Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Àngel Ferrero
A la hora de comentar la guerra en el Cáucaso, la mayoría de analistas estadounidenses han tendido a verla como un retorno al pasado, como una continuación de la secular y sangrienta contienda entre rusos y georgianos o, en el mejor de los casos, como una parte de los asuntos pendientes de la Guerra Fría. Muchos han hablado del deseo de Rusia de borrar la «humillación» nacional que experimentó tras el desplome de la Unión Soviética hace 16 de años, o de restaurar su «esfera de influencia» en los territorios del sur. Pero este conflicto es más sobre el futuro que sobre el pasado. Es un producto de la intensa competencia geopolítica por el control del flujo energético del mar Caspio hacia los mercados occidentales.
Esta lucha comenzó durante la administración Clinton, cuando las antiguas repúblicas soviéticas de la cuenca del mar Caspio se independizaron y empezaron a buscar clientes occidentales para sus recursos naturales de petróleo y gas natural. Las compañías occidentales buscaban ansiosamente firmar acuerdos de producción con los gobiernos de las nuevas repúblicas, pero se enfrentaron a un obstáculo difícil de franquear a la hora de exportar el producto resultante: como el mar Caspio no tiene salida al mar, cualquier energía existente en la región ha de viajar a través de conductos, y por aquel entonces Rusia controlaba todos los conductos disponibles. Para evitar la dependencia exclusiva de los conductos rusos, el presidente Clinton patrocinó la construcción de un oleoducto alternativo desde Bakú, en Azerbayán, a Tbilisi, en Georgia, y desde allí hacia Ceyhan, en la costa mediterránea de Turquía. Se trata del oleoducto BTC [por las siglas de Bakú, Tbilisi y Ceyhan], como se lo conoce hoy.
El oleoducto BTC, que empezó a funcionar en el 2006, pasa a través de algunas de las zonas del mundo más inestables, incluyendo Chechenia y las provincias separatistas de Abjazia y Osetia del Sur en Georgia. Con este dato en mente, las administraciones Clinton y Bush proporcionaron a Georgia cientos de millones de dólares en ayuda militar, convirtiéndola en la receptora principal de armamento y equipamiento estadounidense en el antiguo espacio soviético. El presidente Bush cabildeó a los aliados estadounidenses en Europa para acelerar los trámites para la inclusión de Georgia en la OTAN.
Todo esto, huelga decirlo, era visto desde Moscú con un inmenso resentimiento. No se trataba sólo de que los EE.UU. estaban ayudando a crear un nuevo riesgo a la seguridad de sus fronteras en el sur, sino que, lo que es más importante, frustraba cualquier intento ruso por asegurarse el control del transporte de la energía del Caspio a Europa. Incluso desde que Vladimir Putin asumió la presidencia en el 2000, Moscú ha buscado utilizar su papel clave como proveedor de petróleo y gas natural a Europa occidental y las antiguas repúblicas soviéticas como una fuente de riqueza financiera y, al mismo tiempo, de ventaja política. La consecución de este objetivo descansa principalmente en las fuentes energéticas rusas, pero también busca dominar la distribución del petróleo y del gas natural desde los estados del Caspio a Occidente.
Para favorecer sus intereses en el Caspio, Putin, y su delfín, Dmitry Medvedev -hasta hace poco presidente de Gazprom, el monopolio estatal ruso del gas natural- se han atraído (o intimidado) a los líderes de Kazajstán, Turkmenistán y Uzbekistán para construir nuevos gasoductos a través de Rusia hacia Europa. Los europeos, temerosos de ser cada vez más dependientes de la energía proporcionada por Rusia, buscan construir canales alternativos a través del mar Caspio y a lo largo de la ruta del oleoducto BTC en Azerbayán y Georgia, circunvalando completamente Rusia.
Este es el telón de fondo en el que ha tenido lugar la lucha entre Georgia y Osetia del Sur. Los georgianos puede que solamente estén interesados en retomar el control de una zona que consideran parte de su territorio nacional, pero los rusos están enviando el mensaje al resto del mundo de que pretenden seguir controlando el grifo energético del mar Caspio, pase lo que pase. No significa necesariamente que vayan a ocupar abiertamente Georgia, pero desde luego que retendrán sus posiciones estratégicas en Abjazia y Osetia del Sur por motivos prácticos, con las bayonetas apuntando a la yugular de la BTC. Así que si incluso el alto el fuego tiene algún efecto, la lucha por los recursos energéticos -a veces oculta y secreta, a veces abierta y violenta- continuará teniendo lugar en el futuro.
Michael T. Klare es profesor de paz y seguridad mundial en la Universidad de Hampshire. Su último libro es Rising Powers, Shrinking Planet: The New Geopolitics of Energy (Metropolitan Books, 2008). El anterior libro de Klare, Blood and Oil: The Dangers and Consequences of America’s Growing Dependency on Imported Petroleum ha sido adaptado en documental. Para un avance de la película, véase: www.bloodandoilmovie.com
[Enlace original: http://www.fpif.org/fpiftxt/
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