Nuevas provocaciones de Estados Unidos a China y el fantasma del fascismo liderado por Trump.
El 15 de agosto se cumplió un año de gobierno talibán, luego del caótico y humillante retiro de las tropas militares de Estados Unidos –y sus aliados de la OTAN– de Afganistán. Esa guerra, la más larga en la historia de Estados Unidos, iniciada después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 a las torres gemelas, fue un fracaso. No solo devolvió el poder a los talibanes, sino que terminó armándolos con lo más sofisticado de la industria bélica que el ejército estadounidense abandonó en ese país.
Actualmente, en Afganistán tiene lugar una de las mayores catástrofes humanitarias del mundo donde, según Naciones Unidas, el 95% de la población padece hambre. A pesar de ello, el Presidente Joe Biden insiste en retener los 7.000 millones de dólares que el Banco Central afgano tiene depositados en Estados Unidos, que equivalen al 40% de sus reservas internacionales en divisas fuertes. Algo parecido a la decisión del Reino Unido de negarse a devolverle al Banco Central de Venezuela las 32 toneladas de oro depositadas en el Banco de Inglaterra, valorados en casi 2.000 millones de dólares; o la incautación que hizo el ex Presidente Iván Duque de la estratégica empresa de fertilizantes Monómeros, propiedad de Petroquímica de Venezuela (Pequiven), que operaba en Colombia, al entregársela a Juan Guaidó –y que Gustavo Petro ha anunciado su restitución al gobierno cuando culminen los complejos trámites legales–, por no mencionar el secuestro del avión de la empresa venezolana Emtrasur en el aeropuerto de Ezeiza y el impedimento de salida del país de siete tripulantes, por orden del juez federal Federico Villena.
La crisis que padece la población de Afganistán ha llevado a numerosos expertos y organizaciones, incluido el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz (2001), a pedirle a Biden que permita que el dinero de Afganistán regrese al país. Junto con 70 economistas reunidos en Washington, firmó una carta dirigida al Presidente y a la secretaria del Tesoro, Janet Yelen, en la que se insta al gobierno estadounidense a devolver el dinero para mitigar la crisis humanitaria pues “el pueblo de Afganistán ha tenido que sufrir doblemente por un gobierno que no eligió”.
La mano de Donald Trump
El caótico retiro de las tropas y la toma del gobierno por los talibanes le estalló a Biden, pero fue Trump quien en febrero de 2020 firmó el Acuerdo de Doha (denominado oficialmente Acuerdo para traer la Paz a Afganistán), por el cual se fijó un calendario para la retirada definitiva de Estados Unidos y sus aliados tras casi 20 años de conflicto. Este fue firmado con los talibanes –y no con el gobierno oficial– cuyo Presidente Ashraf Ghani huyó del país tan pronto se inició la retirada estadounidense. Trump aceptó la condición de los talibanes de excluir a los representantes del gobierno afgano de las negociaciones para destrabar las conversaciones.
Como si fueran ingenuas, las autoridades estadounidenses suponían que serían las fuerzas de seguridad afganas las que tomarían el control de la situación después de la retirada de las tropas extranjeras. Pero los talibanes tomaron el poder sin resistencia de las fuerzas estatales, en cuyo entrenamiento y equipamiento Estados Unidos invirtió ingentes recursos. El Acuerdo de Doha no incluyó disposiciones vinculantes que obligaran a los talibanes a respetar los derechos de las mujeres. Por este tipo de carencias, muchos analistas consideran que este no fue un acuerdo de paz sino una rendición de Estados Unidos frente a los talibanes. Cuando anunció el acuerdo, Trump advirtió: “Si las cosas van mal, volveremos con una fuerza como nunca se ha visto”. Es decir, la prepotencia como instrumento diplomático.
En esa tragedia afgana los grandes ganadores fueron el complejo militar industrial y las contratistas militares privadas, como hoy en la guerra en Ucrania. De hecho, se estima que hubo el doble de contratistas que de soldados estadounidenses y que los principales en Afganistán fueron Dyncorp, Fluor y Kellogg Brown y Root (KBR). Entre los fabricantes de armamento pesado (radares, helicópteros, aviones caza, vehículos blindados, entre otros) destacan Raytheon, Boeing, Lockheed Martin y General Dynamics, todas estadounidenses.
¿Dónde armamos otra guerra?
Un mes después de la retirada de Afganistán el Departamento de Estado anunció la conformación de la Alianza Estratégica AUKUS (Australia, Reino Unido y Estados Unidos) para colaborar con Australia en la adquisición de submarinos nucleares para desplegarlos en la región del Indo-Pacífico.
Paralelamente, el gobierno estadounidense agudizaba las tensiones con Rusia en torno a Ucrania en su reiterado afán de incorporarla a la OTAN. En noviembre, el gobierno ruso calificó de “provocación” las maniobras militares de Estados Unidos y la OTAN en el Mar Negro y se lo comunicó a su homólogo francés, Emmanuel Macron.
En diciembre Vladimir Putin envió una comunicación a Washington en la que exigía el compromiso de Estados Unidos para que Ucrania no formara parte de la OTAN, que se pusiera fin a su actividad militar en Europa del Este y que ni Washington ni Moscú desplegaran misiles de corto o medio alcance fuera de sus territorios. “Cuando nuestras relaciones, por culpa de Washington, se acercan a un punto crítico, es necesario de la manera más urgente dar pasos concretos para reducir el grado de confrontación”, dijo entonces el canciller Serguei Riabkov y advirtió que ignorar esas demandas conduciría a una respuesta militar, similar a la crisis de los misiles en Cuba, en 1962.
Pocos días después de la invasión militar de Rusia a Ucrania, el 24 de febrero, el gobierno chino denunció a Washington por circundar el Estrecho de Taiwán con el destructor de misiles guiados USS Ralph Johnson. La cancillería china rechazó cualquier acto de incitación a la guerra e invocó a no intensificar las tensiones. Aprovechó para señalar que en cerca de 250 años, desde la fundación de Estados Unidos, ese país “ha pasado menos de 20 años sin operaciones militares en el extranjero y que las excusas utilizadas para las intervenciones militares son a veces la democracia o los derechos humanos, pero en ocasiones simplemente una pequeña botella de detergente en polvo o una pieza de noticias falsas”.
Hace dos semanas la visita de Nancy Pelosi a Taiwán generó una tensión máxima, con el despliegue militar chino con fuego real alrededor de la isla. No satisfechos con eso, esta semana cinco representantes del Congreso estadounidense, cuatro de ellos del Partido Demócrata, se reunieron en Taiwán con la Presidente de ese territorio, TsaiIng-wen, lo que ha agudizado los reclamos de China.
En un reiterado acto de provocación, la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos reveló el 17 de agosto que ese país y Taiwán comenzarán conversaciones sobre una iniciativa comercial y económica para el próximo otoño. Al día siguiente del anuncio, el Ministerio de Relaciones Exteriores de China instó a Estados Unidos a no cometer errores respecto a su relación con Taiwán y anunció que tomará medidas firmes para defender su soberanía e integridad territorial.
Al borde de la guerra con Rusia y China
El ex secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger ha dicho al Wall Street Journal que “estamos al borde de la guerra con Rusia y China por cuestiones que en parte nosotros generamos, y no sabemos cómo va a terminar esto o a dónde se supone que conduzca”. Tiene razón, sobre todo porque las señales políticas apuntan a que el ala de la extrema derecha fundamentalista del Partido Republicano ganará las elecciones legislativas de medio término en noviembre de este año. En las primarias al Congreso, los candidatos apoyados por Trump están desplazando a los republicanos más moderados en varios Estados. El caso más reciente es el de la legisladora Liz Cheney, quien fue derrotada rotundamente por la candidata, apoyada por el ex Presidente en el Estado de Wyoming. Cheney había condenado el asalto al Capitolio y apoyado el juicio político a Trump en el Congreso.
Si Trump no va preso por los juicios que tiene pendientes (evasión de impuestos de sus empresas, participación en la toma del Capitolio y sustracción de documentos secretos de la Casa Blanca, que determinaron la autorización de un juez para que el FBI incautara la semana pasada 11 cajas de documentos clasificados) ganará las elecciones internas del Partido Republicano y será el próximo Presidente de Estados Unidos.
Como un mono con revólver, él o alguno de sus delfines instrumentará una política con espectros de fascismo. Esta desviará las verdaderas causas de la enorme desigualdad, precariedad, incertidumbre y angustia social que también afectan a las mayorías en la primera potencia mundial, al concentrarse en dos ejes centrales: la inmigración, particularmente del sur global, con la connotación racial que ello implica, y las amenazas que representan China y Rusia para su seguridad nacional.
Trump tiene una maquinaria propagandista muy bien armada y entre sus promesas electorales ofrece solucionar los graves problemas sociales, sin ninguna estrategia visible pero tampoco sin que haya una narrativa política capaz de enfrentar su poderoso discurso mesiánico. Por eso no solo lo siguen a pie juntillas los evangelistas, nacionalistas y supremacistas blancos, sino que un 35% de población de latinos y un 18% de negros votaron por él en las últimas elecciones presidenciales.
Tal como señala William Robinson, autor de Global Civil War: Capitalism Post-Pandemic, estamos al borde de una recesión global y un colapso financiero al estilo de 2008 que puede favorecer el surgimiento de una suerte de fascismo liderado por Trump, encolumnado como un mesías que imparte órdenes a sus fanáticos seguidores, crecientemente infiltrados en las fuerzas armadas, en la policía y en el Poder Judicial de Estados Unidos. En el país del norte hay 330 millones de personas y 393 millones de armas, desde pistolas hasta armas automáticas de guerra y ametralladoras, y hay sectores de ultraderecha dispuestas a usarlas.
La raíz de este fenómeno es la crisis de Estado, el agotamiento del sistema político que ya no puede contener las tensiones sociales, tampoco en la todavía primera potencia mundial. Se trata de una crisis general de la fase neoliberal del capitalismo global, escenario del preludio de guerra de Estados Unidos contra China y Rusia.