Un militar ruso jubilado desde hace tiempo hablaba por teléfono sobre asuntos de actualidad con un antiguo colega que vive en Ucrania. Ambos estaban indignados por la guerra entre los dos países, antes hermanos, y expresaban su esperanza de que esta locura llegara pronto a su fin.
Pocos días después, representantes de los servicios especiales allanaron el domicilio del ruso. No entregó ningún secreto militar y nadie le acusó de hacerlo. En cambio, lo acusaron de desacreditar públicamente a las fuerzas armadas de la Federación Rusa. El exoficial, conocedor de la ley, replicó que se trataba de una conversación privada. Y que tal acusación sólo debía aplicarse a las declaraciones públicas. «Pero era pública», objetaron los oficiales de inteligencia. «¡Después de todo, nosotros la escuchamos!»
No se trata de un episodio de una historia escrita por un imitador moderno de Franz Kafka o George Orwell, sino de un caso del que se habla actualmente en las redes sociales rusas. También hay muchos informes sobre multas impuestas a personas que habían pintado, por simple coincidencia, sus portales de amarillo y azul hace muchos años, lo que puede asociarse, de manera involuntaria, con la bandera ucraniana, o que, por casualidad, salieron a la calle con unos vaqueros azules y una chaqueta amarilla. La situación llegó al punto de que la policía se planteó redactar una denuncia sobre una caja de manzanas. La fruta era culpable porque en el envase aparecían los mismos «colores enemigos».
***
Es probable que a los lectores occidentales todos estos episodios les parezcan ridículos. Pero traten de imaginar lo que es vivir en un Estado en el que uno puede ser detenido y procesado por llevar ropa inapropiada, por un «me gusta» a un mensaje «sedicioso» en las redes sociales o simplemente porque al nuevo jefe de policía no le gusta su aspecto. Por principio, los tribunales rusos no dictan sentencias absolutorias (en este sentido, la situación es mucho peor que en tiempos de Stalin), por lo que cualquier acusación, por absurda que sea, se considera probada a partir del momento en que la misma se formula. Y esto se aplica no sólo a los asuntos políticos, lo que sería al menos algo comprensible en tiempos de guerra, sino en general a cualquier caso penal o administrativo.
A mis colegas occidentales que, más de un año después del inicio de la guerra, siguen reclamando comprensión hacia Putin y su régimen, me gustaría hacerles una pregunta muy sencilla. ¿Quieren vivir en un país donde no hay prensa libre ni tribunales independientes? ¿En un país donde la policía tiene derecho a entrar en su casa sin orden judicial? ¿En un país donde los edificios de los museos y las colecciones acumuladas durante décadas se entregan a las iglesias, sin que la amenaza de perder obras únicas importe? ¿En un país en el que las escuelas abandonan el estudio de la ciencia y planean abolir la enseñanza de lenguas extranjeras, pero imparten «lecciones sobre lo que es importante», en las que se enseña a los niños a escribir denuncias y a odiar a todos los demás pueblos? ¿En un país que emite diariamente por televisión llamamientos a destruir París, Londres y Varsovia con un ataque nuclear? Realmente, no creo que lo deseen.
***
En Rusia tampoco queremos vivir así. Resistimos, o al menos intentamos preservar nuestras convicciones y principios basados en la tradición humanista de la cultura rusa. Y cuando leemos en Internet un nuevo llamado a «comprender a Putin» o a «encontrarnos a mitad de camino», esto se percibe en Rusia como complicidad con los criminales que están oprimiendo y arruinando nuestro propio país.
Esos llamamientos se
basan en un profundo desprecio, casi racista, por el pueblo ruso, para
el que, según los pacifistas progresistas de Occidente, es perfectamente
natural y aceptable vivir bajo la férula de una dictadura corrupta.
Por
supuesto, cuando alguien dice que el régimen de Putin es una amenaza
para Occidente o para la humanidad en su conjunto, se trata de una
afirmación sin sentido. Las personas para las que este régimen
representa la amenaza más terrible son (aparte de los ucranianos, que
son bombardeados a diario con obuses y misiles) los propios rusos, su
pueblo y su cultura, su futuro.
Es evidente que Putin y el
sistema que dirige han cambiado en los últimos años; esas mismas
personas, a mediados de la década de 2010, podían parecer decentes en
comparación con otros políticos de todo el mundo. Claro, aplicaban las
mismas políticas antisociales, mentían de la misma manera, intentaban
manipular a la opinión pública, igual que sus homólogos occidentales.
Pero la crisis que dura hace ya tres años, la guerra y la corrupción
total han provocado cambios irreversibles, en los que la preservación
del régimen político existente ha demostrado ser incompatible no sólo
con los derechos humanos y las libertades democráticas, sino simplemente
con la preservación básica de las reglas de la existencia civilizada
moderna para la mayoría de la población.
Tenemos que solucionar
ese problema nosotros mismos. Nadie puede saber con qué rapidez
sucederá, cuántas dificultades se presentarán en el camino, cuántas
personas más seguirán sufriendo. Pero sabemos exactamente lo que
ocurrirá. La descomposición del régimen conducirá inevitablemente al
país a cambios revolucionarios, sobre los que los partidarios del
gobierno actual expresarán su horror..
De la opinión pública
occidental progresista sólo esperamos una cosa: que deje de ayudar a
Putin con sus declaraciones conciliadoras y ambiguas. Cuanto más
frecuentes sean esas declaraciones, más funcionarios, diputados y
policías se convencerán de que el orden actual puede seguir existiendo
con el apoyo silencioso o las quejas hipócritas de Occidente. Cada
declaración conciliadora de los intelectuales liberales de Estados
Unidos conduce a más detenciones, multas y registros de activistas
democráticos y simples ciudadanos aquí en Rusia.
No necesitamos ningún favor, sino una medida muy simple: la comprensión de la realidad que se ha desarrollado en la Rusia actual. Dejen de identificar a Putin y a su banda con Rusia. Dense cuenta de una vez de que los que realmente desean el bien de Rusia y de los rusos sólo pueden ser enemigos irreconciliables del poder actual.
Boris Kagarlitsky nacido en Moscú en 1958, fue un disidente y preso político en la URSS bajo Brezhnev, luego diputado del ayuntamiento de Moscú (arrestado nuevamente en 1993 bajo Yeltsin). Desde 2007, dirige el Instituto de Estudios de Globalización y Movimientos Sociales en Moscú, un importante grupo de expertos de izquierda ruso. Es editor de la revista en línea Rabkor y autor de numerosos libros, de los cuales los dos más recientes en inglés son ”Empire of the Periphery” (Pluto) y “From Empires to Imperialism” (Routledge).
Fuente: https://russiandissent.substack.com/p/a-very-simple-request Traducción: Correspondencia de Prensa