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Líbano: Algunos huesos están mejor enterrados

Fuentes: La Jornada

Mi difunto amigo Juan Carlos Gumucio solía decir que éramos «corresponsales de las fosas comunes». Con tanta frecuencia nos trasladábamos al sur de Líbano, a presenciar la exhumación de más libaneses asesinados, que su frase parecía una descripción muy precisa de nuestras vidas. Drusos arrojados dentro de pozos, maronitas degollados. En una ocasión apareció un […]

Mi difunto amigo Juan Carlos Gumucio solía decir que éramos «corresponsales de las fosas comunes». Con tanta frecuencia nos trasladábamos al sur de Líbano, a presenciar la exhumación de más libaneses asesinados, que su frase parecía una descripción muy precisa de nuestras vidas. Drusos arrojados dentro de pozos, maronitas degollados. En una ocasión apareció un osario repleto de esqueletos, después de las acostumbradas acusaciones de atrocidades israelíes. El osario resultó ser la última morada no de palestinos, sino de filisteos. Juan Carlos fue quien notó que los muertos no traían relojes de pulsera.

Hoy -muchos meses después de que se suicidó en la lejana Bolivia- recuerdo una vez más a mi antiguo compañero, pues ahora tenemos más fosas comunes en Líbano. O para ser específicos, en un pequeño poblado llamado Anjar.

He aquí el problema: Anjar es armenio, y aunque el lugar tiene el honor de albergar los restos de héroes de Musa Dagh (levanten la mano los lectores que sepan qué pasó en Musa Dagh), fue uno de los pocos lugares de Líbano que se salvó de la carnicería durante la guerra civil del país, de 1975 a 1990.

«Vamos a ver qué pasa», fueron las reconfortantes palabras de Babih Berri, vocero chiíta del parlamento libanés y amigo de Siria. Era lo que se podía esperar de él.

Porque los 29 cadáveres desenterrados en Anjar fueron descubiertos cerca de los antiguos carteles de la agencia militar de seguridad siria. Incluyen cuatro niños y un feto. Ahora los cristianos maronitas de Líbano sostienen que los muertos fueron asesinados por los sirios.

En el palacio del cardenal maronita en Bkirke, los obispos exigen que un tribunal internacional investiga ese «crimen contra la humanidad».

Todo bien hasta el momento, porque ¿quién fue el oficial que ejerció el más prolongado dominio sobre el complejo de seguridad de Aangar? Claro, el general brigadier Ghazi Kenaan, el esbelto, belicoso e implacable policía secreto, quien se mató -o bien lo «suicidaron»- en su oficina de Damasco a principios de este año, cuando aún tenía el puesto de ministro del Interior libanés.

De esta forma, son ahora los muertos quienes dividen a los libaneses a lo largo de las líneas sectarias acostumbradas. Dado que los cristianos sospechan que los cadáveres pertenecen a soldados que combatieron al ejército sirio en 1990 o que eran cristianos que fueron torturados por los muchachos del general Kenaan, la comunidad maronita está indignada, al tiempo que los musulmanes de Líbano están algo sobresaltados por el descubrimiento de la fosa común.

A medida que cada día trae consigo más huesos provenientes de la suave tierra rojiza del valle de Bekaa, recuerdo a una vieja amiga mía, serbia; una dama distinguida que se casó con un coronel del ejército yugoslavo, quien recordaba cómo los croatas desenterraban a sus muertos en la Segunda Guerra Mundial para probar la perversidad de los partisanos serbios de Tito.

«Abrieron las fosas comunes para verter en ellas más sangre», decía mi amiga. Y tenía razón. En cuestión de meses estalló una sucesión de guerras yugoslavas en todo el territorio, atizadas por todos esos esqueletos sacados de las barrancas de Croacia y Bosnia. ¿Realmente fue tan buena idea exhumarlos? ¿No debería haber, quizá, un estatuto de limitaciones para estos casos?

Aun esto no resolvería el problema de Líbano, donde algunos muertos permanecen sólo 15 años en sus tumbas y donde posiblemente es mejor no cavar en los sepulcros. En una paradoja macabra, uno de esos sepulcros está a sólo unos cientos de metros del palacio donde los obispos exigieron esta semana un tribunal internacional.

El lugar donde esta tumba se localiza es conocido por los asesinos y contiene los cuerpos de hasta 300 palestinos que originalmente se salvaron de la masacre de los campos de refugiados de Sabra y Chatila, en Beirut, ocurrida a mediados de septiembre de 1982.

Los aliados falangistas de Israel fueron enviados a campamentos en Israel para combatir a «terroristas» -Ariel Sharon fue declarado responsable de esto en una corte oficial israelí en 1983-, pero es menos conocido el hecho de que muchos palestinos lograron escapar de la matanza. Fueron interrogados por oficiales israelíes el 18 de septiembre de 1982 y devueltos a los milicianos asesinos.

Después de varios días de intentos infructuosos de intercambiar a estos prisioneros por cristianos secuestrados por musulmanes libaneses y palestinos, se tomó la decisión de matar a todos. Quienes estaban cautivos cerca de Bkirke fueron ejecutados con ametralladoras al borde de sus tumbas, después de haber sido transportados en asfixiantes contenedores. Uno de los asesinos identificó el lugar de esos hechos en 2001, y ahora se encuentra dentro de barracas del ejército libanés. Pero ¿quién querría desenterrar estos cadáveres? ¿Con qué propósito? ¿Para devolverlos a sus seres queridos (suponiendo que puedan ser identificados y que sus familiares hayan sobrevivido a la masacre original)? ¿O para verter más sangre en esas tumbas?

Después de todo, hay 17 mil libaneses desaparecidos como resultado de la guerra civil. ¿Los vamos a desenterrar a todos? ¿O sólo a aquellos cuyos enemigos o asesinos se encuentran en nuestra actual lista de odios favoritos -Siria se encuentra en una posición privilegiada en la lista de Estados Unidos-, cuando una prueba de la brutalidad siria le venga bien al Departamento de Estado estadunidense?

¿Quién puede olvidar que el 15 de diciembre el investigador en jefe de la Organización de Naciones Unidas, Detlev Mehlis, presentará su reporte final sobre las responsabilidades en el asesinato del ex primer ministro libanés Rafiq Hariri y otras 21 personas el 14 de febrero de este año? Este documento, por sus implicaciones de largo alcance para el régimen sirio, probablemente excederá en importancia las elecciones iraquíes, programadas para el mismo día.

Así que mientras esperamos los hallazgos del señor Mehlis sobre la muerte del hombre cuyos restos mortales yacen al lado de los de sus guardaespaldas, a sólo unos cientos de metros del sitio en que fue asesinado, todos en Líbano percibimos el olor pútrido de un cementerio más grande. Tal vez Juan Carlos tenía razón. Tal vez todos nosotros somos corresponsales de fosas comunes, temerosos de olvidar a los muertos, y con más miedo aún de desenterrarlos.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca