En ese país desértico y montañoso, el Estado central no ha osado jamás intentar establecer un control territorial para el que no tiene medios ni capacidad de mantener. De este modo, delegó este papel a los jefes tribales, con los que mantiene un complejo juego de equilibrio. Un diplomático occidental destinado en Sana’a asegura desde […]
En ese país desértico y montañoso, el Estado central no ha osado jamás intentar establecer un control territorial para el que no tiene medios ni capacidad de mantener. De este modo, delegó este papel a los jefes tribales, con los que mantiene un complejo juego de equilibrio.
Un diplomático occidental destinado en Sana’a asegura desde el anonimato que «la estructura tribal en Yemen existe desde mucho antes del intento de conformación del Estado, y este último decidió mantenerse en un segundo plano a través de un mecanismo de negociación permanente».
«Ciertamente estamos ante dos poderes superpuestos. Pero el poder tribal, más antiguo, más influyente y más potente, está muchísimo más presente en muchas regiones y dispone de una capacidad de acción mucho mayor que el Estado», señala esta fuente occidental.
Si las regiones costeras escapan a este esquema, las altas mesetas del interior están en manos de las tribus y de sus tradiciones guerreras, bien armadas y capaces de movilizar a miles de hombres aguerridos, con los que ni el Ejército ni la Policía yemeníes quieren verse confrontados.
De ahí que sea hasta superfluo que las tribus estén representadas en los distintos niveles de poder del Estado, en particular en política y en el seno de las fuerzas del orden.
Desde su fundación, «el Estado yemení ha jugado la carta tribal», precisa el antropólogo francés Franck Mermier, buen conocedor de la región. «Los jeques son reconocidos, reciben salarios, regalos… Muchos son diputados, sus hijos son oficiales en el Ejército o en la Policía (…) Oponer el Estado a las tribus no tiene sentido en Yemen», añade.
Cuando el Gobierno busca a alguien, se dirige a la tribu que controla el territorio donde aquél se esconde. Si la tribu no accede a entregarlo, no hay gran cosa que hacer.
«En las zonas tribales», explica Hamid Alawadhi, rector de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad de Sana’a, «siempre hay posibilidad de que el Estado intervenga, pero siempre preferirá despachar con el jefe de la tribu. Por lo general, la presencia del Estado no es más que simbólica. En realidad, los jeques mandan».
Mohamad Saleh al-Zihadi, miembro de una tribu de los alrededores de Dhamar (cien kilómetros al sur de la capital), confirma que «trabajamos sin problemas con el Estado. Tenemos muchos miembros en la Policía y en el Ejército, lo que facilita mucho las cosas».
Zonas inhóspitas
Un analista de un servicio secreto occidental recuerda, también desde el anonimato, que «las altas mesetas no han sido nunca ocupadas, ni por los otomanos ni por los ingleses. Estas regiones han permanecido aisladas prácticamente hasta los años 60. Mantienen, por lo tanto, un espíritu de independencia muy arraigado, Nadie debe meterse en sus asuntos»… Si miembros de Al-Qaeda obtienen la hospitalidad de una tribu, rara vez es por cuestiones ideológicas. Las más de las veces es porque entre ellos, hay alguno que es miembro de la tribu en cuestión.
Siempre según estos expertos, también se da el caso de que la tribu les deje hacer. «Suele ocurrir que una tribu que se siente abandonada o dolida con la autoridades deja que se cometa un atentado contra un gasoducto en su territorio. Al-Qaeda reivindicará el atentado y la tribu transmitirá implícitamente un mensaje a Sana’a».
«De ahí que el universo de los yihadistas y el universo tribal no sean antagonistas», precisa el miembro de los servicios secretos. «Al fin y al cabo, comparten los mismos sentimientos antiestadounidenses, la desconfianza hacia el Gobierno, la idea de hospitalidad hacia el invitado, el prestigio de la yihad… y eso funciona», añade.
«No somos funcionarios»
«No somos funcionarios del Estado para tener que andar buscando a sospechoso de Al- Qaeda. El Gobierno tiene sus propios servicios de seguridad para cumplir esta misión», señala el jeque Arfah Hamad Ben Hadhbanem presidente del Consejo General de las tribus bakil, una instancia de arbitraje y coordinación entre las tribus.
La suya, conocida como los dahm, forma parte de la confederación tribal de los bakil y se concentra en el norte de Yemen, entre las provincias de Al-Jawf y de Saada, escenario de un bombardeo aéreo contra supuestos dirigentes de Al-Qaeda el pasado viernes.
Arfah afirma que su tribu, mayoritaria en Al-Jawf, dispone de 200.000 combatientes que contarían incluso con armamento pesado, «a excepción de carros y aviones».
Y las tribus bakil, presentes en dos tercios del territorio y cuyos miembros suponen el 60% de los 23 millones de habitantes del país, pueden movilizar a todo un Ejército.
Advierte, eso sí, de que su clan se niega a entregar a un sospechoso cuya culpabilidad no haya sido probada. «Si lo ha sido, buscaremos que se rinda de manera pacífica y, si no es posible, lo echamos de la tribu porque el caso (Al-Qaeda), supera, por su dimensión internacional, las costumbres tribales».
Costumbre que rigen la vida en las zonas tribales. «El Gobierno aplica su ley en la capital y en las grandes ciudades», explica el jeque, quien recuerda que, aparte de los Bakil, otra confederación de tribus importante es la de los hached, a la que pertenece el presidente, Alí Abdullah Saleh.
Arfah niega que en su región haya «más de una decena de activistas de Al-Qaeda que aparecen de vez en cuando» y denuncia a violencia de la campaña militar iniciada el pasado 17 de diciembre.
Concede, eso sí, que la red sí ha encontrado refugio entre la minoría sunní en la provincia de Saada, bastión de la rebelión chií zaidí. «Estamos al corriente y hemos aconsejado a los jefes de aquellas tribus para que intervengan y les fuercen a volver a la vía recta».
En su opinión, la ofensiva militar «aumenta la base de Al Qaeda, sobre todo porque los bombardeos matan a civiles».
Recuerda, finalmente, que la red se alimenta del drama palestino «y de la política occidental de doble rasero».