusivo de la existencia del virus SARS-CoV-2, ni de las mutaciones que puede haber tenido, ni de los padecimientos que provoca, es resultado del impacto social que tienen la combinación de contagios, padecimientos y la capacidad de contención y respuesta que podemos tener como humanos y como sociedades. Lo que también hace distinto a una pandemia, y a esta en particular, es su dimensión global.
Desde el año pasado existían advertencias sobre el aumento de enfermedades provocadas por la deforestación en todo el mundo. Se sabía que esta práctica cada vez menos regulada podía implicar el surgimiento de enfermedades infecciosas. (Zimmer, 2019)
Según un reporte especial del Programa de Medio Ambiente de Naciones Unidas (UNEP, 2020) los virus de origen zoonotico son enfermedades que están emergiendo de los animales y saltando a los humanos. De todas las nuevas y emergentes infecciones en humanos alrededor del 75 por ciento vienen de «especies de salto», de otros animales a las personas. La mayoría de las zoonosis pasan de forma indirecta a través del sistema alimentario. En el estudio identifican siete factores que pueden estar provocando la aparición de estas enfermedades: 1) el aumento de la demanda humana de proteína animal; 2) la intensificación de la agricultura insostenible; 3) mayor uso y explotación de la vida silvestre; 4) utilización insostenible de los recursos naturales provocado por el acelerado crecimiento de las urbes, el cambio de uso del suelo y las industrias extractivas; 5) aumento de viajes y transportes; 6) cambios en las cadenas de producción y suministro de alimentos; y 7) el cambio climático.
Las condiciones para que llegara esta catástrofe se fueron anunciando. La pandemia es un desastre y lo que lo configura como tal no es la amenaza natural sino las vulnerabilidades o capacidades de enfrentar esa amenaza. El desastre es un fenómeno social que pone en crisis la «normalidad», en el caso del Covid-19 lo que se pone en crisis es la capacidad de contener los contagios y evitar las muertes, algo que pone a prueba los sistemas sanitarios, económicos y políticos. Como cualquier desastre, la pandemia provoca tiempos acelerados a los que cualquier sociedad responde con aquello que tiene, es decir, lo que hay para enfrentarla es con lo que se puede enfrentar, sean capacidades técnicas, estructurales, económicas o hasta culturales.
Esta pandemia, la del coronavirus, es como cualquier desastre, pero no es cualquier desastre, es uno que ha puesto en crisis a casi toda la humanidad, y en situaciones de crisis, como en un barco que se hunde, surgen todo tipo de reacciones y decisiones, sabias, solidarias, oportunistas y crueles.
La crisis de un mundo en crisis
Desde que llegó el Covid-19 nada es igual que antes, la cruda realidad que se venía creando día a día provocada por el capitalismo desenfrenado que vivimos en casi todo el mundo nos llevó a tener las cifras de terror que tenemos ahora. Hoy día casi todos los seres humanos del planeta estamos siendo afectados por la incertidumbre que provoca la pandemia. Esa incertidumbre nos está haciendo añorar las crisis globales que teníamos antes, pues al decir de analistas como Naomi Klein (2020), el mundo ya estaba en crisis antes de esta crisis, estaba en llamas, en un deterioro ambiental catastrófico, con millones de personas sin posibilidades de sobrevivir y el resto apenas sobreviviendo, con un 1% de excepción. La privatización de la salud en casi todos los países y la situación de olvido en la que viven amplios sectores de la población han desempeñado un papel fundamental en el impacto de la pandemia.
Hemos presenciado miles de contagios, miles de muertes, y zozobra en todo el mundo frente a un enemigo mortal que parece apocalípticamente amenazante. Sin embargo, el viral coronavirus no es un monstruo mitológico invencible, es un organismo que provoca una nueva enfermedad, grave, en proceso de ser entendida, mortal en potencia, pero, con la rápida respuesta de médicos e investigadores de todo el mundo, tratable y curable sin necesidad de magia o soluciones espectaculares, solo con hospitales capaces de recibir a los enfermos, doctores bien capacitados y medicamentos adecuados y disponibles podría ser suficiente. Pero a pesar de ser, en términos patológicos, un problema remediable más allá de la existencia o no de una vacuna, el Covid-19 está resultando una tragedia de proporciones globales.
Más allá de las teorías de conspiración sobre el origen del virus (desde los estofados de murciélago hasta la guerra biológica), la realidad es que nadie estaba preparado. Casi todos los países del mundo tuvieron que implementar medidas específicas para enfrentar la llegada del virus, retrasarla o aplanar la ya paradigmática curva de contagios. Algunos países han tenido reacciones más ágiles y efectivas que otros, pero la realidad es que ningún país parece salvarse.
Byung-Chul Han (2020) hace un interesante análisis de las condiciones culturales y políticas que permitieron a los países asiáticos enfrentar la pandemia con relativa efectividad, el resultado a largo plazo de su análisis es casi más preocupante que el virus en sí. China, Japón, Corea y Taiwán logran controlar el primer ciclo de la pandemia porque tienen un control casi total de la cotidianidad de las personas que viven dentro de sus fronteras. Vigilancia digital permanente, cámaras de seguridad en todos los espacios, sean públicos o privados, reconocimiento facial, capacidad absoluta de control poblacional, sumisión completa al Estado (o confianza si nos gustan los eufemismos), y eso sí, cubrebocas, muchos cubrebocas.
La crisis sanitaria y humana que estamos viviendo en el mundo está siendo aprovechada sin duda para controlar a la población, aumentar la polarización en cada país y a nivel global, pasar leyes que en otros momentos habrían provocado mayores reacciones sociales, militarizar la vida social y la seguridad pública, vender, especular y continuar con la misma lógica que nos ha dejado en dónde estamos a nivel social, político, económico y ambiental.
¿Salvar vidas o salvar la economía?
Las respuestas de cada país, de cada persona, han sido diversas y hasta paradójicas, desde las compras de pánico (sobre todo de papel higiénico y cervezas, esenciales al parecer para la supervivencia humana) que presuponen que un «otro mezquino» acumulará los recursos, la exigencia de estrategias de cuarentena coercitiva y vigilancia digital, hasta la «confianza» en la civilidad ciudadana. Toda crisis grave saca lo peor y lo mejor de la humanidad, como señaló Rodríguez Lascano (2020) «cada uno comienza a elaborar sus criterios de supervivencia, unos quieren asegurar papel de baño, pero otros se cuestionan una vieja forma de relación social y enseñan una solidaridad horizontal».
En muchos aspectos la pandemia, como apunta Zibechi (2020), acelera tendencias preexistentes que van desde la interrupción de la integración económica y el debilitamiento político del sistema, hasta profundas transformaciones psicológicas y culturales.
En medio de la incertidumbre y del exceso de información verdadera, falsa y combinaciones entre ambas, algunas cosas se han vuelto evidentes: la primera es que la propagación del virus nos mostró el nivel de interconexión que hay entre los seres humanos de este planeta, contagio tras contagio. Ha sido necesario forzar el distanciamiento social para tratar de disminuir la frecuencia de esas conexiones y así tratar de reducir el número de contagios. La segunda es que los efectos y temores económicos y de abastecimiento de insumos médicos o alimentos han mostrado el nivel de interdependencia global desde las grandes cadenas de producción hasta las cuestiones más cotidianas de la vida. La tercera es que, en tiempos del Big Data, de la nanotecnología, del aparente entendimiento y control minucioso que los humanos teníamos sobre el planeta, el imaginario de nuestra aptitud suprema de supervivencia y dominio sobre la naturaleza se desmorona y hace explícita nuestra vulnerabilidad como especie.
Algo que es importante apuntar es que esta pandemia pudo haberse prevenido, no la aparición del virus o los contagios iniciales, tal vez ni siquiera su expansión por algunos países, pero sí su dimensión global y su letalidad. En su análisis sobre la pandemia y el sistema-mundo, Ramonet (2020) muestra que en varios reportes recientes de las agencias de seguridad e inteligencia de Estados Unidos, en análisis de expertos y en múltiples foros se había planteado la posibilidad de una pandemia de estas proporciones por un virus con las características del nuevo coronavirus SARS-CoV-2, y en muchos casos se hicieron recomendaciones para establecer las medidas sanitarias para poder prevenirla o enfrentarla.
No eran necesarias medidas espectaculares ni tecnologías de avanzada sino estrategias simples con técnicas tan sencillas como el jabón, herramientas de costura para los tapabocas y la implementación de medidas de distancia, y evidentemente, un sistema de salud pública eficaz. Como señala Ramonet, Vietnam es un ejemplo interesante pues con unos cuantos contagios estableció estrictas medidas de distancia y logró controlar el brote en cuestión de semanas y sin un gran número decesos. Otros casos interesantes de reacción temprana son Nueva Zelanda y Cuba. En el primer caso limitando la hipermovilidad y estableciendo “burbujas” comunitarias que permitieron la interacción entre personas sanas. Los resultados de esas medidas los conocemos, contuvieron los contagios. En el caso de Cuba con un sistema de salud pública robusto, con claros protocolos de respuesta ante una situación como ésta, un importante desarrollo de medicamentos y diagnosticando casa por casa sin necesidad de grandes recursos, solo con una eficiente práctica médica. Es decir, ya existían la experiencia, la información y las advertencias necesarias para que el mundo, y sobre todo la economía capitalista, aceptara con humildad una pausa en su avance devastador y evitara el número de muertes que se está registrando. Pero lo que se hizo se hizo tarde y con la excusa de la sorpresa, y esto ha tenido efectos graves en la vida de casi todos los seres humanos del planeta, al extenderse en el tiempo y afectar las relaciones sociales y sí, también las económicas.
A lo largo de la pandemia hemos escuchado la manera reiterada la contraposición entre medidas sanitarias orientadas a evitar contagios, en particular las medidas de distancia social, y la economía global que en apariencia precisa volver a las actividades habituales y a la interacción directa entre personas, lo que ha planteado un aparente dilema entre salud y economía. El argumento de las medidas médicas y sanitarias para salvar vidas es directo, la distancia evita contagios, evitar contagios salva vidas. El argumento en favor de la reactivación de las actividades económicas es indirecto, es decir, se basa en la idea de que la reactivación económica, la producción y el consumo pueden evitar el crecimiento del desempleo, de la pobreza y que eso provoca mejores condiciones de supervivencia para todos. Plantea la idea de que la economía global salva vidas, tantas o más que el evitar contagios. Como si el sistema económico predominante antes de la pandemia beneficiara a todos.
La lógica neoliberal tiene un fuerte componente de sacrificio de poblaciones que dentro del cálculo de costo-beneficio para la economía considera menos valiosas y por lo tanto descartables, como lo señala puntualmente en una entrevista Mbembe (Bercito, 2020). Estas poblaciones suelen ser las mismas de siempre, aquellas que son consideradas menos valiosas o aquellas que sufren una violencia sistemática y estructural, es decir, aquellos que se encuentran en la zona del no-ser como diría Fanon (1973).
Meses después del inicio de esta crisis podemos ver cómo en muchos países los gobiernos están privilegiando la economía por encima de la salud, desde los rostros más grotescos, como el de Trump y Bolsonaro, hasta los llamados gobiernos progresistas. La mayoría han optado por salvar la economía, por presionar a la reapertura de la producción, por invitar a consumir, y por hacerlo con medidas sanitarias de protección individual (cubrebocas, lentes, guantes, etc), por comenzar a acostumbrarnos a lo que llaman una «nueva normalidad».
Las medidas sanitarias de distancia implican una protección colectiva en donde, como dice Marcos Roitman (2020b), el no salir no solo implica cuidarme yo de no contagiarme, sino también el cuidar que yo no contagie a otros, la distancia es una medida de protección colectiva, sobre todo en los numerosos casos asintomáticos que parecen ser característicos de este coronavirus. Estas medidas implican que el Estado tiene que asumir la responsabilidad de que todos tengan las mejores condiciones posibles de supervivencia dentro de la lógica del distanciamiento. También implica que los propietarios o socios de las empresas privadas tienen que asumir costos por mantenerse inactivos durante un tiempo, sin recurrir a despidos que harían más precaria aún la situación de los trabajadores. En este contexto también se requiere de servicios públicos robustos, sobre todo en lo sanitario, en la atención a quienes dependen de la economía informal para sobrevivir cada día y en la regulación de las actividades de producción esenciales (alimentación, energía y comunicaciones). Un Estado que depende de servicios privatizados depende entonces de la disposición del sector privado o de tener los recursos económicos y políticos para su expropiación y así poder asumir los requerimientos de las medidas de distancia. Como se ha visto en varios países, existe también la posibilidad de establecer medidas extremas de distancia sin prever las condiciones de supervivencia de la población más vulnerable, sobre todo aquella que vive día a día de la economía informal.
La reactivación de las actividades económicas presenciales implica un aumento en la interacción directa entre personas y por lo tanto una mayor exposición de la población al contagio del virus, por lo tanto requiere un énfasis en la protección individual. Esto exime a las empresas privadas de tener que asumir costos por las medidas de protección pues les permite reactivar su actividad lucrativa y hace dispensable la necesidad de que los empleadores asuman medidas de protección de la salud de los empleados. Asimismo, el Estado puede desentenderse de la necesidad de asumir la responsabilidad directa de que todos tengan los medios indispensables de supervivencia. Los servicios esenciales pueden seguir su camino de privatización, incluida la salud.
En este último escenario la responsabilidad de evitar el contagio recae por completo en los individuos y en su capacidad por aislar su cuerpo, lo que, como es lógico, será más o menos fácil dependiendo de su ubicación en las relaciones de producción. Un accionista adinerado de una empresa estará en mejores condiciones para distanciar su cuerpo de los virus que un obrero.
La pregunta aquí es cuántos Estados tienen aún las condiciones institucionales para asumir medidas de protección colectiva ante la pandemia, y cuántos están dispuestos a asumir los costos políticos y económicos para tenerlas. Lo que ya se percibe como una realidad en construcción es un nuevo ciclo de operación de los dos binomios en el proceso del capitalismo neoliberal que identificaba el Subcomandante Marcos (1997) hace más de veinte años: destrucción-despoblamiento y reconstrucción-reordenamiento.
El Estado de Malestar en la Cuarta Guerra Mundial
Desde hace décadas se fue instalando lo que Rodríguez Azueta (2019) llamó el Estado de Malestar, después de que se fue desmantelando su opuesto, el Estado de Bienestar, así que ya teníamos normalizada la anormalidad que implicó que el Estado no gestionara la vida sino la muerte. Esto es lo que los zapatistas (Subcomandante Insurgente Marcos, 1997) llamaron la Cuarta Guerra Mundial, considerando que la Guerra Fría fue la tercera. Para ellos esta Cuarta Guerra es la peor y la más cruel, una que el neoliberalismo libra contra la humanidad. En esa guerra la política se convirtió en organizador económico, ya no en organizadora del Estado nacional. El crimen organizado fue penetrando los sistemas políticos y económicos de los Estados nacionales, las medidas económicas del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional impuestas después de la crisis de la deuda mundial de los ochentas agudizaron las crisis de los negocios legales; la crisis de la deuda mundial provocó que los países «subdesarrollados» presentaran una reducción en sus ingresos, lo que dio pie al origen de una economía ilegal para llenar el vacío dejado por la caída de los mercados nacionales.
Antes de la llegada del SARS-CoV-2 ya habíamos presenciado rescates económicos y bancarios a costa de la gente. La economía que se instaló entonces ha estado basada y sostenida en la desigualdad.
La lógica brutal de la etapa neoliberal del capitalismo trajo consigo una creciente gestión burocrática de la barbarie que se sintetiza en lo que Rodríguez Lascano (2017) define como la nueva ideología del dominio: la guerra humanitaria.
En estas circunstancias, el repliegue en tiempos de crisis de los derechos humanos como herramienta de resistencia ante los abusos del poder es brutalmente claro. De pronto la discusión de los derechos humanos regresó a la preservación de la vida, y a primera vista pareciera que a costa de todos los demás derechos. El año 2001 marcó el auge de los estados de excepción permanentes y de la seguridad como derecho supremo a reclamar, además de como fuente primaria de legitimidad. Poco a poco esta lógica se ha matizado entre escándalos por crímenes de guerra (reconocidos y no) y por la crisis de 2008 que puso en evidencia la fragilidad del sistema financiero global y la voracidad de las corporaciones transnacionales. Pero esas coyunturas que han evidenciado la brutalidad y la debilidad de los Estados se han enfrentado con la agudización de las condiciones que las provocaron. En el caso de la seguridad con el inicio de una guerra interminable en Medio Oriente y con la criminalización de quienes denuncian los actos atroces en esas guerras, como ocurre con el caso de Julian Assange. En el tema financiero la respuesta fueron costosos rescates que llevaron dinero público a bolsillos privados. Tanto la experiencia de 2001 en el campo de la seguridad como la de 2008 en el financiero nos enseña que una palabra que parece generar una aceptación casi mágica de las soluciones más aberrantes es «emergencia».
Rajagopal (2007) señala que los estados de emergencia fueron un mecanismo para deslegitimar los movimientos de liberación en las colonias europeas y negarles a esos conflictos el estatus de guerra o de desafío al Estado, los reducía a situaciones que requerían el restablecimiento del orden. Por otra parte, el estado de emergencia permitió eliminar la aplicabilidad de normas jurídicas internacionales que podrían tener efectos en una situación normal de desorden interno. Esta experiencia, este mecanismo, se trasladó de los imperios al derecho internacional, que como Anghie (2015) señala, se deriva de los primeros, y de ahí a todos los Estados que de alguna manera se han armonizado con las formas jurídicas europeas. El efecto de este traslado es que en un estado de emergencia no existen muchas normas jurídicas que puedan aplicarse, no es una situación de guerra por lo tanto el derecho internacional humanitario queda relegado, y no es una situación normal, no es tiempo de paz por lo que los derechos humanos quedan mayormente sujetos a los criterios que el Estado establezca para la emergencia.
Existen algunas normas internacionales como los Principios de Siracusa, adoptados por la ONU en 1984, que establecen algunas disposiciones que deben aplicarse cuando por una declaración de emergencia un Estado pretenda limitar o derogar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Entre otras cosas, establece garantías que no pueden ser suspendidas, como el derecho a la vida, a no ser torturado, a la libertad de pensamiento, entre otras, y establece criterios de necesidad, legalidad, racionalidad, proporcionalidad y temporalidad para las declaratorias de emergencia. Sin embargo, así como establece protecciones a ciertos derechos insuspendibles, también establece criterios para que los Estados puedan suspender otros derechos en situaciones que consideren de emergencia, aludiendo al mismo tiempo a la responsabilidad de los Estados en cuanto a lo «estrictamente necesario». En el caso de las emergencias como la que presenta el Covid-19, los Principios de Siracusa determinan que:
«La salud pública puede invocarse como motivo para limitar ciertos derechos a fin de permitir a un Estado adoptar medidas para hacer frente a una grave amenaza a la salud de la población o de alguno de sus miembros. Estas medidas deberán estar encaminadas específicamente a impedir enfermedades o lesiones o a proporcionar cuidados a los enfermos y lesionados». (UN Commission on Human Rights, 1984).
Estas normas tienen una redacción general y están sometidas a los criterios geopolíticos que determinan su aplicabilidad como ocurre, de forma recurrente, en el derecho internacional. A esto hay que agregar que una catástrofe de la que deriva una emergencia genera un estado de conmoción en la población que la inmoviliza por lo menos temporalmente, y que la hace susceptible a aceptar las acciones que determinen quienes aparentan tener el control (Klein, 2007). Esto dificulta la posibilidad de poner la atención sobre normas internacionales poco difundidas y dificulta su aplicabilidad, ya no sólo por el contexto geopolítico global, sino por la dificultad de enfrentar, de manera simultánea, la conmoción y los abusos de los agentes del Estado. El estado de conmoción que produce la catástrofe, en este caso la pandemia, aumentado por la acción del Estado deriva en un comportamiento de socialconformismo (Roitman, 2020a) que inhibe la conciencia y paraliza la posible acción colectiva en un estupor que se presenta como responsable. Todo esto permite que durante una catástrofe se dé el ambiente para que la gestión de la vida y la muerte quede en manos de quienes detentan el poder del Estado o están en condiciones de manipularlo.
A este proceso de la emergencia hay que agregar otro elemento que tiene orígenes anteriores a la pandemia. Ulrich Beck (2003) señalaba dos procesos que permean los Estados y las sociedades en el proceso general de globalización, el del régimen neoliberal y el de los derechos humanos. Por una parte, en el período neoliberal los derechos humanos pasaron de ser una forma de defensa contra el poder, a ser la concreción del poder como apunta Douzinas (2005). Por otra parte, el neoliberalismo llevó en las últimas décadas del siglo XX a acelerados procesos de privatización en sectores antes bajo el control del Estado, y convirtió a este último en la representación de una facultad técnica administrativa que posibilitó el crecimiento de una economía global corporativa (Sassen, 2007).
En una especie de armonización entre el régimen neoliberal como forma de estructuración de las relaciones económicas y Estatales en la globalización, con los derechos humanos como su discurso moral, toma fuerza otro discurso heredado del desenlace de la Segunda Guerra Mundial, el del desarrollo. Esta preocupación por el desarrollo surge tanto de las problemáticas que representaban las ex-colonias, y ahora nuevos Estados, en términos de pobreza, en combinación con la necesidad de las antiguas metrópolis por recuperarse tras la guerra (Naredo, 2015). Si bien el concepto de desarrollo en la posguerra tomó un carácter eminentemente pragmático, durante el período neoliberal ese pragmatismo se volvió tan brutal en lo concreto como eufemístico en el discurso. Desde los sesenta y setenta el desarrollo se volvió casi un sinónimo de bienestar, y a finales de los noventa ese bienestar potencial parecía justificar cualquier acción, cualquier proyecto, cualquier violencia.
Como también advierte Rajagopal (2007), la violencia del desarrollo suele ser un punto ciego de los derechos humanos, como norma se le ubica fuera de ese campo, a pesar de la cantidad de violaciones sistemáticas que derivan de ella. Si bien la violencia del mercado por lo regular es señalada en toda clase de movimientos sociales, foros y discursos para denunciar los efectos perversos del capitalismo, esta se ha ido adaptando y se oculta bajo esa otra violencia del desarrollo que es menos señalada. Estar en contra del mercado en América Latina puede ser hasta habitual, es ir en contra de los ricos en países en su mayoría pobres (con independencia de las alquimias estadísticas), pero estar en contra del desarrollo significa ir en contra de los intereses del bien común del país, por lo tanto, la violencia generada por el desarrollo tiende a volverse aceptable.
La justificación de la violencia en nombre del desarrollo resulta en una argumentación capaz de socavar cualquier intento por frenarla desde el discurso de los derechos humanos, porque si bien es posible condenar a quienes cometen abusos puntuales, la causa estructural de esos abusos, los proyectos de desarrollo, suelen seguir su curso.
Una noción que resulta muy útil para referirse a la relación entre comercio y violencia en la economía política contemporánea es la de Necrocapitalismo (Banerjee, 2008) que establece que las formas contemporáneas de acumulación organizacional implican desposesión y sometimiento de la vida al poder de la muerte. En el necrocapitalismo la violencia, el despojo y la muerte, son resultado del proceso de acumulación, ahí se generan espacios que parecen inmunes a la intervención legal, jurídica y política, lo que provoca la suspensión de la soberanía. Las corporaciones aprovechan cualquier situación para implantar estados de excepción y beneficiarse económicamente de ellos. Aquí entran los desastres, las guerras que aplanan el camino para la posterior reconstrucción que implica el endeudamiento de los países y la ejecución de programas de ajuste.
El Covid-19 no llega a un mundo en blanco, se expande en ese mundo, en ese contexto de necrocapitalismo, de violencia, de eufemismos, de bienestar privatizado, de servicios públicos insuficientes y de Estados profundamente dependientes de los actores más poderosos del mercado. Sumado a esto, en la actual crisis, la del SARS-CoV-2, no nos enfrenta a «otros» humanos, sino a un «otro» invisible y aparentemente incontenible que pone en riesgo nuestra posibilidad de respirar y, por lo tanto, de vivir. Esto ha generado una enorme incertidumbre sobre lo que queremos proteger de «lo humano» y sobre cómo responder, sobre todo porque está implicando ponerse frente al sistema hegemónico, a sus inocultables contradicciones y peligrosas deficiencias.
El Triage Social: ¿Salvar qué vidas para qué economía?
La pandemia del Covid-19 ha explicitado el control poblacional a través de la gestión de recursos de supervivencia limitados, se han desarrollado algoritmos éticos para tener la capacidad de decidir quién debe sobrevivir y quién no, a partir de imaginarios sobre el «bien común» o ideologías que resuelven el dilema ético de quién los merece y quién no.
Un algoritmo es una mala pronunciación latina de Al-Khwarizmi, el matemático persa del siglo IX, cuyo nombre durante la edad media se usó para describir cualquier método de cálculo sistemático o automático. Algoritmo hoy día tiene muchas definiciones, es un árbol de decisión, es un sistema al que se le ingresa información y del que se obtienen respuestas, es un conjunto de instrucciones que el usuario sigue de manera mecánica y de las que obtiene un resultado ideal (Steiner, 2012). Desde la Edad Media el estudio de los algoritmos ha dado resultados interesantes en la búsqueda de respuestas, sin embargo es hasta Claude Shannon que a finales de los treinta combinaría la matemática binaria de Leibnitz con el álgebra booleana para diseñar circuitos electrónicos capaces de guardar información y resolver problemas. Como lo analiza Castells (1999) la importancia de la producción y gestión de información desde ese momento y sobre todo a partir de finales del siglo XX ha transformado las relaciones sociales en el mundo en todos los ámbitos, incluidas las relaciones de poder y la política. Una muestra de la relevancia de la información es la cantidad que se produce y almacena, hasta 1986 el monto era de 2.64 billones de gigabytes (entre digital y análoga), para el 2007 (hace 13 años) la cantidad era ya de 294.98 billones de gigabytes, es decir que en 20 años se ha almacenado más de cien veces más información que desde el inicio de la historia hasta 1986 (Hilbert y López, 2011).
Además de la cantidad, la velocidad cuasi simultánea del flujo de información a nivel global ha llevado a requerir y depender de algoritmos capaces de procesar grandes volúmenes en poco tiempo, lo que permite tomar decisiones a quienes diseñan y controlan esos algoritmos. En este sentido los algoritmos se han convertido en una nueva ideología científica para enfrentar la incertidumbre en un mundo global y a la vez reforzar las relaciones de dominación (Rodríguez Lascano, 2020). Los algoritmos se están utilizando para enfrentar problemas sociales y éticos, para tomar decisiones a partir de una lógica que implica ordenar, clasificar y en última instancia discriminar lo que sirve de lo que no sirve y a partir de ello decidir cómo actuar. La aplicación de algoritmos para problemas éticos y sociales implica aplicar rutas mecanizadas de decisión para tomar decisiones que afectan la vida en todos sus aspectos. Esto a su vez implica analizar la base sobre la cual se construye esa ruta mecanizada, es decir su propósito y su origen contextual e ideológico.
Uno de los algoritmos ético-sociales, o de justicia distributiva, como argumentan Moskop y Iserson (2007), más conocidos en la actualidad es el triage médico, que viene de la palabra francesa trier (filtrar, seleccionar, clasificar y separar lo útil de lo desechable) utilizada en la actividad agrícola, cuyo origen se atribuye al Baron Dominique-Jean Larrey, jefe de la Guardia Imperial de Napoleón, que desarrolló un sistema para evaluar y clasificar la atención a los soldados heridos en batalla entre los que requerirían atención inmediata por la severidad de sus lesiones y los que podrían esperar para ser tratados. A mediados del siglo XIX el cirujano naval de la Armada Británica John Wilson agregó la clasificación de aquellos que no recibirían atención por no tener posibilidades de sobrevivir aún con tratamiento. Sobre esta base hay una larga historia de adaptaciones en los entornos militares, médicos y de servicios de emergencia. En todos los casos se utiliza para que en una situación de recursos médicos limitados se pueda ordenar, clasificar y discriminar pacientes.
La idea general es que, en un escenario de múltiples víctimas provocado por un evento catastrófico, la crisis, en términos médicos, tiene un protocolo claro de triage, de clasificación en grupos: los de fácil recuperación sin intervención, los críticos sin posibilidad de recuperación aún con una intervención y los graves con posibilidad de recuperación con una intervención. Este es un proceso que se puede realizar en varios momentos que van desde el lugar en el que ocurrió el evento catastrófico hasta la atención hospitalaria. El criterio es simple y existen varias versiones y adaptaciones del algoritmo de triage para tomar estas decisiones, pero en el terreno la clasificación depende de los conocimientos científicos, capacidades técnicas y valoración ética de quien decide, y quien decide, como norma, será médico o paramédico porque, como es habitual, son los que están socialmente (en lo moral y lo legal) legitimados para tomar esa decisión.
Ahora pensemos en una situación en la que la humanidad es ese escenario de múltiples víctimas provocado por la catástrofe de nuestras propias acciones. Así ha ocurrido con la pandemia del coronavirus en casi todo el mundo, el Estado está asumiendo las decisiones de manera temporal, pero poco a poco el mercado y el Estado-gestor reasumen su relación para una gestión presuntamente «eficiente» de esos recursos limitados que favorece las relaciones de poder asimétricas. Las decisiones frente a la pandemia y sobre las prioridades (sanitarias o económicas) al respecto están estableciendo la clasificación de la sociedad y sobre cómo gestionar los recursos limitados de cada Estado y del mundo.
Sjoberg Vaughan y Williams (1984) definieron el concepto de triage social como el mecanismo mediante el cual las burocracias gestionan a los sectores más «desfavorecidos» de la población. Mientras que en el triage médico, heredado de las guerras napoleónicas, los descartados por ser irrecuperables mueren, en el triage social, a los descartados las burocracias les sacrifican las posibilidades de acceder a recursos, si continúan viviendo o mueren resulta irrelevante y se vuelve invisible para el «bien mayor». Un crudo ejemplo de una de las formas más oscuras del triage social es el que se dio en el primer periodo del régimen Nazi en Alemania, cuando el gobierno de Hitler asesinó de manera selectiva a todos los que tuvieran alguna «discapacidad» para evitar que se contaminara la «pureza racial aria».
En el caso de la actual pandemia el triage ocurre en ambos sentidos, en el médico y en el social. Cada Estado ha definido criterios para adjudicar los recursos sanitarios limitados a la población afectada por el SARS-CoV-2. A partir de criterios de bioética definen algoritmos para otorgar o negar atención médica directa, hospitalización o respiradores artificiales. Por otra parte, toman decisiones sobre las actividades económicas, y sobre cuáles se consideran esenciales, a qué sectores favorecer con programas públicos, es decir, qué partes de la población aprovecharán mejor los recursos del Estado para favorecer los propósitos del Estado, algo muy similar a la situación pre-pandemia.
Aquí surge un meta-triage, es decir una clasificación sobre qué sistemas de clasificación son más importantes. Se trata de salvar vidas, pero vidas específicas y, a la vez, de decidir sostener el sistema económico. Este meta-triage social, estas formas de decidir los criterios para clasificar a la población, para decidir sobre la vida, la muerte, sobre las formas de vivir, de morir o de sobrevivir, tienen que ver con las intervenciones y controles reguladores de la población que caracterizan a la biopolítica (Foucault, 1991) y a esas formas de existencia social características de la necropolítica (Mbembe, 2003), condiciones de vida a las que son sometidos grandes sectores de la población y que los condenan en calidad de muertos vivientes.
En un estado de emergencia se hace explícito el triage como forma de poder, en donde todo lo que está formalmente bajo el dominio del Estado se convierte en un campo, en un espacio de excepción que cada vez más tiende a volverse permanente. Ahí y entonces, el soberano, el que puede determinar la excepción y definir los criterios del triage, asume el control para decidir sobre la nuda vida (Agambem, 2001), sobre los humanos como seres biológicos, y de ahí determinar quienes tienen la calidad de ciudadanos acreedores de derechos, quienes se convierten en refugiados (más allá de la documentación que tengan o no) merecedores de ayuda humanitaria o persecución policíaca, y quienes quedan como zombies, muertos vivientes, condenados a las formas más precarias de supervivencia o a morir en el olvido.
En la emergencia específica de la pandemia, un criterio de triage es favorecer la protección del mayor número de personas de posibles contagios y evitar así que la demanda de servicios y recursos médicos supere los recursos existentes. Esto implica optar por ocupar mayores recursos públicos para asegurar la supervivencia de aquellos que dependen de la actividad productiva normal y presencial para sobrevivir. Además significa la reducción de ciertas formas de producción y consumo, lo que implica, como habíamos establecido antes, una mayor presión sobre las empresas privadas en términos económicos y laborales, y a su vez una mayor presión política sobre los Estados. En este punto es importante anotar que algunos países han priorizado evitar la saturación del sistema de salud (camas y ventiladores) al hacer que las personas infectadas y con síntomas permanecieran en sus casas, algo que ha llevado a que muchos mueran sin llegar a los hospitales o que al llegar sean casos de gravedad extrema.
Otra posibilidad es favorecer la producción y el consumo y asumir el riesgo de mayores contagios y la sobre saturación de los servicios de salud que, de forma inevitable, deriva en más muertes. La decisión de priorizar la actividad económica sobre la protección de la salud implica considerar esenciales a los actores con mayor poder de generación de riqueza y considerar «irrecuperables» o descartables a amplios sectores de la población con menor relevancia económica.
El debate entre la protección de la salud ante posibles contagios y la saturación del sistema de salud, la urgencia por «normalizar» la actividad económica y una especie de reconcientización de la necesidad de tener un planeta «sano» para poder sobrevivir como humanos, resultan procesos definidos en la mayoría de los casos por unos cuantos «tomadores de decisiones» y «expertos» basados, no sólo en una visión filosófica de lo humano ni en un diagnóstico o pronóstico de la sociedad, sino en gran medida por coyunturas en las relaciones de poder, en su futuro mediato.
El triage social presenta un algoritmo que permite a los Estados justificar moral y técnicamente las consecuencias de decisiones éticas complejas en el que tienen que ver la gestión de la supervivencia y la discriminación de las poblaciones que rigen, igual que el paramédico, médico o primer respondiente en un escenario de múltiples víctimas donde sus decisiones de triage médico le permiten justificar la muerte de aquellos que determina irrecuperables. En este punto es importante preguntarnos si esas decisiones, bajo la justificación del triage o no, en el contexto del necrocapitalismo, implican violaciones de derechos humanos y si estas implican crímenes de Estado.
Si entendemos crimen de Estado como la desviación organizacional por parte de agencias del Estado que involucra la violación de derechos humanos (Green y Ward, 2000) entonces sí, quizás estemos ante la configuración de estos, considerando que la desviación organizacional se dio por privilegiar el funcionamiento de una economía desigual que ejerce formas estructurales de violencia y beneficia, en lo fundamental, a una minoría por sobre la necesidad de salvar el mayor número de vidas ante la crisis sanitaria.
La pandemia y los derechos humanos en crisis
Tanto la conceptualización de los derechos humanos como su aplicación y sus efectos están en una etapa de mucho debate y cuestionamiento. Y en estos tiempos se profundizan las crisis pre-existentes.
Un cuestionamiento central es el tema de su universalidad. La crítica conceptual de los derechos humanos tiene un argumento fuerte en que son producto de la narrativa europea de la modernidad que, como señala Mignolo (2010), es la cara visible y benevolente de la colonialidad, por lo tanto su presunta universalidad tiene como centro una concepción eurocentrada en lo humano, patriarcal, blanco, heterosexual y capitalista, donde los que más se acercan a ese modelo se pueden considerar ciudadanos, con lo cual se deja al resto de la humanidad en calidad de bárbaros peligrosos, salvajes inconscientes o seres antropomórficos sin la madurez genética o genérica para ser sujetos. No es coincidencia que sea precisamente el discurso de los derechos humanos el que se constituya como el discurso moral de la modernidad-colonialidad capitalista, como un vapor que respiramos y nos define sin percibirlo con claridad. En estas condiciones, la universalidad de los derechos humanos tiene un tono imperialista e implica la legitimación del sistema hegemónico instituido. En términos de Laclau (2005), los derechos humanos tienen como límite demandas intra-sistémicas.
Esa lógica intra-sistémica moderno-colonial está en las formas cristalizadas, sólidas de los derechos humanos, en la transformación de norma moral a norma jurídica que se concreta en la forma de garantías constitucionales o tratados internacionales. Aunque es un campo profundamente dependiente de los movimientos de la geopolítica, al convertirse en normas reconocidas dentro de las formas jurídico-institucionales del poder, pueden adquirir una característica relevante, obligatoriedad. Como resulta evidente, esta obligatoriedad, cuando existe, está limitada por el juego político, sin embargo, el laberinto jurídico de los derechos humanos ha logrado en algunos casos encontrar salidas a situaciones de injusticia.
En condiciones jurídicas los derechos humanos representan la concepción europea, moderna, liberal y colonial del Estado, y es cierto que su uso confirma las relaciones de dominación, sin embargo, en algunos casos concretos, pueden ser una herramienta complementaria que permite detener abusos, despojos, agresiones e incluso omisiones.
Otra forma de los derechos humanos está sujeta a la lógica de la política coyuntural que surge de la contraposición entre dominación y resistencia. Por un lado, el hecho de que los derechos humanos se configuraran como el discurso de justicia y dignidad de la modernidad-colonialidad capitalista los convierte en el discurso de legitimación del poder y, por consiguiente, del Estado. Esto los hace también una narrativa que alimenta una retórica hipócrita que permite que las injusticias concretas y los abusos del Estado y de quienes ejercen alguna forma de poder se invisibilicen. Es decir, el Estado utiliza los derechos humanos como ideales abstractos, intangibles, desconectados de la cotidianidad política. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial y sobre todo después de la Guerra Fría, los derechos humanos, junto con la democracia y el desarrollo, se han convertido cada vez más en uno de los discursos de legitimación del Estado, que, de manera paradójica, llega a servir para justificar o enmascarar abusos e injusticias.
El otro lado de esa misma moneda es lo que ocurre con los derechos humanos vistos desde quienes padecen esas injusticias y abusos. Hobsbawm (1982) argumenta que en el siglo XVII los reclamos no eran sobre derechos universales sino peticiones sobre agravios concretos. De muchas maneras, los derechos humanos se han convertido en una herramienta más de quienes sufren, para algunos, en específico aquellos que no logran estar en condiciones para configurarse como sujetos rebeldes, son el único recurso de defensa que les permite condiciones mínimas de resistencia. En estas situaciones, los derechos humanos permiten señalar la hipocresía del Estado, deslegitimarlo desde su propio discurso de legitimación. Como es evidente, esto implica muchas estrategias, de entre las cuales los derechos humanos son sólo una, pero en ocasiones una muy útil.
Durante la pandemia los derechos a la vida, a la salud, a la salud pública y a un medio ambiente sano han tomado relevancia en la arena pública. En simultáneo a esto se encuentran las declaraciones de emergencia que ponen en segundo término otros derechos como el libre tránsito o la privacidad. Las mismas declaraciones de emergencia sanitaria están reemplazando a los derechos humanos como discurso de legitimación con uno de justificación sobre sus actos, el del triage social. La lógica del triage social funciona en la situación de emergencia como justificación ética de actos inhumanos y desplaza, como discurso legitimador, a los derechos humanos. Plantea una nueva narrativa hipócrita, que el cometer actos inhumanos en una situación como la de esta pandemia es justo y constituye un acto de defensa de la dignidad común.
En este punto resulta importante desenmascarar ese nuevo discurso hipócrita, lo que requiere demostrar que la lógica del triage social no es un manejo de recursos limitados en beneficio de las mayorías sino un mecanismo de eliminación o sacrificio de población desechable en beneficio de las minorías más poderosas. De igual forma resulta imprescindible señalar la responsabilidad estructural de los Estados al llevar a cabo o favorecer actos inhumanos.
Para el análisis específico de la pandemia y los derechos será útil definir salud y salud pública. Salud es un derecho humano fundamental, según la Declaración Universal de los Derechos Humanos, artículo 25: «Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia sanitaria y los servicios sociales necesarios» (Asamblea General ONU, 1948).
Para la Organización Mundial de la Salud (OMS) salud es el «estado de completo bienestar físico, mental y social» (International Health Conference, 2002). Según la OMS, los derechos incluyen el derecho de acceso a un sistema de protección de la salud que ofrezca a todas las personas las mismas oportunidades de disfrutar del grado máximo de salud que se pueda alcanzar. Además, debe prever el acceso al agua potable y al saneamiento básico, la educación para la salud, la mejora de los cuidados materno-infantiles, condiciones de trabajo seguras. El derecho a la salud para todas las personas, según la OMS, significa que todo el mundo debe tener acceso a los servicios de salud que necesita, cuando y donde los necesite, sin tener que hacer frente a dificultades financieras. Nadie debería enfermar o morir solo porque sea pobre o porque no pueda acceder a los servicios de salud que necesita.
La salud pública implica que se consiga la máxima salud posible para el máximo número de personas mediante la aplicación del conocimiento científico acorde a cada contexto social, histórico y político (Benach, 2014). Esto permite afirmar que en la actual pandemia en múltiples casos no se ha respetado el derecho a la salud pública, pues desde antes de la pandemia las condiciones de acceso al agua potable, al saneamiento básico y a los servicios de salud eran de por sí precarias en muchas partes del mundo. Ahora con la crisis sanitaria ha muerto gente por no tener acceso a un sistema básico de protección de la salud.
Esto nos plantea muchas interrogantes al hablar de derechos humanos, ¿Podríamos estar ante crímenes de lesa humanidad? Si se retoma lo que dicen los estatutos de la Corte Penal Internacional estaríamos ante los que entran en el inciso k) «Otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física». (Asamblea General ONU, 1998)
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en una jurisprudencia en referencia al artículo 4.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, asentó una idea que es de gran utilidad para analizar los derechos vulnerados en el contexto actual:
«El derecho a la vida es un derecho humano fundamental, cuyo goce es un prerrequisito para el disfrute de todos los demás derechos humanos. De no ser respetado, todos los derechos carecen de sentido. En razón del carácter fundamental del derecho a la vida, no son admisibles enfoques restrictivos del mismo. En esencia, el derecho fundamental a la vida comprende, no sólo el derecho de todo ser humano de no ser privado de la vida arbitrariamente, sino también del derecho a que no se le impida el acceso a las condiciones que garanticen una existencia digna. Los Estados tienen la obligación de garantizar la creación de las condiciones que se requieran para que no se produzcan violaciones de ese derecho básico y, en particular, el deber de impedir que sus agentes atenten contra él». (Corcuera y Guevara, 2001:142).
Esta jurisprudencia da la pauta para afirmar que el derecho a la vida no implica solo el derecho a no ser privado de ella, así podríamos comenzar a afirmar en el presente contexto global que uno de los derechos fundamentales vulnerados sería, en efecto, la vida.
Entonces, aunque las violaciones de derechos humanos han sido una realidad cotidiana en el mundo, partimos de que específicamente los derechos a la vida, a la salud y a la salud pública han sido violados de manera frecuente desde que llegó la pandemia. Existen otros derechos que han sido vulnerados como el derecho a la libertad de expresión y a la información, entre otros más.
Es importante anotar que además de las cuestiones de salud y salud pública violatorias de derechos humanos hay un complejo contexto de conflictos bélicos o en potencia bélicos previos al Covid-19 que entrelazan la geopolítica de la guerra y la economía con la de la salud pública. El bombardeo de Israel en contra del territorio palestino de Gaza en plena pandemia pasó casi desapercibido, igual ocurrió con los ataques de Turquía a los suministros de agua del Kurdistán, y en general la guerra que se desarrolla en la región. Están también las señales de una intervención armada que la administración Trump amenazó (y amenaza) con lanzar sobre Venezuela, esto a pesar de los contagios entre personal naval de los portaaviones y destructores estadounidenses.
En otro campo, está el continuo bloqueo promovido por Estados Unidos, aún para asistencia humanitaria, en contra de Cuba e Irán, y los mini-bloqueos que impuso a Alemania y Canadá, por lo menos en lo que respecta al abastecimiento de mascarillas N95. Habría que agregar también las medidas que han derivado en el reforzamiento de modos de control social, como ocurrió con la ley de seguridad en China y sus implicaciones en Hong Kong.
En el campo del trabajo, algo que estamos viendo es que, como resultado de la deslocalización del capital, la reproducción de la mano de obra en funciones no es indispensable, existe un ejército de reserva global que en el contexto de la pandemia permite reemplazar a los contagiados o muertos, como se ha visto en Brasil, India, Sudáfrica, México e incluso en Estados Unidos.
Además de las respuestas, oportunismos y problemas particulares entre los Estados y de los Estados frente a las poblaciones bajo su dominio o influencia, hay situaciones en las que los actos inhumanos han sido un patrón casi global. Las condiciones en las que se encuentra el personal sanitario son preocupantes a nivel mundial. Hasta este momento han muerto por lo menos 3.000 profesionales de la salud, según un informe de Amnistía Internacional (2020). Las condiciones que provocaron su muerte no tienen que ver solo con la protección que debían tener y con las medidas sanitarias que requerían para atender enfermos de Covid-19 sino con represalias de las que han sido objeto. Según el mismo informe del 13 de julio de 2020 estas represalias han sido: desde el arresto y la detención hasta amenazas y despidos. Los países con mayor número de muertes de personal sanitario hasta ahora son Estados Unidos (507), Rusia (545), Reino Unido (540, incluidos 262 asistentes sociales), Brasil (351), México (248), Italia (188), Egipto (111), Irán (91), Ecuador (82) y España (63).
Otra situación que se está viviendo también a escala global es la que padecen los presos ante la pandemia. Si la situación de hacinamiento que se vive en las cárceles en la mayor parte del planeta es muy fuerte, ahora con la pandemia el riesgo de contagio y de muerte es aún más alto. Como lo ha denunciado Zaffaroni (2020) «nos encontramos ante una nueva forma de crímenes de lesa humanidad, como es el caso de las cárceles. Si no se hace nada, se mueren». Desde casos en los que permiten esto por razones políticas, como el de Julian Assange, hasta los de las personas presas por delitos comunes, la constante es que los seres humanos que viven en las cárceles parecen considerarse población desechable.
El 13 de marzo la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en el marco de su Sala de Coordinación y Respuesta Oportuna e Integrada a la crisis en relación con la pandemia del SARS-CoV-2, llamó a los Estados a enfrentar la grave situación de las personas privadas de libertad en la región y a adoptar medidas urgentes para garantizar la salud y la integridad de esta población y de sus familias, frente a los efectos de la pandemia del Covid-19, así como a asegurar las condiciones dignas y adecuadas de detención en los centros de privación de la libertad, de conformidad con los estándares interamericanos de derechos humanos (CIDH, 2020). En particular, la Comisión insta a los Estados a reducir la sobrepoblación en los centros de detención como una medida de contención de la pandemia.
Los centros de detención de migrantes presentan las mismas condiciones que muchas de las cárceles en el mundo y, por lo tanto, los mismos riesgos de contagio. Esta población creciente en el mundo parece ser también parte de la inhumana lista de los desechables por partida doble, tanto por las condiciones que los expulsan de su país de origen, como por las condiciones con las que se encuentran en los países de destino. El Covid-19 está dando la pauta, la excusa perfecta para que se levanten muros como el que Trump pretende terminar entre América Latina y Estados Unidos, o como la fortaleza que se ha pretendido construir Europa para separarse de sus antiguas colonias en África y Asia. La situación en la que se encuentran los migrantes del mundo ante la pandemia es brutal, en estos momentos deberían ser atendidos, no expulsados. La violación del derecho a la vida y a la salud en estos casos ha sido grave y vulnerada de manera sistemática.
Los pueblos originarios (como los de Latinoamérica, Angloamérica y otras partes del mundo) o las naciones no estatales o no reconocidas formalmente (como el Kurdistán o Palestina) para sobrevivir se ven ahora forzadas a enfrentar no sólo las amenazas que representan los Estados y los mercados sino también a tratar de contener los contagios y evitar más muertes.
El panorama global es complejo y preocupante, y los procesos que se desarrollan en la pandemia requerirán mucho tiempo de análisis y esperemos que de aprendizajes.
Sin embargo, para poder hacer un esbozo de lo que todo esto está implicando es necesario escoger solo algunos casos. No porque sean más importantes sino porque pueden resultar ilustrativos de la conjunción de los elementos que hemos mencionado.
Continuará…
Sobre los autores:
Tamara San Miguel: Investigadora mexicana sobre temas como la criminología del Estado, ha trabajado en diversas proyectos comunitarios, culturales y de derechos humanos, integrante del Nodo de Derechos Humanos y de Etcétera Errante, estudiante de maestría en sociología jurídica.
Eduardo J. Almeida: Investigador mexicano sobre las lógicas del poder, ha trabajado en diversas proyectos comunitarios, culturales y de derechos humanos, integrante del Nodo de Derechos Humanos y de Etcétera Errante, estudiante de doctorado en sociología y atropología.
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