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Cronopiando

Papa por obligación

Fuentes: Rebelión

Y es que Benedicto no quería ser Benedicto. Lo reconocía ayer el sumo pontífice a algunos centenares de compatriotas bábaros a los que también manifestaba seguir siendo todo un bábaro. El cardenal Ratzinger sólo aspiraba a retirarse, «a la descansada vida del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda por donde han […]

Y es que Benedicto no quería ser Benedicto.

Lo reconocía ayer el sumo pontífice a algunos centenares de compatriotas bábaros a los que también manifestaba seguir siendo todo un bábaro.

El cardenal Ratzinger sólo aspiraba a retirarse, «a la descansada vida del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda por donde han ido ido los pocos sabios que en el mundo han sido»…que diría Fray Luis de León, aquel sabio poeta que nunca fuera Papa.

Pero el Espíritu Santo, el mismo que tantas veces oyera y atendiera las súplicas de su eminencia, esta vez no quiso saber de sus plegarias y, en contra de los deseos del cardenal alemán de seguir tras bastidores, pasando desapercibido, optó por sugerirlo como Papa de la Iglesia.

Ratzinger, según confiesa, trató de desanimar a sus colegas que pensaban en él como futuro Papa; trató de desalentar a quienes veían en su figura la reencarnación del Papa muerto… pero todo fue inútil.

Y era evidente su atribulado pesar, su profunda desazón, cuando la fumata blanca anunció al mundo la nueva buena de un nuevo Papa y Benedicto XVI se asomaba al balcón del Vaticano, con la contrariedad y el estupor reflejados en su rostro.

A pesar de sus denodados esfuerzos por no ser elegido, debía cargar la cruz de un nuevo papado, precisamente él, que en su modestia y sencillez nunca quiso aspirar a tan relevante cargo; él, que jamás pensó en suceder a San Pedro; él, que al igual que Fray Luis, aquel sabio poeta que nunca fuera Papa, sólo aspiraba a «un no partido sueño, un día puro, alegre, libre quiero; no quiero ver el ceño vanamente severo de quien la sangre ensalza o el dinero».

Con profundo pesar y el sostenido aliento del Opus Dei, aceptaba el nuevo pontífice asumir la conducción de la iglesia, no fuera a ser que Leonardo Boff, menos discreto que su eminencia, se alzara con el santo y la limosna; no fuera a ocurrir que Ernesto Cardenal, sin pasar por el claustro, fuera nombrado Papa; no fuera a ser que religiosos como Casaldáliga resultaran designados pastores del rebaño y acabaran dando forma a otro redil en el que apacentar los espíritus.

Acaso para evitar semejantes desgracias es que el cardenal alemán se vio obligado a renunciar al sueño que enarbolara Fray Luis de León, aquel sabio poeta que nunca fuera Papa: «a mí una pobrecilla mesa, de amable paz bien abastada me basta, y la vajilla de fino oro labrada sea de quien la mar no teme airada».

Las circunstancias por las que atraviesa la Iglesia demandan el sacrificio de sus mejores hijos y el Papa elegido ni quiso ni pudo desairar la voluntad del Espíritu Santo. Que sea Fray Luis de León, aquel sabio poeta que nunca fuera Papa, el mismo que escribiera y hoy escribe: «vivir quiero conmigo, gozar quiero del bien que debo al cielo, a solas, sin testigos, libre de amor, de celo, de odio, de esperanzas, de recelo».

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