Según estudios recientes, el noventa por ciento de los tres millones y medio de rohingyas que existen en el mundo se han convertido en apátridas. Desperdigados fundamentalmente entre Bangladesh, Indonesia, Malasia, India y Arabia Saudita, han sido obligados a abandonar Birmania por su condición de musulmanes frente a una apabullante mayoría budista.
Sin estatus legal que los cobije, la enorme mayoría de ellos se encuentran bajo la constante inquietud de ser expulsados de sus nuevos lugares de residencia a la menor falta, al antojo de un funcionario o a una nueva ley discriminatoria, como les pasa a cincuenta mil de ellos que viven en India y cuya estabilidad depende de la implementación de la enmienda de la Ley de Ciudadanía (CAA), la que pareciera estar hecha a medida para ellos.
En Bangladesh más de un millón y medio de ellos, que comenzaron a llegar a raudales a partir de 2017 tras el inicio de una operación de limpieza étnica, se encuentran hacinados en campamentos improvisados, prácticamente abandonados a su suerte y carecen de todo. Desde hace años los servicios sanitarios, médicos y educativos se encuentran colapsados. Al tiempo que son sometidos al maltrato de los guardias de seguridad y los policías, que además de robarlos y castigarlos por cualquier motivo, han convertido la violencia sexual contra las mujeres, e incluso las niñas, en una práctica casi cotidiana. Son numerosas también las denuncias de que muchas de esas mujeres han sido vendidas por las autoridades del campamento a redes de trata.
Además sus campamentos en Cox’s Bazar, a orilla del Golfo de Bengala, están sometidos, sin resguardo alguno en casuchas de chapa y plástico, a las contingencias climáticas de los monzones qu cada año se abate sobre toda esa región con su legendaria ferocidad. Tras su paso, todo queda por volver a hacer.
Poco más de quinientos mil rohingyas todavía resisten en lo que fueron sus tierras en el estado de Rakhine en el sudoeste birmano, hasta que se profundizó la limpieza étnica en 2017, decretada por la dictadura militar de entonces, la que no se detuvo ni con la llegada del Gobierno democrático de la señora Aung San Suu Kyi y continúo, sin pausa, tras el golpe militar de febrero del 2021 que puso al general Min Aung Hlaing como presidente del país.
Meses después del golpe se inició una guerra civil entre más de una docena de organizaciones etno-regionales contra el gobierno de facto (Ver Birmania: Las guerras étnicas diezman al poder militar).
La guerra civil también tiene su capítulo en Rakhine, donde tanto el Tatmadaw, el ejército regular birmano, como la fuerza insurgente local, una de las más poderosas de la alianza antigubernamental, el Ejército de Arakan (AA), han decretado el reclutamiento obligatorio de los rohingyas, por lo que hay miembros de este grupo combatiendo en ambos lados. (Ver: Birmania, ¿contra quién es la guerra?)
La mayoría de los rohingyas se han refugiado en el distrito de Maungdaw, del estado de Rakhine, junto a la frontera con Bangladesh, por lo que muchos continúan cruzando hacia ese país o se siguen lanzando al mar, intentando llegar a alguna nación musulmana del sudeste asiático.
Este año se ha incrementado el número de rohingya que se han visto obligados a emprender este tipo de viajes. En octubre del 2023 la cifra había sido de 49 personas, mientras que en este último octubre el número fue de casi 400, de los que prácticamente la mitad eran menores.
La guerra también ha precipitado al país al desastre económico, habiéndose desplomado la producción de muchos de los productos básicos por las restricciones comerciales impuestas por el Gobierno militar. Para algunos analistas, estas medidas han sido un castigo a la población civil, que mayoritariamente apoya a la insurgencia. La escasez de alimentos ha generado una espiral inflacionaria que al parecer no tiene techo. Productos fundamentales como el arroz y el aceite incrementaron diez veces su precio en las zonas más afectadas. De lo que, obviamente, no están exentos el Estado de Rakhine y mucho menos los rohingyas, que en situaciones normales siempre han sido los más desamparados.
Muchas familias se vieron obligadas a realizar solo una comida al día alimentándose con salvado de arroz, que habitualmente se utiliza como alimento para animales. Según cálculos de Naciones Unidas, de continuar esta situación, el año próximo cerca de dos millones de personas se encontrarán en estado de inanición.
Mientras los programas básicos de salud, como campañas de vacunación y la distribución de medicamentos para enfermedades como el HIV, en un gran porcentaje están suspendidos. En julio último cerca de 50 niños murieron por un brote de diarrea.
El conflicto también ha detenido sectores industriales y de la construcción, lo que hace aumentar las tasas de paro y provoca un desplazamiento de trabajadores desocupados a otras regiones en busca de trabajo, terminando muchos de ellos a incorporarse a alguno de los grupos insurgentes, que por lo general pagan buenos sueldos.
Una historia que nunca existió
A medida que los rohingyas se vieron obligados a abandonar sus lugares, todo lo que marcó su presencia ha sido borrado. Sus símbolos culturales, sus pueblos, sus mezquitas, junto a cualquier otro vestigio de su presencia, que data de más de trescientos años aunque de todos modos siguen siendo considerados extranjeros.
Este exterminio es el resultado de una acción coordinada por el ejército, órdenes fundamentalistas, budistas, fuerzas parapoliciales e incluso sus vecinos, empujados por el interés de ocupar sus tierras, ya que la mayoría de la comunidad rohingya se dedica a actividades agrícolas.
Esto ha hecho que ese pueblo prácticamente haya perdido todos sus vínculos con su tierra, enfrentando ahora un nuevo estadio que hará muy difícil que vuelvan a conformarse como tal.
Comunidades enteras han sido desgajadas, familias que han perdido a muchos de sus miembros, sin conocer si los ausentes están muertos, combatiendo para alguna u otra facción dispersa en Birmania o han conseguido instalarse en alguna de las naciones a las que su suerte los llevó.
En este contexto, el destino de esa comunidad en el interior de la provincia de Rakhine es incierto. Mientras la guerra civil continúe y no haya un largo proceso que pueda lograr quitar los prejuicios, la solución para los rohingya seguirá demorada.
Más allá de que el Gobierno de Unidad Nacional (GUN) ha prometido reconocer a la comunidad rohingya, está muy lejos de concretarse. El GUN se conformó por diversas organizaciones políticas y sociales, después del golpe de Estado, para fungir como un Gobierno en el exilio y abroquelar a todos los grupos armados que luchan contra el Tatmadaw.
No deja de despertar desconfianza que quienes prometen esto han sido parte de los gobiernos e instituciones que desde siempre han marginado al pueblo rohingya, por lo que dicha promesa solo se entiende como una medida de corte demagógico en el contexto de la guerra.
Más allá de su posible victoria el GUN, instituciones tan poderosas con el Tatmadaw, que de alguna manera va a seguir perdurando, y el clero budista, que cuentan con un gran peso y poder en la sociedad birmana, estas dos organizaciones han sido grandes promotores del odio contra la minoría musulmana, para iniciarse un proceso efectivo de integración como el que terminó con el apartheid en Sudáfrica, se demorará años, más si tenemos en cuenta que no existe en esta realidad una figura de la talla de Nelson Mandela.
Además, el Ejército Arakan (EA), que apunta a convertirse en el poder emergente de su provincia, de triunfar en la guerra civil ya ha anunciado que se opone a esa medida. Los planes de muchos de estos grupos armados, entre ellos el EA, es tomar un camino independiente y, de ser así, el «problema» de los rohingyas sería resuelto por la dirigencia del poder que se constituya en Rakhine tras el fin de la guerra.
Por generaciones, la persecución del pueblo rohingya, que se convirtió en política de Estado, ha impedido su integración. Sin acceso a la educación y a cualquier otro derecho constitucional, en su gran mayoría el pueblo rohingya es analfabeto, carece de documentos, títulos de propiedad y cualquier otro elemento que lo vincule con su lugar. Esa promesa de asimilación es impracticable, por lo que los rohingyas continuarán siendo una nación apátrida.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC
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