Buscar ahora a Bin Laden es tan útil como detener a los científicos nucleares tras la creación de la bomba atómica. Ésa es la cuestión. Bin Laden ha creado Al Qaeda. Su trabajo está hecho. Es de Al Qaeda de lo que debemos ocuparnos. Que le detengan, por supuesto, pero reconozcamos que ya no tiene importancia. El monstruo que engendró ya ha nacido
Sigue teniendo alguna importancia? Cada vez que veo en los vídeos granulosos esos rasgos tan familiares -los ojos hundidos, la barba canosa, el rostro afilado y aguileño, la fina media sonrisa- me hago esa pregunta.
Los occidentales necesitamos tener malos: Nasser, Gaddafi, Abu Nidal, Jomeini, Bin Laden, el mulá Omar, Sadam… A algunos hemos ayudado a crearlos -Nasser, Gaddafi, Bin Laden, Sadam-, mientras que otros han nacido de los hielos de guerras más antiguas, derivadas de la II Guerra Mundial, como Radovan Karadjic y Ratko Mladic. Algunos fallecen por enfermedad o por ancianos: Nasser, Abu Nidal, Jomeini. Otros se transforman en hombres de Estado después de toda una vida de parias -Gaddafi-, y a unos pocos los capturamos: Sadam.
Sin embargo, creo que Karadjic y Mladic, símbolos del mal en Europa, son figuras más importantes en nuestra lista de enemigos que el hombre al que conocí hace doce años en el desierto de Sudán, con unos dedos que recorrían, nerviosos, el forro de su túnica blanca, y una mente que revoloteaba como un insecto sobre la historia de su épico combate contra el Ejército soviético en Afganistán. Sí, es verdad que los atentados en Madrid son un crimen de Bin Laden en España. ¿Pero podríamos demostrar en algún tribunal internacional que aprobó personalmente aquella atrocidad? Que su criatura, Al Qaeda, mató a todos aquellos inocentes es algo que está fuera de toda duda. ¿Pero sabía él de antemano lo que iba a ocurrir? ¿Cambiaría algo, a estas alturas, que se le capturase?
Qué inocentes éramos todos a principios de los noventa. Yo sabía, desde mucho antes de conocer a Bin Laden, que había dirigido las legiones árabes contra los soviéticos en Afganistán en 1979. Los saudíes querían que asumiera ese papel uno de sus príncipes, pero, por desgracia, los miembros de la Casa de Saúd preferían los placeres de Niza al martirio en Kandahar, de modo que Bin Laden les sustituyó, como sustituyó a la CIA en la batalla islámica contra los infieles de la URSS. En aquella batalla perdió, al menos, a 500 hombres; su fosa común se encuentra hoy cerca de la frontera paquistaní. Posteriormente conocí al jefe del comando ruso que había estado encargado de capturar o asesinar a Bin Laden. Tuvo tan poco éxito como después han tenido los estadounidenses.
La génesis del «terror»
Ahora volvemos la vista atrás y aseguramos que ya se veía la génesis del «terror» -vamos a conservar la palabra entre comillas, puesto que Bush la ha convertido en una forma de puntuación- en aquellos primeros días de resistencia contra el Imperio Soviético. Pero, para millones de árabes, Bin Laden, en su guerra contra los rusos, se transformó en el Lawrence de Arabia del mundo musulmán. Asqueado por las violaciones, los pillajes y las matanzas de la guerra civil entre muyahidin que siguió a la retirada rusa, Bin Laden se fue de Afganistán en 1988, y halló un nuevo papel que desempeñar cuando Sadam invadió Kuwait, en 1990. Rogó a los saudíes que le dejaran encabezar su legión árabe contra el ejército iraquí para liberar el emirato. Pero no, el rey Fahd prefirió que fuera EE UU quien liberara Kuwait y protegiera los lugares sagrados del islam.
Aquello no era mera herejía. Aquello era una traición. Por eso el Bin Laden al que conocí en el desierto de Sudán era un hombre airado, suspicaz, solitario. Nunca había hablado con un periodista occidental. Aguardaba mis preguntas sobre el «terrorismo» y estaba irritado porque un viejo camarada saudí, que se había hecho periodista, le había obligado a recibirme, cuando lo único que deseaba era disfrutar de la gratitud de los habitantes de Almatig, encantados con él porque había construido una nueva ruta para enlazar su remota aldea con la carretera entre Port Sudán y Jartum. ¿Qué podía decirme de Afganistán?, le pregunté. ¿Y de la guerra contra los soviéticos? Bin Laden se sorprendió. Pensaba que le iba a preguntar sobre el «terror» -cosa que hice más tarde-, y se encontró con que quería que hablara de su guerra contra los infieles bolcheviques.
«Lo que viví en los dos años que pasé allí», me dijo, «no habría podido vivirlo aunque hubiera estado cien años en otro lugar. Cuando comenzó la invasión de Afganistán, me indigné y acudí inmediatamente; llegué a los pocos días, antes de que acabara 1979, y seguí yendo una y otra vez durante nueve años. Me indignó la injusticia que se había cometido contra el pueblo de Afganistán. Me permitió darme cuenta de que la gente que se hace con el poder en el mundo utiliza ese poder, con nombres diferentes, para sojuzgar a otros y obligarles a aceptar sus opiniones. Es verdad que luché, pero mis hermanos musulmanes hicieron mucho más que yo. Muchos murieron, y yo sigo vivo. Nunca tuve miedo a la muerte. Los musulmanes creemos que, cuando morimos, vamos al cielo. Antes de una batalla, Dios nos transmite tranquilidad. En una ocasión, me encontraba a sólo 30 metros de los rusos, que estaban intentando capturarme. Me estaban bombardeando, pero sentía tal paz de espíritu que me dormí. El tiempo que pasé en Afganistán fue la experiencia más importante de mi vida».
No hay duda de que fue la experiencia formativa en la vida de Bin Laden. Si se podía destruir el Imperio Soviético con tanta facilidad, ¿qué otra cosa sería capaz de resistirse al poder del islam militante, la bendición otorgada por la «tranquilidad» en la fe, la «paz de espíritu» que surgía en combate? Hay en la naturaleza de Bin Laden un elemento de ingenuidad, de infantilismo, que seguramente él confundió con inocencia.
Bin Laden siempre hablaba de sueños. ¿Acaso el propio profeta no recibió el mensaje de Dios en un trance, dentro de una cueva, una cueva no muy distinta a aquella en la que Bin Laden iba a ocultarse, meditar y predicar durante las guerras afganas, primero contra los rusos y luego contra los estadounidenses en 2001? Una vez, en 1997, Bin Laden me dijo una cosa escalofriante: que «uno de nuestros hermanos» había «tenido un sueño» en el que había visto a Robert Fisk a caballo, con barba, como una «persona espiritual». Yo llevaba una túnica, me dijo. «Eso significa que eres un verdadero musulmán». Era un mensaje aterrador, un intento de que quería reclutarme. No, respondí, yo no era musulmán, sólo un periodista cuyo trabajo consistía en contar la verdad. Pero entendí perfectamente hasta qué punto una afirmación así podía afectar a otras personas, musulmanes conversos, procedentes de otras confesiones o incluso otras sociedades. De Gran Bretaña, de Francia, de España…
Creencias políticas y religiosas
Porque, dentro del sistema de creencias políticas y religiosas de Bin Laden -era difícil separar las dos cosas y, en el islam, es prácticamente imposible-, existía una combinación única de ideas militares y teológicas, la debilidad de un ejército enemigo y la fuerza de una convicción religiosa. La transmisión de estos dos temas a una población envuelta en la injusticia y el sufrimiento históricos permitiría crear, tal vez, un instrumento de posibilidades casi nucleares. En nuestra segunda entrevista, en un desierto afgano en 1996, Bin Laden pasó la mitad del tiempo destacando la corrupción de la familia real saudí -cómo había mentido a la población árabe al prometerle una umma, y cómo basaba su poder en el dinero y la inmoralidad- y la capacidad de sus guerrilleros para vencer a EE UU. Me reveló que sus hombres se habían enfrentado a las fuerzas estadounidenses en Somalia -era la primera vez que lo reconocía-, y que éstos no eran más que unos «tigres de papel» (empleó literalmente el viejo término comunista chino) sin moral de combate.
Era una noción peligrosa, pensé entonces. Estados Unidos en medio del caos de Somalia no sería lo mismo que EE UU si atacaban su territorio. Y sin embargo, en retrospectiva, veo ahora con mis propios ojos -en Irak- que esas mismas fuerzas sufren derrotas aplastantes y también -como los rusos- en Afganistán, mientras que los talibanes llevan a cabo un regreso lento pero inevitable. Y en esos vídeos que nos llegan todavía de Bin Laden veo ahora a un hombre distinto al islamista al que entrevisté en Sudán y Afganistán, un hombre más vanidoso que hoy lleva túnicas bordadas y que hace sermones más enraizados en la historia, en la «tragedia» de Andalucía, en el acuerdo Sykes-Picot y el Tratado de Sèvres, en los pactos occidentales que desmembraron el Oriente Próximo musulmán y destruyeron el último califato.
La última vez que hablé con Bin Laden, en un campamento guerrillero en lo alto de una montaña afgana -construido por la CIA durante la guerra contra la URSS-, estaba poseído por la necesidad de luchar contra EE UU. Cuando hablaba, los seguidores de Al Qaeda presentes en nuestra tienda bebían cada palabra como si se tratara de un mesías. «Creemos que nuestra lucha contra América será mucho más sencilla que contra la Unión Soviética», declaró. «Desde esta montaña deshicimos el Ejército ruso y destruimos la URSS. Y pido a Dios que nos permita convertir a Estados Unidos en una sombra de sí mismo».
Ha llegado el momento de avanzar deprisa en mi vídeo mental. Es el 11 de septiembre de 2001. Estoy volando de Europa a EE UU cuando, a través del teléfono por satélite del avión, me cuentan desde The Independent en Londres que unos secuestradores han estrellado cuatro aviones de pasajeros en EE UU, dos de ellos contra el World Trade Center de Nueva York. En nuestro avión no sabemos de dónde procedían los aparatos fatídicos. ¿De África, o de Latinoamérica, o de Europa, como nosotros? El sobrecargo y yo nos paseamos en busca de pasajeros cuyo aspecto no nos agradara. Yo tomé nota de los números de asiento de 13 personas, dos de ellas en clase preferente. Y no tardé más que unos minutos en darme cuenta de lo que significaba aquello. Todos los que no me habían gustado eran musulmanes. Estaban leyendo el Corán, o daban vueltas en la mano a unas cuentas, o tenían barba, o me miraban con suspicacia porque yo les miraba con suspicacia a ellos. Había clasificado a los pasajeros de mi avión por su raza. En sólo unos minutos, el sociable y liberal Robert Fisk se había vuelto racista. Lo cual me hizo llegar a la conclusión de que uno de los propósitos de Bin Laden era, no causar la división entre los musulmanes y Occidente, sino entre inocente e inocente y, de esa forma, hacernos culpables a todos.
De nuevo en Europa -EE UU cerró su espacio aéreo-, fui a mi hotel y encendí la televisión; las Torres Gemelas caían una y otra vez, en aquella epopeya bíblica de humo, polvo y niebla. Y entonces me acordé de mi último encuentro con Bin Laden y de sus últimas palabras. En las imágenes del televisor, Nueva York era verdaderamente «una sombra de sí misma». Las imágenes eran el mensaje y el acto era el mensaje, igual que los atentados de Bali, Madrid y Londres serían mensajes de los que nadie se responsabilizaría.
Historias falsas
Como de costumbre, los políticos y los periodistas estadounidenses crearon una historia falsa para presentárnosla. Cada vídeo de Bin Laden iba seguido de las mismas preguntas. ¿Era verdaderamente él? ¿Cuándo se había grabado? ¿Estaba enfermo? ¿Dónde estaba ahora? ¿Estaba aún con vida? Lo que hacíamos poco era prestar atención a sus palabras. Sólo cinco semanas después de la invasión ilegal de Irak por parte de Occidente, en 2003, Bin Laden hizo un llamamiento a los musulmanes iraquíes a aliarse con los «socialistas». Predecía la caída de Sadam, pero recordaba la alianza de persas musulmanes y no musulmanes contra los cruzados del siglo XII en Oriente Próximo. Ahora, los musulmanes y los «socialistas» -pese a insistir en que éstos seguían siendo «infieles»- podían aliarse contra los nuevos «cruzados» americanos. Éste fue el detonante que unió a Al Qaeda y los rebeldes procedentes del antiguo Ejército iraquí en una guerrilla demoledora tras la ocupación estadounidense, en el conflicto que hoy está acabando con los sueños de Washington. Sin embargo, no supimos escuchar lo que decía Bin Laden. Aquella cinta era la pista fundamental sobre lo que iba a ocurrir cuando Occidente ocupara la histórica tierra de Irak.
Visión hollywoodiense
Y todavía seguimos en la visión hollywoodiense de la existencia de Bin Laden -¿está vivo?, ¿cuándo le capturarán?- en vez de examinar su verdadera importancia. Porque Bin Laden ha dejado de ser importante. Podemos encarcelar a un periodista, en parte, porque se ha entrevistado con Bin Laden -¿qué ocurrirá, me pregunto alegremente, cuando llegue a Madrid a hablar de mi nuevo libro, yo que me he entrevistado con él en tres ocasiones?-, pero todo esto no tiene ningún sentido. Buscar ahora a Bin Laden es tan útil como detener a los científicos nucleares después de la creación de la bomba atómica. Ésa es la cuestión. Bin Laden ha creado Al Qaeda. Su trabajo está hecho. Ahora es tan irrelevante como los científicos que lograron la fisión del átomo. Es de Al Qaeda de lo que debemos ocuparnos. ¿Lo hacemos mediante la búsqueda de la justicia para Oriente Próximo? ¿O mediante la eterna «guerra contra el terrorismo», contra los enemigos de EE UU, que nos prometió Bush? ¿Le dejamos que siga contando impunemente la mentira de que el 11 de septiembre de 2001 «cambió para siempre el mundo»?
¿O nos negamos a permitir que 19 asesinos árabes cambien mi mundo? Éstas son las preguntas que debemos hacernos en las próximas semanas, meses y, tal vez, años. ¿Dónde está Bin Laden? Que le detengan, que le sometan a juicio -un juicio justo en un tribunal internacional, no un tribunal irregular como el que juzga a Sadam-, pero reconozcamos, por lo menos, que ya no tiene importancia. El monstruo que engendró ya ha nacido.
Robert Fisk es corresponsal en Oriente Próximo de The Independent . Su nuevo libro, La gran guerra por la civilización. La conquista de Oriente Próximo , se pone a la venta el 17 de enero en castellano (Destino) y catalán (RBA). Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.
http://www.elpais.es/articulo/elpdompor/20060115elpdmgpor_1/Tes/encuentros/Bin/Laden