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La tentación de usar a Ucrania

Fuentes: eldiario.es

No es la primera vez que una o más potencias usan a terceros -un país, a un grupo de población determinado o a empresas de seguridad privadas- para confrontar, debilitar o tumbar a un adversario.

Hace unos días Josep Borrell decía que “nadie puede mirar de lado cuando un potente agresor agrede sin justificación a un vecino débil, nadie puede invocar la resolución pacífica de conflictos, ni poner en igualdad al agresor y al agredido”. Sin embargo, no son pocos los conflictos actuales ante los que EEUU y Europa sí miran de lado, sí invocan la resolución pacífica o incluso aplican una vergonzosa equidistancia, si no directamente un claro apoyo al agresor. Incidir en esto no es capricho. El mundo existe más allá de nuestras fronteras, en territorios que conocen desde hace tiempo las dinámicas de la injusticia y los nombres de sus autores.

Cómo nos ven los demás

En la estrategia comunicativa ante el conflicto de Ucrania es importante reflexionar cómo nos perciben los demás. Al fin y al cabo, la credibilidad es uno de los factores para ganar o perder una guerra. En el llamado Sur global -naciones en vías de desarrollo- hay población acostumbrada a padecer invasiones e intervenciones militares o económicas por parte de potencias occidentales. Ante esas sociedades, el papel de EEUU y sus aliados como adalides de los derechos humanos y del respeto no es tan creíble como aquí.

Son precisamente algunos de esos países del Sur global los que más van a sufrir -ya lo están haciendo- la subida del precio de alimentos básicos o de los carburantes, provocada entre otras razones por la invasión rusa de Ucrania y las sanciones a Moscú. ¿Creerán que su sacrificio es necesario o sentirán, de nuevo, que no se las tiene en cuenta?

Pero no hace falta irse tan lejos. Aquí en Europa se anuncia un importante incremento de inversión en Defensa, solicitado por EEUU y la OTAN. España, por ejemplo, aumentará su presupuesto en al menos un 20% en los próximos dos años. Habrá dinero para la guerra, para las armas, las empresas armamentísticas multiplican sus beneficios en los últimos días. ¿Lo habrá del mismo modo para garantizar vivienda digna a la gente o para frenar el abandono de la sanidad pública? ¿Lo habrá para reforzar la educación universal, para invertir en energías renovables, para garantizar el cuidado de las personas dependientes o para evitar la exclusión social?

Hace unos días el presidente estadounidense Joe Biden señaló que “eliminar el gas ruso tendrá un coste para Europa, pero no es solo lo correcto desde un punto de vista moral, sino que nos colocará sobre una base estratégica mucho más sólida”. ¿Estarán de acuerdo las sociedades europeas en padecer ese coste del mismo modo que Biden está de acuerdo en que lo padezcamos?

La importancia de la credibilidad

Cuando algunos analistas señalan el doble rasero en el trato a personas refugiadas, en la solidaridad política o en la atención mediática no lo hacen porque sí, sino porque son conscientes de que esa doble vara de medir incide en cómo nos perciben las víctimas, los pueblos ignorados y las naciones que se saben fuera de la burbuja del privilegio diplomático. Eso a su vez tiene consecuencias en la propia geopolítica, en las relaciones internacionales.

Por ejemplo, durante cincuenta días las naciones occidentales han estado promoviendo el derecho de un pueblo a la autodefensa y a resistir la ocupación. Pero ante otras causas igual de justas a la que libra el pueblo ucraniano no surge la misma solidaridad política ni financiación militar.

En el caso de Israel y los Territorios Ocupados Palestinos, Estados Unidos o la propia Unión Europa suelen llamar a “ambas partes a abstenerse de la violencia”. Ahí no importa que una sea la agresora y otra la agredida, una la ocupante y otra la ocupada, una la que aplica un sistema de apartheid y otra la que lo padece, una la que tiene las armas y otra la que no cuenta con un ejército. Es más, es el agresor, y no el agredido, el que recibe respaldo de Occidente. Esto establece una forma de percibir las políticas occidentales muy determinada en no pocos lugares del planeta.

De hecho, la mayor ayuda anual que Washington entrega a un ejército en el mundo es la que designa a Israel, reconocido ocupante por Naciones Unidas: 3.300 millones de dólares al año. Algo más de esa cantidad es la que EEUU ha acordado para Ucrania desde el inicio de la invasión rusa hace dos meses. A esa cifra hay que sumar los miles de millones de dólares que Washington ha destinado a financiar al ejército ucraniano en la última década, con partidas específicas para su asistencia y desarrollo, así como con entrenamientos directos por parte de militares estadounidenses.

Guerra subsidiaria

La legítima causa ucraniana es recuperar el territorio invadido, garantizar su soberanía, detener la agresión rusa y evitar más derramamiento de sangre. Estados Unidos ve en la guerra de Ucrania algo más. Hay un “de paso”: de paso que existe un gobierno y un pueblo dispuestos a combatir legítimamente contra el invasor ruso, podemos ir más allá y conseguir que se prolongue y extienda la lucha antes de llegar a un acuerdo, para desgastar a Putin -“encapsularlo” es la expresión que se emplea en algunos circuitos- y facilitar su derrocamiento. El riesgo de esta opción es enorme para Ucrania.

Claro que a una parte importante de los ucranianos les interesaría la caída de Putin. Pero los intereses más prioritarios del país son otros. La persecución del derrocamiento de Putin puede suponer meses o años de guerra, una mayor fragmentación social en Ucrania, más muertes, más empobrecimiento y militarización de la sociedad, con sectores armados que podrían combatir entre sí, como ha ocurrido en Libia, Irak, Afganistán y en tantos otros lugares anteriormente en los que se ha jugado con fuego. El derrocamiento de Putin, además, no garantizaría por sí mismo una democratización de Rusia o una situación ventajosa para Ucrania. Nada asegura que lo que venga no sea peor, como ha ocurrido también en otros experimentos anteriores.

El planteamiento en Ucrania es el de una guerra subsidiaria (proxy war) -uso de terceros para la consecución de un interés propio- que enfrenta a Washington con Moscú. No es la primera vez que una o más potencias usan un país, a un grupo de población determinado o a empresas de seguridad privadas para confrontar, debilitar o tumbar a un adversario. En Irak, Washington buscó la alianza de las milicias kurdas durante la invasión del país para que combatieran contra las fuerzas del régimen de Sadam Hussein primero y contra el ISIS después, con promesas para el pueblo kurdo que no siempre fructificaron.

En Oriente Medio, Moscú y Washington llevan años echando un pulso a través de Arabia Saudí y de Irán. También en Yemen se juega una guerra subsidiaria, con Estados Unidos -y sus aliados europeos- facilitando armas a Arabia Saudí frente a los rebeldes hutíes, apoyados por Irán. En Siria, tanto EEUU como Rusia utilizaron a mercenarios.

Probablemente una de las proxy wars más recordadas sea la de Afganistán en 1978, cuando el enfrentamiento entre la URSS y EEUU fue escenificado en el terreno a través del ejército de la República Democrática afgana por un lado -apoyado por Moscú- y los muyahidines por otro, financiados y armados por Washington. El único interés que compartían esos integristas con EEUU era el común deseo de acabar con el Gobierno afgano prorruso. Los peligros de emplear a terceros para evitar riesgos y bajas propias son numerosos. Aquellos muyahidines fortalecidos por el respaldo militar y financiero de EEUU fueron el germen de los talibanes. Se sabe cómo empieza una guerra, pero nunca cómo termina.

¿Qué es lo mejor para Ucrania?

Volviendo a Ucrania, surge una pregunta que quizá no se esté formulando lo suficiente: ¿están haciendo los terceros actores lo más conveniente para el pueblo ucraniano? ¿Están esforzándose todo lo posible para impulsar un acuerdo de paz? Putin -que no es tercer actor- no lo está haciendo, eso es evidente. No solo eso: impulsó la invasión ilegal, ha lanzado agresiones contra la población civil y prosigue su operación militar. Pero como somos occidentales, debemos preguntarnos también si desde aquí se está haciendo todo lo posible. No basta con afirmar que no hay paz posible hasta que no se acorrale a Putin en el campo de batalla. Porque ¿cuánto tiempo va a llevar eso? ¿Cuándo consideraremos que está suficientemente acorralado para, entonces sí, presionar para negociaciones al más alto nivel y atmósferas sociales que las exijan? ¿Cuántos muertos más habrá hasta entonces?

No basta con estigmatizar la palabra paz y tachar de ingenuos a quienes la pronuncian, porque del mismo modo se podría atribuir ingenuidad a quienes creen que con la prolongación del conflicto todo puede salir bien -a pesar de los insistentes ejemplos que la historia reciente nos muestra en sentido contrario-, y que de paso es posible derrocar a Putin y no someter a Ucrania a un gran sacrificio.

Es esencial engrasar toda la maquinaria diplomática internacional al más alto nivel, poniendo a disposición de Ucrania y los ucranianos fuerza negociadora, imaginación y voluntad. ¿Puede no conducir a ningún lugar el esfuerzo negociador y por tanto continuar la guerra e incluso extenderse? Sí. Pero ese resultado ya lo tenemos, no se pierde nada intentando más y mejor. No basta con conformarse con que Putin no quiera negociar y resignarse a que todo se decida en el campo de batalla, con el precio que eso implica en vidas.

La primera misión de EEUU y de Europa es hacer lo más conveniente para Ucrania. Y aquí surge otra cuestión, que formulaba hace unos días el periodista estadounidense de origen egipcio y palestino Ayman Mohyeldin en su programa de la cadena norteamericana MSNBC: ¿está EEUU más comprometido en derrocar y desangrar a Rusia de lo que está realmente comprometido en salvar Ucrania y las vidas de los ucranianos? A la vista de las posiciones de Washington y de algunas declaraciones de Biden, es legítimo preguntárselo.

Fuente: https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/tentacion-ucrania_129_8944366.html

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.