Un libro reciente desarrolla la problemática de los derechos humanos en una perspectiva histórica, vertebrada en torno a los conflictos que ha desatado su negación o reconocimiento y expuesta en un recorrido por casos nacionales, esparcidos a lo largo de los dos últimos siglos.
Un mundo dividido. La lucha global por los derechos humanos.
Eric D. Weitz
Madrid. Turner Publicaciones, 2021.
612 páginas.
Escribe el autor al comienzo de la obra: “No se trata simplemente de celebrar los derechos humanos: en este libro me propongo exponer sus complejos orígenes, su evolución y sus significados que han ido adquiriendo desde el siglo XIX.”
El sendero de la historia.
Weitz parte de la base de que son los Estados nacionales los ámbitos de reconocimiento, pero también de exclusión, en materia de derechos humanos. Los antiguos imperios y grandes monarquías percibían a sus habitantes como súbditos, sin otras facultades que las que el soberano quisiera reconocerles y eso dentro de un orden jerárquico y desigual por antonomasia.
Fueron los Estados nacionales surgidos en el siglo XIX los que se asientan sobre la noción de ciudadanía y del reconocimiento de derechos a hombres (no mujeres), libres e iguales ante la ley, en línea con los postulados de la revolución francesa. Esos mismos Estados, en la tesis de Weitz, junto al reconocimiento de derechos a ciertos sectores de la población, se los niegan a otros.
Pareciera no haber inclusiones sin exclusiones, y en torno a estas últimas se desenvuelven los conflictos, que en muchos casos llevan a las matanzas y genocidios. Como se escribe en el prólogo: “la gran paradoja de la historia expuesta aquí es que los Estados nación crean derechos para algunos al tiempo que excluyen a otros, a veces brutalmente.”
El historiador considera que convergen tres componentes a la hora de coronar con el éxito un proceso de ampliación de los derechos humanos: La movilización popular en su favor, el interés de determinados Estados nacionales en esa ampliación y la acción de la comunidad internacional que los respalda. En el rastreo de esos tres elementos en las distintas situaciones conflictivas hace gravitar su itinerario histórico.
El recorrido lo lleva desde las primeras décadas del siglo XIX hasta nuestro siglo XXI. Toma para el análisis una serie de casos nacionales estratégicamente distribuidos por diferentes continentes y ámbitos político-culturales diversos. Las dos superpotencias de la segunda mitad del siglo XX, Estados Unidos y la U.R.S.S. se hayan representadas, cada una con un capítulo. Una diferencia es que mientras la patria de Abraham Lincoln es abordada mediante un caso localizado y limitado en el tiempo, el Estado soviético es examinado a lo largo de toda su trayectoria y extensión.
De todos modos, el ámbito norteamericano aparece, más allá del capítulo específico, a través de referencias a la discriminación contra los afroamericanos y en relación con los migrantes. Resulta saludable que un académico europeo pero con asiento en una universidad estadounidense, no adopte un “occidentalismo” irrestricto en su exposición, que remita casi todos los males al campo del “totalitarismo”.
Los casos.
Demos ahora una breve mirada a algunos de los ejemplos nacionales que el autor analiza como manifestaciones relevantes de la lucha por los derechos.
El conflicto árabe-israelí no podía estar ausente. La partición de Palestina la presenta como ejemplo de cuando el empeño por producir lo que aparecía como un acto de justicia y suscitaba consensos muy amplios, termina negándole la tierra, la nación y la ciudadanía a otro grupo social con justos reclamos de esos derechos.
Escribe Weitz: “La fundación del Estado de Israel tuvo consecuencias trágicas para los palestinos. Cientos de miles de ellos fueron expulsados de sus tierras. Los que se convirtieron en ciudadanos israelíes han sufrido discriminación.” Quizás podría haberse hurgado más en la trágica paradoja de que el grupo que había sufrido del modo más radical posible la exclusión de los derechos de ciudadanía y nacionalidad, hasta la privación en masa de la vida de sus miembros, haya erigido un nuevo orden de sometimiento y persecuciones, que continúa hasta hoy.
Las incidencias en las ex colonias africanas merecen el tratamiento de dos ejemplos. Uno el de Namibia, donde una minoría blanca construye una situación de apartheid en contra de la mayoría africana, bajo el auspicio del Estado racista de Sudáfrica en calidad de “mandatario” para la administración del territorio.
El otro caso africano es el de Ruanda y Burundi, con la superposición primero del colonialismo europeo, belga en este caso, y luego de dos estados nacionales, cuyos territorios fueron trazados a despecho de una realidad tribal que fue empujada hacia una rivalidad mortal, desplegada en un genocidio de atroces proporciones.
Un enfoque interesante es el que se hace en un capítulo en torno al reconocimiento de minorías nacionales, con identidades religiosas y lingüísticas diferentes a las predominantes en los Estados respectivos. Los Estados nacionales hicieron derivar el reconocimiento en dirección a la discriminación y segregación, al punto de desencadenar ataques genocidas, como el Imperio otomano respecto de los armenios y la Alemania nazi con los judíos.
La esclavitud es la máxima negación de cualquier posesión o ejercicio de derechos, la vida humana reducida a mercancía. Lo que no impidió que fuera un cimiento básico de la explotación del trabajo y la obtención de ganancias en sociedades que, en otros planos, aspiraban a ser modernas y racionales. Las rebeliones de esclavos, los malos tratos y torturas, el abuso sexual cotidiano, el trabajo extendido y agotador, Weitz los expone a través de Brasil. Allí la esclavización termina en parte por decisión de la propia elite, que aspiraba al prestigio internacional y al reconocimiento como nación moderna, en contradicción flagrante con el mantenimiento de una institución tan detestable.
El autor, coloca a la propiedad privada como un basamento fundamental de los derechos humanos, incluso en un lugar de prelación frente a otros derechos, como la libertad ambulatoria o la de expresión. No lo propone en términos apologéticos, sino realistas. El punto de cuestionamiento, que no está eludido en el libro, es que toda la corriente socialista y comunista de defensa y promoción de los derechos, partió de la impugnación de la propiedad privada y no de su defensa.
Weitz señala que en las situaciones de conquista y colonización, las potencias dominantes cometieron atropellos y crímenes en dirección a imponerles la propiedad privada a sociedades y culturas que no la tenían incorporada.
Toma un ejemplo dentro de la gigantesca empresa de conquista y sometimiento de los indígenas en la historia temprana de EEUU. Se refiere a Minnesota y los indios Dakota. Dentro de un sendero amplio de desposesión y represión, se forzó a las comunidades la disolución de la propiedad colectiva, y la adopción de un camino individualista como sinónimo de “civilización”. Y la labor “civilizadora” tuvo en la violenta destrucción de las culturas preexistentes un instrumento fundamental.
Al ocuparse de la Unión Soviética toma cuenta del movimiento de derechos humanos en su interior, con especial atención a algunas grandes figuras de la intelectualidad, como Andréi Sajárov. Y le asigna un peso decisivo a ese movimiento de resistencia en la crisis que condujo a la disolución de la URSS. Asimismo le otorga relevancia a la política de persecución de algunas nacionalidades en un régimen que se presentaba como una perfecta federación de naciones y lo desmentía en sus prácticas.
Al mismo tiempo reconoce que esa potencia y sus aliados fueron activos promotores de los derechos sociales y económicos junto a los políticos y defensores del principio de libre determinación de los pueblos. Por más que en su interior las violaciones de los derechos humanos fuera lo habitual. La rivalidad con EE.UU en parte convirtió a la U.R.S.S. en abanderada de las causas de liberación nacional y social.
Al contrario, las “grandes democracias” se opusieron en general a dar un correlato socioeconómico a los derechos civiles y políticos y tuvieron una mirada muy reticente sobre la autodeterminación, obstaculizando y demorando procesos emancipatorios con la excusa de la insuficiente “madurez” de los pueblos en cuestión.
Destaca Weitz que la democracia liberal por excelencia, EE.UU, propició las más variadas dictaduras a condición de que mantuvieran un inquebrantable anticomunismo. Los derechos humanos no estuvieron entre las prioridades norteamericanas de política exterior, al menos hasta los días de la presidencia de James Carter.
En su esquema de interpretación, Weitz asigna a la “guerra fría” el carácter de un período de estancamiento e incluso retroceso en el movimiento mundial por los derechos.
Derechos y lucha de clases.
El libro toma con dedicación el sometimiento o la marginación por razones nacionales, raciales o religiosas, pero en cambio no le asigna un lugar preponderante en su explicación a las violaciones de derechos humanos, incluso a genocidios, que responden más a la lógica de clase.
El apunte que Weitz no desarrolla con suficiente claridad es uno que introduce un elemento perturbador en toda la cuestión: Los DDHH han sido definidos en sociedades capitalistas, y con un alcance por lo menos compatible, si no estrictamente funcional, a la organización social basada en el dominio del capital. Ese es un límite sustantivo para su aplicación. Erigidos en valor supremo en el plano discursivo, todos esos derechos, salvo el de propiedad, sucumbirán una y otra vez bajo la violencia estatal cuando la división de la sociedad entre explotadores y explotados sea puesta en tela de juicio de un modo activo y eficaz.
En esa línea no ocupan un lugar en el libro los castigos desenfrenados contra las tentativas revolucionarias de las clases subalternas, como en España en tiempos de Francisco Franco, o en el último ciclo de dictaduras latinoamericanas. No se trata de una voluntad de ocultamiento o exculpación, creemos, sino de una deficiencia de enfoque. Muchos de los peores actos de barbarie han sido cometidos contra personas que tenían el mismo color de piel y entorno cultural que el de sus opresores, pero ocupaban un lugar antagónico en la estructura de clases de las sociedades respectivas.
A la hora de referirse a la situación de las violaciones de los derechos humanos al día de hoy, Weitz se centra en situaciones de privación de derechos como las de los refugiados con motivo de variados conflictos o a los trabajadores migrantes.
Sin restar peso a esos fenómenos que atraviesan fronteras nacionales, sería deseable mayor atención a la explotación, la represión y la persecución en el interior de los distintos Estados, a menudo como respuesta a protestas sociales que alcanzan volumen e intensidad apreciables. Son las que toman singular relieve en las sociedades latinoamericanas, donde las rebeliones populares de los últimos años han sido enfrentadas con un nivel de represión que no ha excluido a los asesinatos.
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Más allá de los reparos a formular y las falencias que pueden y deben señalarse, este trabajo brinda un amplio panorama de la conflictividad ligada a la adquisición o pérdida de derechos. Un interrogante que excede a la obra es si la construcción de una sociedad igualitaria y justa no requiere incluso una redefinición del paradigma de derechos, que los extienda hacia el reconocimiento del de los explotados y sometidos a la emancipación plena del poder del gran capital.
Claro que esa perspectiva emancipatoria entra en completa contradicción con los basamentos de la concepción actual. Un mundo cimentado en el reconocimiento completo y universal de derechos en todos los planos, debería ser un mundo sin propiedad privada, con formaciones estatales que no encubran una dictadura de clase sino alberguen un verdadero gobierno del pueblo.
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