Estados Unidos arrastra las tinieblas de la extorsión y del miedo, la desquiciada ansia por destruir al adversario, la insaciable ambición por dominar el mundo y la fría lógica de los gánsters.
A la guerra comercial, iniciada por Estados Unidos contra China, ha seguido la guerra tecnológica declarada por el gobierno Trump, acompañada de hostiles gestos militares en los mares chinos que revelan la agresividad, y la inquietud, de un país que vaga sacudido por el miedo a perder para siempre el fulgor ya declinante de su poder. La retórica trumpiana, compartida por buena parte de los círculos del poder y del electorado más conservador, afirma que si China se ha desarrollado, alcanzando la paridad económica con Estados Unidos, ha sido gracias al esfuerzo norteamericano que ha comprado muchos de los bienes que produce China. El orgullo estadounidense no acepta que el desarrollo chino se debe al esfuerzo de su población y a una planificación que ha cambiado por completo el rostro del país. Cuando el gobierno norteamericano obligó a cerrar el consulado chino en Houston, arguyó que era un foco de espionaje y de operaciones para robar propiedad intelectual. Como es habitual, Washington no presentó ninguna prueba de la veracidad de sus acusaciones. Pero esa es una cuestión menor, que no oculta su crepuscular convicción: sólo robándole, ha podido China alcanzar a Estados Unidos. Como era de esperar, Pekín respondió, en virtud de la reciprocidad, con el cierre del Consulado General estadounidense en Chengdu.
El secretario de Estado, Mike Pompeo, uno de los furiosos evangelistas que gobiernan en Washington, mantiene que la política de acercamiento a China seguida por Estados Unidos desde los años de Nixon ha sido un fracaso, a la vista de que no ha conseguido cambiar el sistema político chino y de que el Partido Comunista continúa gobernando el país. Por su parte, Pekín sostiene que la relación económica ha beneficiado a los dos países, y recuerda que sus importaciones también han creado millones de puestos de trabajo en Estados Unidos, y además ha abastecido de buenos y económicos productos a los hogares norteamericanos. Decenas de miles de empresas norteamericanas trabajan en China, y sus beneficios engrosan el Producto Interior Bruto estadounidense, y el déficit comercial que Estados Unidos mantiene con Pekín se debe a su paulatina pérdida de fábricas y manufacturas y a la capacidad china para abastecerle de productos.
El célebre comunicado de Shanghái, suscrito por Nixon y Mao en 1972, establecía compromisos entre los dos países para respetar sus intereses. Sin embargo, Estados Unidos tenía la pretensión de cambiar el sistema socialista chino, mientras que el gobierno de Pekín consideraba que cada país debía cambiar por sí mismo sin imposiciones ajenas. Hoy, los contactos se encuentran en su peor momento desde el inicio de las relaciones diplomáticas entre los dos países, y la exigencia norteamericana a Pekín para que realice reformas (en su economía, adoptando el sistema capitalista; y en la relación comercial, comprando más bienes a Estados Unidos) es contestada por Pekín con las palabras de Wang Yi, ministro de Asuntos Exteriores chino, en una analogía que pone el foco de atención en los problemas internos de Estados Unidos: “Una persona enferma no se curará de sus dolencias pidiendo a otros que tomen medicamentos”.
Los dirigentes de Pekín consideran que el rumbo del socialismo chino es el adecuado para el país, no sólo porque mantiene el apoyo de los trabajadores y de la gran mayoría de la población, sino porque ha conseguido desarrollar China y, además, ha contribuido al desarrollo de muchas regiones del planeta. Pero la agresividad norteamericana crea un nuevo escenario que ya ha introducido numerosos problemas, y China no quiere verse arrastrada a una nueva guerra fría. De hecho, aplicando su paciente diplomacia, Pekín ha propuesto a Estados Unidos entablar conversaciones en torno a tres bloques de asuntos, que no han recibido mayor atención de Trump: uno, sobre la cooperación entre ambos países; en segundo lugar, sobre las características del diálogo y las formas que debe adoptar; y en último término para abordar las diferencias entre las dos naciones, que aumentan cada día.
Las controversias son numerosas. Sobre Hong Kong, donde Estados Unidos y Gran Bretaña influyen en la oposición al gobierno autónomo y estimulan el desarrollo de posturas independentistas, brindando apoyo a los manifestantes hongkongeses, y acompañando esa evidente injerencia con la constante actividad diplomática y propagandística para dañar a China, acciones que tuvieron una respuesta por parte de Pekín: la aprobación de la Ley de Salvaguardia de la Seguridad Nacional de Hong Kong, que busca evitar que la ciudad se convierta en refugio de actividades delictivas. Actuando como parte interesada, Estados Unidos acusa a Pekín de liquidar con esa ley el principio que cubrió el retorno de Hong Kong y el fin del colonialismo británico: “un país, dos sistemas”, y no repara en el contraste con la actitud china, que se abstiene de intervenir en la grave crisis racial de Estados Unidos. Sin embargo, China constata que, en realidad, Estados Unidos pretende dañar su desarrollo y su prestigio y para ello busca mantener abierto el conflicto en Hong Kong, financia y alienta los movimientos nacionalistas en Tíbet y Xinjiang, e incita a Taiwán a la independencia.
Washington calcula que mantener conflictos abiertos en esas regiones distrae al gobierno chino de otros asuntos de relevancia, como su propio desarrollo económico y el crecimiento y expansión mundial de la nueva ruta de la seda que ya ha suscrito acuerdos con más de cien países. Pero esos frentes abiertos en la propia China no son los únicos que maneja Washington: utiliza también la disputa en la península de Corea entre Pyongyang y Seúl (y, más allá, la incertidumbre y la inestabilidad en la región para amarrar a Japón y Corea del Sur a su coalición antichina) negándose a firmar la paz con Pyongyang ofreciendo garantías a su gobierno, aunque sabe perfectamente que tiene en sus manos la liquidación de una guerra iniciada en 1950 con el sencillo expediente de firmar la paz con Corea del Norte. En suma, Estados Unidos pretende ampliar su dispositivo militar en la región (desarrollo del escudo antimisiles en Corea del Sur y Japón, y modernización de sus bases militares: Okinawa, Yokota y Misawa, de las noventa que cuenta en el archipiélago nipón; y Camp Humphreys, cerca de Seúl, de las decenas de bases que posee en Corea del Sur), manteniendo latente un peligroso conflicto en un escenario donde está presente el armamento nuclear, y al mismo tiempo está azuzando las diferencias sobre la soberanía del Mar de la China meridional entre los países de la ASEAN. La cuestión es muy relevante porque la introducción de nuevos misiles en la región de Asia-Pacífico va a aumentar la tensión y forzará a medidas de respuesta de Pekín y Moscú. China ha manifestado su oposición al rearme norteamericano en la zona y su portavoz, Zhao Lijian, indicó que su país «se opone firmemente al despliegue estadounidense de misiles terrestres de medio alcance en la región de Asia-Pacífico y expresa su fuerte descontento con la constante presión de Estados Unidos sobre los países vecinos de China y las provocaciones abiertas en sus fronteras». Como había previsto y denunciado Moscú, Estados Unidos, tras su salida del INF, se ha apresurado a desarrollar misiles antes prohibidos por ese tratado y que tiene la intención de desplegar de inmediato. Destruyendo el INF, Estados Unidos ha sacrificado la estabilidad europea… para poder desplegar ese tipo de misiles en Asia, contra China. El enviado especial estadounidense para control de armas, Marshall Billingslea (que también preside la delegación norteamericana que negocia con Rusia el precario futuro del START III), declaró al periódico japonés Nikkei que Estados Unidos quiere abordar el despliegue de misiles de medio alcance con algunos países asiáticos “para contrarrestar la amenaza inmediata del arsenal nuclear chino”. El nuevo misil norteamericano, con un alcance de mil kilómetros y que Washington quiere desplegar en Japón y Corea del Sur, es una amenaza directa a China.
Estados Unidos provoca constantes roces con Pekín en el Mar de China Meridional, en el estrecho de Taiwán, y en el Mar de China Oriental y el Mar Amarillo, con sus constantes patrullajes de buques de guerra y aviones, que pueden provocar un conflicto accidental y que con frecuencia son provocaciones flagrantes para evaluar la rapidez de la respuesta china y el estado de sus alarmas y defensas. Con ocasión de las maniobras con fuego real realizadas este verano por China en la región del mar de Bohai y del Mar Amarillo, la aviación militar china interceptó un avión espía norteamericano que volaba a gran altitud en la zona de exclusión y que penetró en su espacio aéreo, por lo que Pekín presentó a Estados Unidos una dura protesta diplomática a finales de agosto de 2020. La cancillería china ha denunciado que, sólo en los seis primeros meses de 2020, Estados Unidos realizó más de dos mil operaciones militares con su aviación sobre el Mar de China Meridional. Washington, que no tiene reclamaciones territoriales sobre la zona, se había comprometido a mantenerse neutral y a aceptar las negociaciones entre las partes, pero el nuevo rumbo del gobierno Trump le ha hecho abandonar esa posición, y ahora quiere enconar las diferencias entre Pekín y algunos países de la ASEAN y participar en las negociaciones a través de algún tipo de mediación que le permita introducir sus intereses.
Estados Unidos ha añadido otra cuestión al enfrentamiento entre ambos países: reclama que China se incorpore a las negociaciones sobre la renovación del START III. Pekín se niega alegando que no firmó ese tratado (suscrito exclusivamente por Washington y Moscú), que su arsenal nuclear es notablemente menor que el estadounidense (250 ojivas frente a las 7.000 norteamericanas) y que, en todo caso, estaría dispuesta a participar en nuevas negociaciones siempre y cuando Estados Unidos redujese su arsenal equiparándolo al suyo.
A todo ello, se añade el nuevo enfrentamiento que ha iniciado Washington. La ciencia, los avances tecnológicos y las nuevas aplicaciones de internet son otros territorios de disputa, porque Estados Unidos ha declarado la guerra tecnológica a China, que va desde el acoso a sus empresas, hasta el chantaje a sus aliados de la OTAN para que le acompañen en la nueva aventura, pasando por un vasto espionaje que, sin embargo, oculta por el procedimiento de encender las alarmas sobre la capacidad de vigilancia china, y culminando con el propósito de bloquear el desarrollo de las empresas tecnológicas chinas forzando su retirada de algunos mercados, hasta el punto de que el Pentágono impone restricciones a sus militares para que no utilicen productos ni aplicaciones tecnológicas chinas.
Estados Unidos ya acosó a ZTE, un proveedor chino de telecomunicaciones y redes que ha sido declarado “amenaza para la seguridad nacional”, y ha decidido endurecer las sanciones a Huawei, para privarla de chips, entorpecer su desarrollo e impedir que implante la nueva generación de telefonía móvil. El gobierno norteamericano ha elaborado también una lista negra de treinta y ocho empresas, presentes en veintiún países, para aumentar el cerco a la compañía china de telecomunicaciones. Washington quiere imponer a sus aliados y a terceros países el sabotaje a Huawei, para impedir que consiga contratos en todo el mundo para implantar la tecnología 5G, acusándola de espionaje, y lo ha hecho, de nuevo, absteniéndose de presentar la más mínima prueba. Debe recordarse que Meng Wanzhou, vicepresidenta de Huawei, fue detenida por la policía canadiense durante una escala en Vancouver, a petición de Estados Unidos, cuando volaba de Hong Kong a México. Estados Unidos había emitido una orden de detención y extradición acusando a Meng, una ciudadana china, de violar las leyes estadounidenses por la venta de material electrónico a Irán, y de conspiración para defraudar a Estados Unidos. Que sea obvio que una ciudadana china no tiene por qué seguir las disposiciones de otro país no ha impedido que Estados Unidos lanzase una verdadera operación política de presión y chantaje a Huawei y a China, con la complicidad de Otawa: Meng Wanzhou fue detenida en diciembre de 2018 y continúa como rehén en Canadá, a la espera de su posible entrega a Estados Unidos.
Que Estados Unidos, con su dilatado historial de vigilancia y control, acuse a China de espionaje sería enternecedor si no fuera siniestro. Estados Unidos es el creador de programas espía secretos de la National Security Agency, NSA, como Prism y Echelon. Prism recopila información servida por Google, Apple, Microsoft, Facebook, Dropbox y otras compañías; y Echelon es la mayor red mundial de espionaje, compuesta por Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, que cuenta con unos cuatrocientos mil funcionarios en todo el mundo, roba información de todo tipo, militar, industrial, diplomática, comercial, conexiones de radio, fibra óptica, llamadas telefónicas, señales de satélite, correos electrónicos, mensajería por internet, etc, y espía y archiva más de cuatro mil millones de conexiones diarias. Ese gigantesco sistema de espionaje en todo el mundo, denunciado con contundentes pruebas por Edward Snowden, es inspirador y ejecutor del más amenazador, agresivo e ilegal programa de vigilancia de la historia de la humanidad. No deja de ser una ironía que esos cinco países que mantienen Echelon, recuerden a las cinco familias de la mafia norteamericana.
Otras importantes compañías chinas dedicadas a la inteligencia artificial, como Sensetime, Yitu e iFlyTek, padecen también el acoso estadounidense. Washington es consciente de que China empieza a encabezar muchas innovaciones tecnológicas y que su acelerado desarrollo va a traer novedades y sorprendentes aplicaciones científicas, y teme las consecuencias geopolíticas de ello. El acoso ha llegado también a TikTok. Trump firmó una orden ejecutiva para impedir la actividad de ByteDance, matriz de TikTok, y la de WeChat, de Tencent, una aplicación más completa que sus equivalentes norteamericanas, que permite hacer pagos cotidianos en comercios, posibilidad que ahora bloquea la decisión del gobierno de Trump. Tencent (que ya vale más que Facebook) es el operador de redes sociales más importante del mundo. Pero nada detiene a Trump, que utiliza los recursos del gánster: ofrece a TikTok (que cuenta con cien millones de usuarios en Estados Unidos) dos opciones: o renuncia a trabajar en territorio estadounidense, o acepta ser adquirida por una empresa norteamericana. Washington estudia también medidas contra Alibaba (el equivalente chino de Amazon) y Baidu (el Google chino), compañías que amenazan con quebrar el predominio norteamericano.
No son las únicas decisiones del gobierno Trump. Estados Unidos agregó a once organismos chinos por “actuar contra los intereses norteamericanos”, por “violar los derechos humanos”, y por su implicación en la “represión de los uigures en Xinjiang”: el Departamento de Estado sigue insistiendo en la mentira del millón de ciudadanos uigures confinados en “centros de reeducación”, e impulsa periódicas campañas de denuncia. Washington ha decidido también imponer restricciones al tránsito de ciudadanos chinos que trabajen en tecnología, y continúa su campaña internacional de desprestigio: en julio de 2020, Pompeo acompañó el anuncio de las nuevas sanciones con renovadas acusaciones al Partido Comunista de China por su supuesta intromisión en los datos privados de empresas y de ciudadanos, y por su amenaza a la seguridad nacional norteamericana y a la estabilidad en el mundo, denunciando que China busca la hegemonía planetaria, pese a las reiteradas negativas de Pekín. Pompeo se permitió afirmar que el Partido Comunista de China es “una amenaza para el mundo”. Como es habitual, Estados Unidos se limita a lanzar graves acusaciones, sin mostrar las más mínimas pruebas. Pero, para contrariedad de Pompeo, además de críticas como la de Jeffrey D. Sachs (profesor en Columbia y asesor de Yeltsin en su criminal terapia de choque: un hombre poco sospechoso de simpatías comunistas) quecalificó las palabras del secretario de Estado de “discurso extremista, simplista y peligroso”, y de la advertencia de The Economist (que subrayaba en agosto de 2020 el error de apostar por una estrategia de enfrentamiento con Pekín, ante la evidencia de la solidez de su economía), un estudio de la Harvard Kennedy School daba cuenta de que más del noventa por ciento de la población china apoya al gobierno y al Partido Comunista de China.
En esa peligrosa disputa, que crece cada día, se constata el temor norteamericano por los rápidos avances científicos y tecnológicos chinos, desde la inteligencia artificial hasta la robótica, y la preocupación de que la ventaja china en el desarrollo del 5G comporte nuevas formas industriales de producción, automatización de muchos procesos, y cambios en la estructura productiva de cada país. Un proceso que va a cambiar el mundo, y no hay duda de que Estados Unidos, pese a su arrogancia, mira el futuro con temor, y aunque China pretende conseguir unas relaciones sin conflictos ni enfrentamientos, basadas en el respeto mutuo y en una cooperación que asegure beneficios a ambos, las perspectivas no son prometedoras porque Estados Unidos ha optado por destruir los acuerdos de desarme nuclear en el mundo, abandonar las instituciones internacionales que aseguran la coexistencia y la colaboración, como la Organización Mundial de la Salud; imponer unilateralmente su propia legislación a través del chantaje y de su control de organismos y del sistema financiero internacional; y abandonar su responsabilidad ante el mundo.
Estados Unidos abandonó los Acuerdos de París suscritos para evitar la destrucción del planeta y está culminando la destrucción de los tratados internacionales de desarme nuclear, tras su abandono del 5+1 firmado con Irán, y del INF pactado con Moscú. También está liquidando importantes convenios militares como el Tratado de Cielos Abiertos, y abandona organismos de la ONU: la Organización Mundial de la Salud, OMS; la UNESCO, el Consejo de Derechos Humanos, el Pacto Mundial sobre Migración y Refugiados, y la UNRWA para los refugiados palestinos. De hecho, el gobierno Trump ha abandonado más tratados internacionales que cualquier presidente norteamericano anterior, y está destruyendo deliberadamente el actual orden internacional no para crear un nuevo marco de convivencia más justo, sino para imponer el caos y utilizar sin limitaciones su fuerza militar. No en vano, Jeffrey D. Sachs considera que, con frecuencia, la política norteamericana se desliza desde la diplomacia a la guerra.
Estados Unidos inició el siglo XXI con un programa de guerras e intervenciones militares en el mundo que partía de la convicción de que la debilidad rusa le dejaría las manos libres, y que China no supondría tampoco un peligro: dos décadas atrás, cuando se inició el siglo XXI, Washington consideraba que el fortalecimiento económico chino no alcanzaría nunca al de Estados Unidos, y que, además, podría forzar a Pekín a paulatinas reformas para liquidar el socialismo e implantar un sistema liberal occidental. Se equivocaron por completo: con la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio, en 2001, las multinacionales estadounidenses pensaban dominar el mercado chino, pero no ha sido así, y la hipótesis de una China convertida al sistema capitalista occidental ha volado por los aires: los dirigentes chinos han dejado claro que no piensan abandonar el socialismo. Así, Estados Unidos ha pasado de ver a China como un territorio a conquistar, a inquietarse por el temor de perder la condición de primera potencia del planeta y ser sustituidos por un país al que siempre trataron con arrogancia.
Que Washington denuncie el “expansionismo chino” y señale a China como un peligro para el mundo es simplemente grotesco: Estados Unidos tiene ochocientas bases militares en todo el mundo, en los cinco continentes habitados; China, ninguna (Yibuti es un centro logístico). Estados Unidos gasta 2.000 millones de dólares diarios en su ejército, y triplica el gasto militar de China; dispone de 7.000 ojivas nucleares, y China de 250. Porque Estados Unidos tiene un singular comportamiento: es el mayor espía del planeta, pero acusa de espionaje a otros; impone sanciones ilegales a empresas y países, pero reclama un comportamiento honesto; lleva a cabo un sucio y desvergonzado programa mundial de vigilancia, pero aboga por crear una alianza de “países limpios” frente a China; es el país que ha iniciado o participado en más de veinte guerras en los últimos treinta años, pero acusa a China (que no ha iniciado ni participado en ninguna) de desestabilizadora; se comporta como un bandido extorsionando a otros, pero señala a Pekín; exige al mundo optar por la libertad o la tiranía, mientras encarna el más viejo imperialismo y un nuevo colonialismo, escondiendo con hipocresía sus propósitos desestabilizadores y su ambición para contener, e incluso romper, a China.
Hua Chunying, portavoz del ministerio de Asuntos Exteriores chino, respondiendo a la actuación de Estados Unidos contra TikTok y su amenaza con forzar la venta de la empresa o prohibirla, declaró que el gobierno norteamericano actuaba basándose en la “presunción de culpabilidad”, y que el trato que proponía era un robo, propio de una lógica de gánsters. La diplomática china no podía haberlo definido con mayor precisión, porque Estados Unidos arrastra las tinieblas de la extorsión y del miedo, la desquiciada ansia por destruir al adversario, la insaciable ambición por dominar el mundo y la fría lógica de los gánsters.
Fuente: El Viejo Topo, octubre de 2020