Hace cuatro años empecé a trabajar en un libro sobre el papel desempeñado por experimentados juristas de la Administración Bush en la autorización de nuevas técnicas equivalentes a la tortura. Me impulsó a ello la divulgación de un memorando de una página escrito por Jim Haynes, jefe de los abogados de Donald Rumsfeld en el […]
Hace cuatro años empecé a trabajar en un libro sobre el papel desempeñado por experimentados juristas de la Administración Bush en la autorización de nuevas técnicas equivalentes a la tortura. Me impulsó a ello la divulgación de un memorando de una página escrito por Jim Haynes, jefe de los abogados de Donald Rumsfeld en el Pentágono, en noviembre de 2002. El documento recomendaba dar autorización general para forzar posiciones de estrés, privar del sueño, desnudar o emplear perros, contraviniendo las Convenciones de Ginebra y la Convención contra la Tortura de 1984. Dejaba abiertas otras técnicas, incluyendo el waterboarding, en función de cada caso particular. Su aprobación por parte de Rumsfeld llevó a la tortura de Mohammed al Qahtani. Y las técnicas migraron hacia Afganistán e Irak, incluyendo Abu Ghraib.
El documento me pareció profundamente escandaloso y no podía entender cómo era posible que destacados juristas de la Administración -formados en Harvard y otras buenas universidades- podían haberse asociado de esta manera con la tortura. Después de más de un año de investigación, encontré que no habían actuado tanto como juristas, sino más bien como activistas de una causa, motivados por razones ideológicas, utilizando sus posiciones profesionales para dar el visto bueno a una política de abuso predeterminada. Sus acciones provocaron descrédito a su profesión y les hicieron cruzar la línea hacia la criminalidad internacional.
No hay nada nuevo ni fraudulento en la idea de que dar consejos jurídicos puede derivar en responsabilidad criminal. Está bien establecido que un abogado que presta su nombre profesional a la comisión de crímenes puede ser tratado, él mismo, como un criminal. Así sucede en Reino Unido, en España, en EEUU y en muchos otros lugares, así como en el Derecho Internacional. Así sucede cuando se lidia con blanqueo de capitales o tortura. En este caso, la evidencia ha mostrado sin ambigüedad que los juristas cruzaron la línea. Los memorandos que hemos visto -la semana pasada se hicieron públicos más- no son opiniones legales de buena fe. Al contrario: se trata de documentos que demuestran que el cliente -la Administración Bush- necesitaba cobertura legal para justificar la tortura. Los abogados liberaron limitaciones, redefinieron el concepto de tortura para parmitir el waterboarding y otras acciones. Sin los juristas, estas técnicas no hubieran sido aprobadas ni utilizadas. Proporcionaron sus nombres como abogados para encubrir hechos vergonzosos, ilegales, bajo las leyes internacionales que EEUU ha ayudado tanto a erigir.
Cuando mi libro se publicó en abril de 2008, la idea de la investigación criminal en cualquier lugar del mundo tenía muy poco apoyo. ¡Cómo han cambiado las cosas! Al libro y a un artículo que escribí en Vanity Fair le sucedieron comparecencias en el Congreso de EEUU. Testifiqué tres veces en Washington, donde advertí que, si EEUU no ponía su casa en orden, otros países probablemente abrirían sus propias investigaciones, puesto que relevantes convenciones internacionales lo permiten. Las audiencias escucharon amablemente. Las sesiones permitieron divulgar más documentos que confirmaron la idea de que los juristas habían participado en algo parecido a una conspiración para sortear la ley. A finales de 2008 estaba clarísimo. En enero, me contactó un abogado español, que me dijo que mi libro Torture Team [Equipo torturador] le había inspirado para presentar una querella criminal contra los abogados, ahora conocidos como «Los Seis de Bush». Él quería hacerlo -y podía hacerlo- porque EEUU no había cumplido con su obligación de investigar el crimen de tortura. El asunto está ahora en la Audiencia Nacional. La Justicia en España seguirá su curso, como debe ser.
Mientras tanto, la situación en EEUU ha cambiado. Obama es ahora el presidente. Una de sus primeras acciones fue ordenar el cierre de Guantánamo y exigir a los interrogadores estadounidenses que hagan caso omiso a todos los consejos legales redactados por el Departamento de Justicia entre el 11 de septiembre de 2001 y el 20 de enero de 2009. Ha vuelto el compromiso de EEUU contra la tortura, según el Derecho Internacional y su definición. Ha divulgado memorandos considerados previamente secretos. Al hacerlo, también ha dicho que, por mala que fuera la anterior posición legal, los interrogadores de la CIA que creyeron en su buena fe no serán procesados. Lo que no quedó tan claro es si pretendía cerrar o no la puerta a todo proceso judicial. Pero luego anunció que no pondría obstáculos a posibles investigaciones criminales en EEUU contra abogados o altos cargos de la Administración Bush -le corresponde al fiscal general- o a alguna otra forma de investigación. El momento elegido para decirlo fue significativo. Está claro que la causa española ha contribuido directamente al cambio de atmósfera política en EEUU. El hecho de que haya habido gran apoyo a las acciones del sistema judicial español -como se ha reflejado en comunicados y en textos de influyentes periódicos como The New York Times y Los Angeles Times- refleja una situación completamente nueva. Es especialmente significativo que el presidente Obama no apoyara la posición del fiscal general español, Cándido Conde-Pumpido.
Lo que pase a partir de ahora está abierto. No hay en marcha ninguna investigación criminal contra los juristas y ninguno ha sido sancionado. En estas circunstancias, no hay limitaciones en la ley internacional para que España ejerza su jurisdicción. La realidad es que haciéndolo, incluso en un punto aún tan limitado, ha transformado la situación en EEUU, colocando a «Los Seis de Bush» en su propio agujero negro legal.
Philippe Sands es Catedrático de Derecho en el University College de Londres. Autor del libro ‘Torture Team’.