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Malas intenciones desde el 11-S

Fuentes: El Periódico

No es una tarea fácil adquirir cierta comprensión de los asuntos humanos. En algunos aspectos, es más difícil que con las ciencias naturales. La madre naturaleza no nos facilita las respuestas, pero al menos no se desvía de su camino para erigir barreras al conocimiento. En cuestiones humanas, en cambio, es necesario detectar y desmantelar […]

No es una tarea fácil adquirir cierta comprensión de los asuntos humanos. En algunos aspectos, es más difícil que con las ciencias naturales. La madre naturaleza no nos facilita las respuestas, pero al menos no se desvía de su camino para erigir barreras al conocimiento. En cuestiones humanas, en cambio, es necesario detectar y desmantelar estos obstáculos.

Los sistemas doctrinarios suelen describir al enemigo actual como esencialmente diabólico. A veces esta definición es exacta. Pero realmente los crímenes que haya cometido raramente son la verdadera razón de las medidas de fuerzas que se pretenden desatar contra él. Un ejemplo reciente es Sadam Husein, un indefenso blanco caracterizado como una poderosa amenaza a nuestra supervivencia, incriminado por los ataques del 11 de septiembre del 2001 y acusado de intentar atacar nuevamente. En 1982, el Gobierno de Ronald Reagan sacó al régimen de Sadam de la lista de estados que patrocinaban el terrorismo, a fin de que pudiera comenzar el flujo de ayuda militar al tirano asesino.

Esto continuó mucho después de las peores atrocidades ordenadas por Sadam y del fin de la guerra con Irán, e incluyó proporcionar medios para desarrollar armas de destrucción masiva. Sobre el recuerdo de estos hechos, difíciles de ocultar, recae el «acuerdo tácito de que es algo de lo que no se debe hablar», citando a George Orwell. Es necesario crear una falsa impresión no sólo sobre el Gran Satán de turno sino también sobre la nobleza de uno mismo. La agresión debe ser descrita como autodefensa y como una consagración a un objetivo sublime.

El emperador Hiro Hito, en su declaración de rendición, le dijo a su pueblo: «Declaramos la guerra a EEUU y a Gran Bretaña a raíz de nuestro sincero deseo de proteger a Japón y estabilizar el Este asiático. Estaba muy lejos de nuestras intenciones violar la soberanía de otras naciones o embarcarnos en una expansión territorial». La historia de los crímenes internacionales está inundada de sentimientos similares. Escribiendo en 1935, con las nubes del nazismo cerniéndose sobre el mundo, Martin Heidegger declaró que Alemania debía evitar, más allá de sus fronteras nacionales, «el peligro de que el mundo cayera bajo las tinieblas». Con sus «nuevas energías espirituales» revitalizadas gracias al régimen nazi, Alemania sería capaz de «asumir su misión histórica» y salvar al mundo de la «aniquilación» a manos de las «masas», especialmente de EEUU y Rusia.

Incluso los individuos de mayor inteligencia e integridad moral sucumben a la patología. En el cénit de los crímenes británicos en la India y China, de los cuales tenía conocimiento, John Stuart Mill escribió su clásico ensayo sobre la intervención humanitaria. Mill urgió a Gran Bretaña a asumir vigorosamente la empresa aun cuando fuese criticada por atrasados europeos que no podían entender que Inglaterra era «una novedad en el mundo», una nación que actuaba solamente «al servicio de los otros», asumiendo generosamente la carga de llevar la paz y la justicia al planeta.

Para EEUU, un tema constante es el intento de traer la democracia y la independencia a un mundo afligido. La historia estándar entre los eruditos y los medios de comunicación es que la política exterior de EEUU contiene dos tendencias en conflicto. Una es la que llaman el idealismo wilsoniano, basado en nobles intenciones. La otra es el realismo, según el cual, tenemos que comprender los límites de nuestras buenas intenciones. Son las dos únicas opciones.

Si olvidamos esta retórica, es difícil no reconocer los elementos de verdad en la observación del historiador Arno Mayer de que, desde 1947, EEUU ha sido el mayor perpetrador del «terrorismo de Estado» y de otras «acciones deshonestas» que causan enorme daño, «siempre en el nombre de la democracia, la libertad y la justicia». Para EEUU, el enemigo de toda la vida han sido los nacionalismos independientes, particularmente cuando amenazan con convertirse en un «virus», como señaló Henry Kissinger al aludir al socialismo democrático de Chile después de que en 1970 Salvador Allende fuera elegido presidente.

El virus tenía que ser erradicado, como lo fue el martes 11 de septiembre de 1973, una fecha frecuentemente llamada en América Latina «el primer 11-S». En aquel día, después de años de subversión alentada por EEUU, las fuerzas del general Augusto Pinochet atacaron el palacio presidencial chileno. Allende murió no queriendo rendirse al asalto que demolió la democracia más antigua y vibrante de Latinoamérica, y Pinochet estableció un régimen brutal. El número oficial de muertos del primer 11-S es de 3.200; se considera que el número real es cercano al doble de esa cifra.

En términos per cápita, esto equivaldría a entre 50.000 y 100.000 muertos en EEUU. Washington apoyó al régimen de Pinochet, y tuvo un papel clave en su triunfo inicial. Pinochet rápidamente se movió para integrar otras dictaduras latinoamericanas respaldadas por EEUU en una red de estados terroristas, la operación Cóndor. Éste es uno más de los múltiples ejemplos de la «promoción de la democracia». Ahora nos quieren hacer creer que la misión de EEUU en Afganistán e Irak es llevar allí la democracia.

«Los musulmanes no odian nuestra libertad sino que odian nuestra política», concluye un informe del septiembre pasado hecho por el Defense Science Board, un equipo asesor del Pentágono, agregando que «cuando la diplomacia pública norteamericana habla de la necesidad de llevar la democracia a las sociedades islámicas, esto sólo se ve como una hipocresía». Tal como lo perciben los musulmanes, continúa el informe, «la ocupación estadounidense en Afganistán e Irak no ha traído la democracia, sino sólo más caos y sufrimiento».

En un artículo del Financial Times del pasado julio, citando este informe, David Gardner observaba: «La mayor parte de los árabes creen que es Bin Laden quien combate el statu quo, no George Bush, ya que los ataques del 11-S hicieron imposible a Occidente y a sus déspotas clientes árabes seguir ignorando una situación política que incubaba una rabia ciega hacia ellos».

No debería sorprender que EEUU se parezca tanto a otros estados poderosos, del presente y del pasado, que promueven los intereses estratégicos y económicos de los sectores dominantes con el acompañamiento de una retórica sobre su excepcional dedicación a los más altos valores. Con el desastre de Irak como telón de fondo, mantener una fe acrítica en la doctrina de las buenas intenciones no sirve más que para seguir retrasando la rectificación de puntos de vista y de política que se necesita desesperadamente.

* Noam Chomsky. Distribuido por The New York Times Syndicate.