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La idea de Calcuta en la nueva India

Megaciudad de refugiados

Fuentes: Synaps.network [Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández]

En medio de las llanuras del delta del Ganges, la ciudad de Calcuta se encuentra a merced de un río que la nutre tanto como la arrasa. Su historia convencional es la de un declive perenne, pero los agotados tropos de una ciudad moribunda pasan por alto algo obvio: después de décadas de marginación, Calcuta vuelve a ser fundamental en la lucha para definir la India.

La ciudad está ahora en tensión con una idea creciente y excluyente de la nación que ha implantado el Partido Bharatiya Janata (PBJ), que lidera el gobierno nacional en Nueva Delhi. El PBJ intenta hacer de la India una nación hindú, pretendiendo reparar lo que considera siglos de subyugación por parte de gobernantes musulmanes y coloniales y de marginación a manos de un Estado secular. Este nacionalismo hindú es el que resuena en las llanuras conservadoras de habla hindi del norte de la India, en el denominado “cinturón de vaca”.

Bien al contrario, Calcuta ha constituido durante mucho tiempo un refugio para las personas desarraigadas. Desde su fundación durante la época colonial, la ciudad ha absorbido migrantes de su interior rural, así como a los que llegaban por sus muelles. Como resultado de las visiones contrapuestas de la nación entre hindúes y musulmanes en el período previo a la independencia en 1947, la Comisión de Límites liderada por los británicos dividió el delta de Bengala en dos, dejando a Calcuta como capital del harapiento estado indio de Bengala Occidental. Muchos hindúes se quedaron en la región, predominantemente musulmana, que entonces se conocía como Bengala Oriental -que luego se convertiría en Bangladesh- y desde entonces han estado cruzando de forma lenta pero imparable la frontera ribereña hacia la India, incorporando su propia cultura a la mezcla. Por lo tanto, Calcuta ha servido de refugio no solo para las personas: sus cafés y campus han seguido nutriendo las distintas promesas de la propia nación india.

Hasta ahora, el PBJ no ha logrado afianzarse en el delta. Pero a medida que intenta extender su influencia hacia el este, el partido está aprovechando las tensiones interreligiosas para entrar allí, al tiempo que presenta la porosa frontera de Bengala como una amenaza para la integridad de la nación. La cultura política de Calcuta, estancada durante mucho tiempo, que surgió al oponerse a las tácticas del divide y vencerás, está ahora resurgiendo para enfrentar tal desafío.

¿Rehén de la historia?

El legado político de Calcuta está muy lejos de la “India brillante” del PBJ. La ciudad se ve a sí misma como una ciudad moderna y con visión de futuro, incluso cuando romantiza su historia y se aferra a su cultura provincial. Las actitudes progresistas de sus clases medias se sintetizan en un dicho acuñado a principios del siglo XX, cuando Bengala era una vasta provincia indivisa en el corazón del subcontinente liderado por los británicos: “Lo que Bengala piensa hoy, el resto de la India lo piensa mañana”. Ahora, los no bengalíes citan a menudo este dicho con ironía para dar a entender lo contrario: mientras el resto de la India avanza, Bengala se ha quedado estancada en el pasado.

El sentido de identidad de Calcuta tiene sus raíces en el siglo XIX, cuando su población se componía de una mezcla cosmopolita de comunidades. Los inmigrantes que venían de las profundidades del interior de la India para trabajar en las fábricas de la ciudad y los molinos de yute se encontraron con comunidades de comerciantes afganos, armenios, judíos de Bagdad, griegos, portugueses y parsis, sin mencionar a los comerciantes cantoneses y los refugiados hakka que se establecieron en la primera Chinatown moderna del subcontinente. Aunque los bengalíes eran un grupo entre muchos, continuaron dirigiendo instituciones como la tienda de delicatessen húngaras o la tienda de bagels judíos mucho después de que las familias fundadoras se mudaran. Aunque algunos indios condenan la narrativa de nación diversa al creer que resta importancia a la cultura hindú del país, la mayoría de los bengalíes de clase media continúan celebrando y defendiendo estas herencias.

Esas influencias transversales inspiraron a las clases medias bengalíes del siglo XIX, las que dieron origen a los reformadores religiosos y luchadores anticoloniales por la libertad, a los que se sigue homenajeando hasta el día de hoy. Los intelectuales de la ciudad transformaron a la diosa hindú de la región en el ícono de la “Madre India”, a la que los revolucionarios juraron liberar del dominio británico creando una marca de nacionalismo claramente hindú desde el principio. Sin embargo, algunos de estos cuadros revolucionarios evitarían más tarde el simbolismo religioso y, después de la revolución bolchevique, se convertirían en los primeros activistas laicos de izquierdas del subcontinente. Los asentamientos de refugiados posteriores a la partición que hoy forman los suburbios del sur de Calcuta llevan los nombres de ilustres nacionalistas -Netaji Nagar, Chittaranjan Colony o Baghajatin, por citar algunos-, al igual que las estaciones de metro que los atraviesan.

Con el tiempo, el fervor nacionalista de la ciudad saldría caro. A principios del siglo XX la administración británica desplegó un esfuerzo concertado para despojar a la recalcitrante Calcuta -entonces capital de la colonia británica- de su peso político. En 1905 dividieron la provincia de Bengala por la mitad, en un aparente intento de neutralizar una insurgencia latente mediante la política del divide y vencerás siguiendo líneas religiosas y lingüísticas. Pero la partición provocó protestas masivas y boicots a los productos británicos, una reacción peor que los disturbios que intentaban contener. Las autoridades se vieron obligadas a cambiar de rumbo: aunque reunificaron las provincias de habla bengalí en 1911, trasladaron la capital imperial a Nueva Delhi, construida a tal efecto. Los habitantes de Calcuta, acostumbrados durante mucho tiempo a una posición privilegiada en la vida política de la nación, se recluyeron en preocupaciones más provinciales; la lejana Nueva Delhi ha sido desde entonces el centro de poder en la India.

La reunificación de Bengala coincidió, irónicamente, con la aparición de fisuras sociales cada vez más perturbadoras: mientras las tensiones económicas estallaban entre los agricultores arrendatarios musulmanes y los terratenientes hindúes en las zonas rurales, las cuotas religiosas y de castas para la representación política alimentaban una competencia cada vez más encarnizada. Las nuevas formaciones políticas -a saber, la Liga Musulmana y el Mahasabha hindú (un precursor del actual PBJ)- debían capitalizar estas divisiones. En 1946 el llamamiento de la Liga a una huelga general en apoyo de una región autónoma musulmana (que incluiría a Bengala) condujo a días de derramamiento de sangre interreligiosa en las calles de la ciudad, días conocidos como las Grandes Matanzas de Calcuta. La violencia provocó represalias en las zonas rurales, lo que motivó que oleadas de hindúes de castas superiores buscaran refugio en la ciudad. En el momento de la independencia de la India en 1947, las tensiones entre las comunidades habían alcanzado niveles que hicieron inevitable la partición definitiva e irreversible de Bengala en Bengala Occidental y Pakistán Oriental.

Sin embargo, esta nueva frontera no quedó muy clara. Mientras que en la frontera occidental de la India con Pakistán la transferencia de población y propiedades fue brutal y rápida, la partición oriental fue mucho menos definitiva. Los hindúes de clase media de Calcuta habían desarrollado durante mucho tiempo la tradición de moverse con fluidez entre la ciudad y sus pueblos ancestrales. Después de la independencia, muchas familias hindúes optaron por permanecer en lo que se había convertido en Pakistán Oriental; otras se curaron en salud, enviando parientes a establecerse en Calcuta mientras se quedaban atrás para administrar sus propiedades rurales. Finalmente, muchas gravitaron hacia el oeste a través de la frontera, desarraigadas por los importantes disturbios comunales de 1950 y 1964, así como por la guerra de independencia de Bangladesh en 1971. Mientras tanto, en Calcuta, los musulmanes eran a menudo desplazados por los refugiados que llegaban y por las tensiones comunitarias.

La partición auspició así un círculo vicioso en el que se deshicieron estructuras socioeconómicas muy entrelazadas, lo que hizo que las minorías religiosas tuvieran cada vez más difícil ganarse la vida en el lado equivocado de la frontera. Esta consolidación de estados-nación cada vez más homogéneos no se detuvo nunca: la considerable población hindú de Bangladesh continúa buscando seguridad y oportunidades al otro lado de la frontera, al igual que la población musulmana de la India, que se siente cada vez más insegura y marginada. Sin embargo, los habitantes de Calcuta se aferran aún a una versión de nacionalismo que no depende de las narrativas de los conflictos religiosos. Sorprendentemente, esta herencia debe mucho a los refugiados que mantuvieron sus esperanzas de una nación inclusiva y rehicieron la cultura política de la ciudad en virtud de esa imagen.

Reclamando su nación

El primer primer ministro de la India, Jawaharlal Nehru, se comprometió a dar la bienvenida a los hindúes de Bengala Oriental a la nación independiente. Pero ofreció poco apoyo tangible cuando miles de refugiados llegaron a Calcuta en trenes procedentes del este. El gobierno solo proporcionó la ayuda más básica -arroz, melaza y un pequeño estipendio- a estos recién llegados, a quienes envió a campos insalubres. Este trato contrastaba con los esfuerzos del gobierno por integrar a los refugiados punyabíes que habían desbordado Nueva Delhi y a quienes las autoridades reasentaron rápida y permanentemente en la ciudad. Sus homólogos de Calcuta quedaron así alienados del gobernante Congreso Nacional Indio, el mismo partido que había dado origen a la nación independiente.

No obstante, esta vasta población de bengalíes desplazados ejercería una enorme influencia en la trayectoria posterior de la India. A principios de la década de 1950, refugiados emprendedores pertenecientes a la clase media y a las castas superiores limpiaron la jungla y ocuparon tierras en barbecho de propiedad privada en la periferia sur de la ciudad, dando lugar a lo que se conoció como las colonias de refugiados. Los residentes erradicaron nidos de serpientes, cavaron estanques para obtener agua y pavimentaron caminos rudimentarios. Las mujeres asumieron roles esenciales: soplaron caracolas y golpearon ollas y sartenes para advertir cuándo los airados matones de los terratenientes se dirigían a destruir una colonia; formaron cadenas humanas para impedir la entrada de la policía; y recolectaron dinero de los viajeros en los tranvías, autobuses y calles de la ciudad para construir escuelas. Siempre que los terratenientes arrasaban estas colonias, los residentes las reconstruían de la noche a la mañana.

Mientras tanto, los refugiados trabajaron incansablemente para ganarse a los nativos de Calcuta a través de un sentimiento de cultura compartida. En los periódicos locales escribieron ensayos que describían sus experiencias de desplazamiento y la vida dentro de un Estado musulmán, donde no podían, se lamentaron, cumplir con sus valores hindúes: adorar a los dioses familiares en el hogar u organizar sus festivales comunitarios anuales. Muchos en el gobierno de Bengala Occidental se mostraron solidarios con los refugiados, algunos de los cuales habían sido figuras influyentes en la lucha por la independencia. En una ocasión, cuando el gobernador de Bengala Occidental visitó una colonia, los residentes cubrieron su su automóvil de flores. Conmovido por este recibimiento, adquirió terreno para establecer el primer asentamiento formal de refugiados de la ciudad, el plan del gobierno de Naktala.

Sin embargo, no todos encontraron su lugar en la ciudad. En 1958 el gobierno indio envió a los refugiados de casta inferior a trabajar en el Proyecto Dandakaranya, un proyecto de desarrollo agrícola en las llanuras del centro de India. Mientras cultivaban tierras áridas y extrañas y construían infraestructuras se vieron obligados a residir en los campamentos de responsabilidad permanente, llamados acertadamente así. Por desesperación, algunos de estos refugiados regresaron a finales de la década de 1970 a los bosques de manglares del sur de Calcuta. Apostando por su afirmación de pertenencia, erigieron un asentamiento en la isla de Marichjhanpi, que lleva el nombre de un famoso luchador bengalí por la libertad, Netaji Nagar. Pero no se les escuchó: en 1979, la policía desalojó por la fuerza a unos 40.000 refugiados de la isla, matando a unos cien durante los hechos. Los que sobrevivieron se dispersaron por los barrios marginales de Calcuta y los pueblos cercanos.

Incluso los refugiados bengalíes que se integraron con éxito en Calcuta carecían de un claro arraigo en la política india dominante. Por lo tanto, se decantaron por los partidos comunista y socialista, que a su vez organizaron a la población desplazada a través de tareas de ayuda, mítines y protestas. Estos partidos formaron comités para representar los intereses de las colonias en el Departamento de Rehabilitación y Ayuda a los Refugiados de Bengala Occidental. En la mayoría de los casos, los cuadros del partido y los líderes de las colonias eran los mismos. Mientras tanto, las masas de refugiados prestaron un peso demográfico considerable a los movimientos populares de las décadas de 1950 y 1960, ayudando a renombrar a la vibrante Calcuta como la “ciudad de las procesiones”. Los desfiles de banderas rojas de los comunistas, que protestaban por cualquier cosa, desde los derechos de los refugiados hasta la seguridad alimentaria y el aumento de las tarifas de los tranvías, paraban regularmente la ciudad.

Esa representación enraizó sólidamente a los refugiados en el panorama político de Calcuta, incluso cuando entraron en conflicto con el gobierno central. Cuando el Estado indio dio un giro autoritario en la década de 1970 y proscribió a los partidos de oposición, los refugiados comunistas lo sufrieron en carne propia: la represión policial sobre las colonias prefiguró la declaración de Emergencia Nacional de 1975-77, por la que la primera ministra Indira Gandhi gobernó sin parlamento. Cuando se restableció la democracia en 1977, los refugiados ayudaron a elegir el Frente de Izquierda -una coalición de cuatro partidos comunistas y socialistas- para el gobierno del estado de Bengala Occidental, donde permanecería durante treinta y cuatro años ininterrumpidos. El Frente de Izquierda incorporó formalmente las colonias al municipio de Calcuta; al otorgar a los refugiados títulos de propiedad de sus tierras, también atrajo a un vasto electorado a la ciudad. Muchos de los principales ministros eran de origen bengalí oriental.

El dominio de los cuadros comunistas dejó poco espacio para que surgieran ideologías y actores políticos alternativos en unas colonias estrechamente unidas. Un anciano comunista recordaba cómo, en las primeras etapas, algunos compañeros refugiados se habían asentado en una mezquita y acosado a las familias musulmanas locales. Refugiados de tendencia comunista ahuyentaron a esos “wallahs comunales”, como los llamó despectivamente, acusándoles de vender odio interreligioso. El Frente de Izquierda pasó a cimentar una cultura secularista que había sido durante mucho tiempo parte del espíritu bengalí. Este secularismo, que mantuvo la religión al margen de la política pero que se mantuvo tolerante con las formas cotidianas de piedad, evitó a Calcuta la peor violencia comunitaria que azotó el subcontinente en las últimas décadas: los pogromos antisijs de 1984 en Delhi, las masacres de 1992 en Bombay o los disturbios de 2002 en Gujarat.

La política en relación con los refugiados no intentaba diferenciarlos como bengalíes orientales, comunistas o secularistas, por ejemplo, sino de encontrar su lugar en la ciudad. Se basaban en afinidades culturales con los residentes anteriores, como su aprecio por las mismas canciones y el teatro o sus valores religiosos y educativos compartidos, mientras recordaban a los bengalíes occidentales todo lo que habían sacrificado para que la nación existiera. Hoy en día la división cultural entre los hogares de refugiados y las familias de Bengala Occidental no va a menudo más allá de una ligera variación en los estilos de cocina: un extra de chile en las cocinas bengalíes orientales; una pizca de azúcar en sus dal para los occidentales. Las generaciones más jóvenes fueron especialmente rápidas a la hora de deshacerse de las entonaciones rurales de sus padres, olvidando sus orígenes y mezclándose. Los comunistas bromean sobre esta asimilación constante: “tumi a koloni, age keno boloni -¿por qué no dijiste que eras de la colonia?-”.

Si los recuerdos del desplazamiento y la lucha sostuvieron la cultura política distintiva de Calcuta, la amnesia que acompaña a una integración exitosa también ha hecho que su militancia se desvanezca. Es más, los cuadros comunistas se volvieron gradualmente más arrogantes y autoritarios y, por lo tanto, menos tolerantes hacia una población de refugiados de clase media cada vez más establecida y sus descendientes. Después de décadas de gobierno ininterrumpido, el Frente de Izquierda finalmente fue derrotado en las elecciones estatales de 2011; pocos residentes de Calcuta derramaron una lágrima por la defunción de un movimiento político que había ejercido un control demasiado fuerte de sus vidas personales. Como explicó un hijo de un refugiado: “Todavía hay focos de influencia, pero el comunismo no volverá a aparecer”.

Madre India regresa a casa

A pesar de estar tan cerca de la frontera oriental del país, los habitantes de Calcuta -ya sean residentes arraigados o refugiados posteriores a la partición- celebran con entusiasmo el papel de su ciudad en la independencia de la India. Pero otras partes del país no siempre comparten su idea sobre el país. Esto queda claro en el principal festival anual de la ciudad, el Durgá Pu, en el que los residentes de la ciudad adoran a la diosa de diez brazos y a sus cuatro hijos. Durgá representa a una hija amada que regresa de su residencia conyugal en los Himalayas para estar con su familia, una ciudad llena de devotos. Ella no es otra que el símbolo de la “Madre India” en el imaginario nacionalista de Calcuta.

Así como la diosa regresa a casa para el festival, los habitantes de las ciudades solían regresar a sus pueblos ancestrales una vez al año para este acontecimiento religioso, hasta que la frontera impidió tal movimiento. Los refugiados organizaron el Durgá Puyá desde los primeros años del reasentamiento, reforzando el sentido de comunidad entre ellos mientras anunciaban su llegada al tejido urbano. Los comités locales para el Puyá van de puerta en puerta para recolectar dinero para las festividades del vecindario y para la construcción de pandalos (pabellones temporales dedicados a los rituales públicos). Los hogares aristocráticos establecidos desde hace mucho tiempo albergan estatuas de la diosa y su familia en sus ornamentados patios, que están abiertos a todos.

Ahora hay alrededor de 4.000 pandalos individuales en la ciudad cada año, ya que cada vecindario compite para albergar a la diosa en formas artísticas e innovadoras. La diosa “revive” en las estatuas hechas de la abundante arcilla del lecho del río Ganges, que son adoradas durante cinco días por sacerdotes brahmanes. Mientras las familias realizan sus deberes rituales, como el ayuno y las ofrendas de flores, hay una actividad que es mucho más importante: saltar de un pandalo a otro vestidos con ropas nuevas y festivas para deambular de una exhibición indefectiblemente sorprendente a la siguiente. Al doblar una esquina, un devoto puede encontrarse cara a cara con la diosa alojada en un palacio mogol, una cubierta del Titanic o una catedral europea, todo hecho con tela estirada sobre andamios de bambú. Cuando los rituales alcanzan su punto culminante, las estatuas se sumergen dramáticamente en el río, y el Durgá se va hasta el año siguiente.

Los festivales, aunque alegres y agradables, son también intensamente políticos, en formas que han evolucionado con el tiempo. Durante los puyás del período colonial, quienes luchaban por liberar a la “Madre India” adoraban las armas como encarnaciones literales de su poder. Sus pandalos albergaron exposiciones de productos básicos de fabricación local o “swadeshi” como el algodón, que había sido diezmado por las importaciones coloniales. Durante la época del Frente de Izquierda, los cuadros comunistas dirigieron los comités del puyá, a pesar de su inclinación secularista; incluso aquellos miembros del partido que se sentían incómodos con la religión pública se abstuvieron de desafiar la centralidad del festival en la vida social y se contentaron con los puestos de libros marxistas instalados junto a los pandalos. Los últimos años han sido testigos de puyás y pandalos de temática LGBT organizados por grupos del tercer género y trabajadoras sexuales. Feministas destacadas han pedido que todas las mujeres participen en los rituales, no solo las mujeres casadas, como indica la tradición. Mamata Banerjee, la actual ministra-jefe del gobierno local de Bengala Occidental, a menudo ha sido retratada como Durgá por derecho propio.

A pesar de su innegable naturaleza religiosa, muchos hindúes describen hoy el Durgá Puyá como un evento cultural inclusivo y casi secular. Los pobres no son en absoluto excluidos: venden ofrendas como guirnaldas de flores y saris, o se emplean en la construcción de los pandalos. Históricamente, los musulmanes siempre estuvieron involucrados en la organización de los puyás de las aldeas, y los jóvenes musulmanes de hoy tienen la misma probabilidad de saltar de un pandalo al otro que sus homólogos hindúes, aunque las identidades religiosas se están volviendo más rígidas en ambos lados. De vez en cuando, las alegres procesiones en las que se sumergen las estatuas de la diosa coinciden con el luto público de los musulmanes chiíes por Moharram. Los residentes de Calcuta expresan su orgullo de que hindúes y musulmanes no entren en conflicto, aunque los hindúes se quejan de que Mamata Banerjee pospone las inmersiones del Durgá Puyá para permitir que se lleven a cabo las procesiones de Moharram. “Si alguien va al templo, mezquita o iglesia, eso no es religión”, afirmó un sacerdote brahmán que fabrica y vende estatuas de arcilla. «Las prácticas religiosas son simplemente las que te permiten vivir bien en el mundo”.

En todos los ámbitos de la vida, el Durgá Puyá encanta y vigoriza a las personas. Los jóvenes de Calcuta cuentan los días hasta el festival en las redes sociales y luego comparten fotos de las mejores estatuas entre miles. Una calcutense de unos cuarenta años, nieta de luchadores por la libertad que ahora vive en Copenhague, dijo que los puyás eran “la última cosa buena que queda en la ciudad». Sin embargo, más allá de Bengala, la diosa se ha convertido en un icono de una política religiosa más exclusivista: los refugiados punyabíes adoran a la misma diosa con el nombre de Sheranwali Mata en Delhi, donde los grupos paramilitares nacionalistas hindúes se han apropiado de ella como icono. El mismo símbolo de la Madre India, que representa la unión en Bengala, es importante para otros grupos de refugiados precisamente porque coloca el hinduismo por delante de otros aspectos de la identidad nacional. El lema Bharat mata ki jai -Victoria para la Madre India- se originó en Bengala como un grito de guerra anticolonial, pero ahora es una consigna del chovinismo hindú en todo el país.

A medida que la política nacional se convierte en nativismo, Calcuta -que una vez estuvo a la vanguardia del nacionalismo indio- ha permanecido al margen. De hecho, la cultura política de la ciudad que alguna vez fue tan vívida corre ahora el riesgo de caer en un éxtasis romántico. Hasta el día de hoy, las canciones del amado poeta de Calcuta, Rabindranath Tagore, escritas en el apogeo de la lucha anticolonial, resuenan en los suburbios. Pero estas canciones, a pesar de lo apreciadas que son, también parecen adormecer a la ciudad en un sueño nostálgico, mientras que el resto del país está cautivado por el repertorio rápidamente cambiante de Bollywood.

Guerras culturales

Los nuevos líderes ambiciosos y agresivos de la India están tratando hoy de abrirse paso en el este. Una nueva autoconfianza política estimula a gran parte de la nación, desde los jóvenes agricultores en las llanuras del norte hasta una nueva generación de trabajadores tecnológicos en las dinámicas ciudades del sur. Pero esta India, que es orgullosamente hindú en su identidad, con el hindi como su idioma nacional, aliena a muchos bengalíes y va en contra de muchas de las cosas que han defendido. Aunque algunos habitantes de Calcuta se rebelan activamente, se han retirado en su mayor parte a una postura defensiva, centrados en preservar la identidad distintiva de su ciudad mientras muestran pocas ambiciones de cambiar el dial de la política nacional.

El PBJ ha utilizado a su favor la diversidad de Bengala Occidental, apelando a las divisiones sociales en formas que, para la mayoría de los habitantes de Calcuta, no destacaban mucho en el pasado. Los equipos de fútbol de Calcuta han cumplido ese propósito, como una de las pocas arenas donde permanece algo parecido a identidades distintas. El club más antiguo, el Mohun Bagan, es popular entre los “nativos” de la ciudad; los residentes musulmanes apoyan el Mohammedan Sporting Club; y el East Bengal Football Club es el último bastión de la identidad del refugiado. Cuando el club de Bengala Oriental celebró su centenario en 2019, el destacado político del PBJ, Tathagata Roy, se desahogó en Twitter: “¿Les ha sorprendido a los titulares del club o a alguno de sus seguidores que apoyen a Bengala Oriental mientras están en Bengala Occidental?” Dijo a los seguidores del club que debían recordar que habían sido expulsados de Bengala Oriental debido a su religión, en un intento de inculcarles el tipo de política resentida que sus padres y abuelos habían rechazado en gran medida.

Ese tipo de agitación ha ganado poco terreno, en parte porque el PBJ basa su política de identidad en un estilo de hinduismo del norte de la India que está alejado de la religión popular en Calcuta. El apego de esta última a la feroz diosa tántrica, Kali -cuyas imágenes adornan los salpicaderos de los taxis de la ciudad envuelta en guirnaldas de hibiscos rojo sangre-, tiene poco en común con la devoción ascética por Ram y Krishna que caracteriza al norte. Los devotos de Kali sacrifican cabras a la diosa en sus templos principales, y la carne se consume después como un guiso delicioso y santificado que sería inimaginable en muchas partes del país donde las estrictas dietas vegetarianas se han convertido en la norma. Durante el Durgá Puyá, los habitantes de Calcuta de clase media logran un equilibrio entre la observancia y la indulgencia: ayunan por las mañanas pero luego disfrutan de pollo con chile, chow mein y helado por las noches. Los habitantes de Calcuta defienden estos momentos de alegría contra lo que consideran un puro “puritanismo vegetal”.

Sin embargo, los hindúes de Calcuta no son totalmente inmunes a la teatralidad nacionalista hindú. Desde 2017, el PBJ ha introducido en Bengala Occidental las procesiones de Ram Navami, otro festival centrado en el dios Ram, en el que los devotos (incluidos los niños) desfilan blandiendo espadas. En Calcuta, los observadores secularistas han condenado lo que enmarcan como incursiones de un nacionalismo hindú agresivo. Muchos hindúes bengalíes de clase media objetan que Ram es más un rey mítico para ellos que un dios. No obstante, el partido de Mamata Banerjee, en el Congreso de Trinamool, trató de vencer al PBJ en su propio juego iniciando sus propias procesiones Ram Navami, reclamando para sí misma los dividendos políticos de tales políticas religiosas. En 2018 dos procesiones partidistas rivales se enfrentaron y un oficial de policía perdió un brazo durante la refriega. Un médico en Calcuta se lamentaba en aquel momento: “Antes solían ser hindúes contra musulmanes, ¡pero ahora los hindúes luchan entre ellos!”

Los calcutenses laicos han comenzado a rechazar estas tendencias. Un activista comunista que llegó de Bangladesh cuando era joven en la década de 1990 organiza ahora una una celebración de la cultura secular bengalí en las colonias llamada Shobhajatra mongol. Las calles están pintadas con diseños geométricos y la gente sale a la calle con máscaras, con modelos de tigres, elefantes y búhos en papel maché, así como letras del alfabeto bengalí. Este concepto de carnaval se originó en Bangladesh en la década de 1970 para promover la unidad a través de símbolos no religiosos en un país que había quedado destrozado por los conflictos civiles. El primer shobhajatra mongol desfiló a través de las áreas de refugiados de Calcuta en 2017, como contrapunto a Ram Navami. Los organizadores -la mayoría de los cuales forman parte de círculos comunistas residuales- aspiran a extender tales procesiones por todo el Estado en unos cinco años.

Si bien el secularismo de los calcutenses de clase media está cediendo ante las crecientes tensiones religiosas, su orgullo lingüístico sigue siendo sacrosanto. Constitucionalmente, la India tiene veintidós idiomas con estatus oficial, de los cuales el bengalí es uno de ellos. Sin embargo, los estados que no son hindi están resentidos con la invasión gradual del hindi, respaldada por las políticas gubernamentales y que asume un papel prominente en muchas industrias, lo que genera sesgos laborales tanto en el sector público como en el privado. El resentimiento hacia el hindi no es nuevo ni exclusivo de Bengala, pero el padre bengalí corriente de clase media está ahora preocupado por la capacidad de sus hijos para hablar bengalí a un nivel que les permita acceder a las riquezas literarias de su lengua materna.

Así pues, la marca de identidad política de Bengala sigue más preocupada por el idioma que por la religión. Bangla Pokkho (El partido del bengalí) es un movimiento pequeño pero en crecimiento que ha exigido que el bengalí sea el primer idioma en los letreros de las estaciones de tren, las recetas médicas y los exámenes para poder acceder a los trabajos del gobierno estatal. Pero incluso el orgullo lingüístico se ha visto arrastrado por los juegos comunitarios. Los activistas caracterizan a menudo a los hablantes de hindi en Bengala como una especie de quinta columna que le hace el juego a los nacionalistas hindúes. Tales tendencias habrían parecido propias de mentes estrechas en una ciudad donde los izquierdistas de edad, educados en el internacionalismo comunista, aprendieron una vez alemán para poder entender Das Kapital. Pero a medida que la nueva idea de la India divide a la población, los habitantes de Calcuta se ven obligados a capitular ante las narrativas del PBJ o a crear una historia propia.

Fragmentando la política

Si bien Calcuta parece haberse vuelto más introspectiva, su propia cultura política se ha transformado desde adentro. Mamata Banerjee, que desprecia por igual a la vieja izquierda comunista y a la nueva derecha religiosa, encarna el cambio. Su profundo odio hacia los comunistas, a pesar de compartir muchos de sus instintos políticos, se debe a que sus secuaces la golpearon hasta casi matarla en 1990. Actúa como una espina en el costado del primer ministro indio Narendra Modi y su notorio ministro del Interior, de quien ella dijo una vez que estaba “tan alfabetizado como un burro” en todo lo referente a Bengala. Ella misma es una populista que atrae a los pobres a través de su lenguaje vulgar y actitudes políticas permisivas; después de permitir que los vendedores ambulantes se apoderaran de las calles, no impuso multas a los taxistas que se niegan a aceptar las tarifas en el taxímetro. Todo esto perturba a las clases medias, a quienes simultáneamente apacigua a través de formas superficiales de política cultural: emitiendo canciones de Tagore en las principales encrucijadas del centro de Calcuta y escribiendo sus propias canciones temáticas para el Durgá Puyá.

En contraste con los esfuerzos del Frente de Izquierda para mantenerse completamente al margen de la religiosidad pública, Mamata ha instituido un modelo de laicismo casero en el que el gobierno estatal se involucra activamente con todos los diferentes grupos religiosos, lo que sitúa la religión en un primer plano incluso cuando se niega a favorecer a uno sobre el otro. En consecuencia, el estado ha otorgado grandes sumas de dinero a los clubes sociales para que realicen el festival anual de Durgá Puyá, al tiempo que otorga estipendios a los imanes y financia las madrazas. A medida que la religión asume un lugar central bajo el gobierno de Trinamool, los incidentes comunitarios han aumentado considerablemente, particularmente en las pequeñas ciudades que rodean Calcuta. Algunos temen que sea solo cuestión de tiempo antes de que se produzcan enfrentamientos importantes en la ciudad misma.

La situación ha dejado a ardientes laicistas -como Bikash Ranjan Bhattacharya, hijo de refugiados, abogado prominente y exalcalde de la ciudad bajo el Frente de Izquierda- en tierra política de nadie. Bhattacharya desafió el estipendio del imán y el patrocinio de la Puyá en los tribunales, calificándolos de inconstitucionales. En 2015 organizó también un festival con carne de vaca para comer frente a la histórica mezquita Tipu Sultan de la ciudad después de que un musulmán fuera linchado por una turba hindú bajo sospecha de haber comido de esa carne. Los musulmanes se enojaron porque se asociaba a su mezquita con un acto que les iba a enfrentar incluso con hindúes liberales. Cuando se presentó a las elecciones en las colonias de refugiados cuatro años después, ocupó el tercer puesto, tras haberse enajenado efectivamente a ambos grupos religiosos.

Las posiciones polarizadas son ahora un elemento principal en las conversaciones diarias. Los partidarios de los comunistas, especialmente en los campus universitarios, son llamados peyorativamente “laicos enfermizos» por los hindúes de mentalidad religiosa en las redes sociales. Los funcionarios del PBJ afirman que Mamata Banerjee apacigua a los musulmanes, trata a los hindúes como ciudadanos de segunda clase e introduce intencionalmente a inmigrantes ilegales a través de la porosa frontera con Bangladesh para que voten por ella e incluso establezcan células terroristas con impunidad. Comentaristas fanáticos llaman a algunos vecindarios de Calcuta de mayoría musulmana (y en su mayoría de habla hindi) “pequeños paquistanes”, evocando un sentimiento de alteridad, deslealtad y amenaza. En esta atmósfera tóxica, los partidarios del PBJ llaman a sus oponentes “antinacionales” y “naxalitas urbanos”, en referencia a los insurgentes maoístas que continúan organizando ataques guerrilleros en los bosques de la India central.

Estas etiquetas solo alimentan una mayor radicalización entre las generaciones más jóvenes, especialmente en los campus de tendencia izquierdista altamente politizados de Calcuta, como el Presidency College y la Universidad de Jadavpur. Los bengalíes a menudo están representados de manera desproporcionada entre los militantes de izquierda en otras instituciones de élite, como la Universidad Jawaharlal Nehru de Nueva Delhi, que recientemente ha sido escenario de conflictos violentos entre las facciones estudiantiles comunistas y las afiliadas al PBJ. De manera más general, los implacables intentos de polarizar al electorado en líneas religiosas y partidistas han llevado a algunos habitantes de Calcuta a hablar en términos más duros que nunca sobre la autonomía bengalí y su ruptura.

El centro entra en escena

El déficit de confianza entre Calcuta y el gobierno de Nueva Delhi llegó a nuevas profundidades en la primera mitad de 2020. La ironía es que una ciudad que hace apenas un siglo incubó una insurgencia anticolonialista sea considerada hoy por el gobierno del país como peligrosa y desleal: Las mismas ideologías y valores que una vez colocaron a Calcuta a la vanguardia del nacionalismo indio la hacen chocar ahora con el nuevo nacionalismo excluyente que irradia desde la capital.

Como parte de su estrategia de divide y vencerás, el PBJ inauguró a fines de 2019 reformas de ciudadanía por las que todos los hindúes tendrían que demostrar sus orígenes para reclamar la nacionalidad. A los hindúes sin documentos, a diferencia de los musulmanes, se les concedería el estatus de refugiados y una vía para alcanzar hacia la ciudadanía. El proceso legislativo se ha ido abriendo camino con ataques retóricos contra los musulmanes bangladesíes que habían inmigrado ilegalmente: el ministro del Interior del PBJ los llamó “infiltrados” y “termitas”, en marcado contraste con la experiencia históricamente tolerante de Bengala hacia la migración transfronteriza. Pocos habitantes de Calcuta temen espectrales amenazas islamistas del otro lado de la frontera; se preocupan mucho más (especialmente entre los musulmanes) por presentar pruebas de su ciudadanía india. Incluso aquellos que pueden demostrar su ciudadanía administrativamente saben que, en general, su identidad seguirá siendo atacada por sus valores laicistas y su proximidad a la frontera.

La epidemia de covid-19 no ha hecho sino aumentar la ansiedad en torno a los planes del gobierno central sobre el estado oriental. Si bien Mamata Banerjee instruyó a la policía para implementar un cierre nacional “con rostro humano”, buscando suavizar sus repercusiones socioeconómicas al permitir que las empresas operen, los comentaristas nacionalistas hindúes señalaron a los bulliciosos vecindarios musulmanes y los mercados de carne como unas violaciones flagrantes ante las que el gobierno estatal estaba haciendo la vista gorda. Algunos se ocuparon de popularizar online el hashtag #CoronaJihad, acusando a los musulmanes de propagar el virus intencionadamente. “El centro debe intervenir”, gritaron los líderes de opinión de la derecha, pidiendo al gobierno nacional que suspenda el gobierno democrático y se haga cargo de la administración del estado.

Por tanto, cuando el ciclón Amphan arrasó Calcuta en mayo de 2020, la naturaleza parecía seguir a las fuerzas más agresivas de la derecha al querer borrar del mapa a la ciudad. Mientras Mamata Banerjee anunciaba horrorizada desde su sala de control que “todo está destruido”, la respuesta del gobierno central fue palpablemente apática. El primer ministro no declaró una emergencia nacional, lo que podía haber desbloqueado fondos de ayuda y atraído la atención de los medios sobre la difícil situación de la región. Los memes de la derecha declararon alegremente a Bengala Occidental y Bangladesh como un “cáncer eliminado” del subcontinente. Los habitantes de Calcuta se preguntaron si en realidad eran indios para el resto del país.

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Calcuta, que fue una vez la sede del poder en la India colonial, se ha trasladado una vez más al centro de la vida política de la nación. Ahora es parte integral de la lucha para definir la nación india. Lo que esta lucha genera en primer lugar es posiblemente el repositorio vivo de experiencias, recuerdos e ideas de Calcuta, todo lo que la ciudad conserva y que contradice la agenda política del PBJ. Esta tradición política se mantiene viva en las charlas de los cafés, las tiendas de té y los campus de la ciudad, y se aloja en las memorias colectivas de independencia, desplazamiento, reasentamiento y renovación.

Pero en realidad es frágil. A medida que el gigante electoral del PBJ avance hacia el este, alterará inevitablemente la cultura política de Calcuta: el nacionalismo hindú jugará un papel más importante en los próximos años, agitando las tensiones religiosas subyacentes y politizando las cuestiones de ciudadanía y pertenencia a lo largo de la frontera. Pero esta visión de la India también se enfrentará a un baluarte natural en la megaciudad de los refugiados, donde algunos votantes y activistas se adherirán tenazmente a sus ideas honradas por el tiempo y rechazarán los intentos de gobernarlos sembrando divisiones. Calcuta puede, en este proceso, reavivar parte de la energía rebelde que ha caracterizado su historia. En su seno sigue albergando ideas que fueron importantes en el pasado para la creación de la nación de la India, ideas que es posible que resurjan de una forma u otra para moldear su futuro.

(Todas las fotografías son obra del autor.)

James Bradbury es editor de Synaps. Recientemente completó un doctorado en Antropología Social con un trabajo de campo sobre los refugiados, la religión y la política de partidos en Calcuta, India. Está también muy interesado en el sistema político del Líbano. Está embarcado, en particular, en un estudio sobre el barrio cristiano ortodoxo de Achrafieh y la dinámica cambiante de la política de sus comunidades cristianas. Considera que Synaps es un espacio que une satisfactoriamente el trabajo intelectual y las contribuciones tangibles a la sociedad en general.

Fuente: https://www.synaps.network/post/india-bengal-kolkata-refugees-bjp

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